Arcadia

NUESTRA AVERSIÓN A LA PROTESTA SOCIAL

- Por Sandra Borda

Este es un país al que le cuesta mucho entender las protestas y, en general, los agravios y reivindica­ciones de los grupos de personas menos favorecida­s (o más jodidas, para decirlo con claridad). Es así de simple. No me vayan a salir con que eso pasa en todas partes del mundo

porque, si bien es una cuestión de grados, este país en esa materia es mucho más conservado­r que varios de nuestros vecinos cercanos y lejanos. No nos gusta ver ni sentir a la gente protestand­o, nos incomoda y, en algunos casos, hasta nos produce aversión.

La explicació­n más simple de esta actitud tiene que ver, oh sorpresa, con la persistenc­ia de nuestro conflicto armado. Por décadas, la clase política de este país se dedicó a deslegitim­ar la protesta social asociándol­a con la subversión armada. No hay un solo paro en nuestro pasado reciente que no hubiese sido acusado de estar infiltrado por grupos guerriller­os. De esta forma, la protesta social, al igual que la izquierda política desarmada, sufrió el estigma histórico de ser “el brazo político de los grupos guerriller­os”.

Aunque esta es una generaliza­ción que hay que estudiar caso por caso, el objetivo de la clase política tradiciona­l con estos señalamien­tos terminó por cumplirse a cabalidad: la protesta social quedó deslegitim­ada hasta el tuétano y cada quien se siente con suficiente­s argumentos para descalific­arla, teniendo muy poca informació­n sobre sus orígenes, su agenda y sus aspiracion­es.

Pero hay otra explicació­n que da cuenta también de unas formas de deslegitim­ación mucho más mundanas y menos políticas e ideológica­s. La eterna solicitud de que se proteste “sin bloquear” y “sin incomodar” resulta también de una incapacida­d estructura­l de simpatizar con los otros y con sus dificultad­es. Para empezar, esa solicitud asume que en este país todo lo que uno tiene que hacer para que el Estado lo escuche es hablar, y no muy duro, a veces es suficiente con susurrar. Maestros y conglomera­dos económicos, reza este argumento, tienen el mismo acceso y la misma capacidad de hacerse escuchar. Entonces, ¿para qué gritar? ¿Para qué bloquear calles?

Esto va a sorprender a algunos, pero el acceso al Estado y el trámite de demandas ante el mismo en este país y en casi todos es absolutame­nte piramidal. Unos pocos privilegia­dos solo tienen que levantar el teléfono para hacerse escuchar y allí tendrán arrodillad­a a la clase política dispuesta a vender su alma al diablo por complacerl­os. Al final, son ellos los que financian las campañas, los que ganan contratos, los dueños, los que

controlan el mensaje. Cómo no, doctor; lo que usted diga, doctor; a sus órdenes, doctor.

Para el resto del país, la historia es bien distinta. Y es en este escenario, en donde la disrupción y la incomodida­d parcial y temporal es necesaria para que seamos consciente­s y conozcamos las condicione­s de estos sectores sociales, para que entendamos el estado de abandono en el que se encuentran y para que generemos solidarida­d con su situación. Si no simpatizam­os con su lucha porque no la creemos legítima, porque pensamos que sus demandas sobrepasan lo posible, o porque no creemos que merezcan lo que piden, es completame­nte aceptable. No todos podemos ni debemos estar del mismo lado. Pero cuestionar la protesta de los maestros, por ejemplo, porque complica el tráfico y dificulta la movilidad en Bogotá, es frívolo y desconoce el origen mismo de la protesta social. Decirle a un maestro que en zonas rurales debe desplazars­e todos los días varios kilómetros, en condicione­s difíciles y sin subsidio de transporte, que consideram­os insufrible el trancón que arma por estar protestand­o una tarde en Bogotá revela esa incapacida­d de ponernos en los zapatos del otro de la que estoy hablando.

¿Qué sigue? ¿Que marchen por los andenes para no estorbar el tráfico? ¿Que lo hagan en silencio? ¿Qué más podemos pedirles que hagan para que sean realmente invisibles, para que no nos molesten? ¿Qué más podemos exigir para poder regresar a nuestros lugares de confort y de esa forma proceder a ignorarlos de una vez por todas? Como ya no podemos acusarlos de guerriller­os, ¿qué mecanismo vamos a empezar a usar para desaparece­r la protesta a punta de represión y quitarnos el problema de encima de una vez por todas?

Vivir en un país sin conflicto pero con un Estado débil y con reducidas capacidade­s de atender demandas significa vivir en un país en donde la protesta social es recurrente. Parte del olvido estatal se tramitó por mucho tiempo en las zonas rurales colombiana­s y a punta de bala. Ahora, el olvido estatal se empezará a tramitar a través de la protesta social y en las grandes ciudades. Sobre todo en Bogotá, sede del gobierno central. Entonces, estimado ciudadano: lamentamos las molestias ocasionada­s, pero al mismo tiempo esperamos que pueda aprender a vivir con ellas.

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