NUESTRA AVERSIÓN A LA PROTESTA SOCIAL
Este es un país al que le cuesta mucho entender las protestas y, en general, los agravios y reivindicaciones de los grupos de personas menos favorecidas (o más jodidas, para decirlo con claridad). Es así de simple. No me vayan a salir con que eso pasa en todas partes del mundo
porque, si bien es una cuestión de grados, este país en esa materia es mucho más conservador que varios de nuestros vecinos cercanos y lejanos. No nos gusta ver ni sentir a la gente protestando, nos incomoda y, en algunos casos, hasta nos produce aversión.
La explicación más simple de esta actitud tiene que ver, oh sorpresa, con la persistencia de nuestro conflicto armado. Por décadas, la clase política de este país se dedicó a deslegitimar la protesta social asociándola con la subversión armada. No hay un solo paro en nuestro pasado reciente que no hubiese sido acusado de estar infiltrado por grupos guerrilleros. De esta forma, la protesta social, al igual que la izquierda política desarmada, sufrió el estigma histórico de ser “el brazo político de los grupos guerrilleros”.
Aunque esta es una generalización que hay que estudiar caso por caso, el objetivo de la clase política tradicional con estos señalamientos terminó por cumplirse a cabalidad: la protesta social quedó deslegitimada hasta el tuétano y cada quien se siente con suficientes argumentos para descalificarla, teniendo muy poca información sobre sus orígenes, su agenda y sus aspiraciones.
Pero hay otra explicación que da cuenta también de unas formas de deslegitimación mucho más mundanas y menos políticas e ideológicas. La eterna solicitud de que se proteste “sin bloquear” y “sin incomodar” resulta también de una incapacidad estructural de simpatizar con los otros y con sus dificultades. Para empezar, esa solicitud asume que en este país todo lo que uno tiene que hacer para que el Estado lo escuche es hablar, y no muy duro, a veces es suficiente con susurrar. Maestros y conglomerados económicos, reza este argumento, tienen el mismo acceso y la misma capacidad de hacerse escuchar. Entonces, ¿para qué gritar? ¿Para qué bloquear calles?
Esto va a sorprender a algunos, pero el acceso al Estado y el trámite de demandas ante el mismo en este país y en casi todos es absolutamente piramidal. Unos pocos privilegiados solo tienen que levantar el teléfono para hacerse escuchar y allí tendrán arrodillada a la clase política dispuesta a vender su alma al diablo por complacerlos. Al final, son ellos los que financian las campañas, los que ganan contratos, los dueños, los que
controlan el mensaje. Cómo no, doctor; lo que usted diga, doctor; a sus órdenes, doctor.
Para el resto del país, la historia es bien distinta. Y es en este escenario, en donde la disrupción y la incomodidad parcial y temporal es necesaria para que seamos conscientes y conozcamos las condiciones de estos sectores sociales, para que entendamos el estado de abandono en el que se encuentran y para que generemos solidaridad con su situación. Si no simpatizamos con su lucha porque no la creemos legítima, porque pensamos que sus demandas sobrepasan lo posible, o porque no creemos que merezcan lo que piden, es completamente aceptable. No todos podemos ni debemos estar del mismo lado. Pero cuestionar la protesta de los maestros, por ejemplo, porque complica el tráfico y dificulta la movilidad en Bogotá, es frívolo y desconoce el origen mismo de la protesta social. Decirle a un maestro que en zonas rurales debe desplazarse todos los días varios kilómetros, en condiciones difíciles y sin subsidio de transporte, que consideramos insufrible el trancón que arma por estar protestando una tarde en Bogotá revela esa incapacidad de ponernos en los zapatos del otro de la que estoy hablando.
¿Qué sigue? ¿Que marchen por los andenes para no estorbar el tráfico? ¿Que lo hagan en silencio? ¿Qué más podemos pedirles que hagan para que sean realmente invisibles, para que no nos molesten? ¿Qué más podemos exigir para poder regresar a nuestros lugares de confort y de esa forma proceder a ignorarlos de una vez por todas? Como ya no podemos acusarlos de guerrilleros, ¿qué mecanismo vamos a empezar a usar para desaparecer la protesta a punta de represión y quitarnos el problema de encima de una vez por todas?
Vivir en un país sin conflicto pero con un Estado débil y con reducidas capacidades de atender demandas significa vivir en un país en donde la protesta social es recurrente. Parte del olvido estatal se tramitó por mucho tiempo en las zonas rurales colombianas y a punta de bala. Ahora, el olvido estatal se empezará a tramitar a través de la protesta social y en las grandes ciudades. Sobre todo en Bogotá, sede del gobierno central. Entonces, estimado ciudadano: lamentamos las molestias ocasionadas, pero al mismo tiempo esperamos que pueda aprender a vivir con ellas.