LA CRUDA REALIDAD
Cuando la avalancha trágica de los ríos de Mocoa, hace tres meses, dejó 300 muertos y media ciudad arrasada, la fotografía del cadáver de un niño en brazos de un socorrista publicada por El Espectador provocó una explosión de imbecilidad en las redes sociales. Las cuales son, como todo
avance en los medios de comunicación entre los seres humanos —la invención del lenguaje, de la escritura, de la imprenta, etcétera—, también un avance en su imbecilización colectiva. Lo sabemos, aunque no lo sepamos aprender, desde los antiguos griegos: los dioses mismos luchan en vano contra la imbecilidad.
Vean la foto aquí. Una foto técnicamente defectuosa, borrosa y desenfocada, y dotada, sin embargo, de una solemnidad abrumadora. Un hombre joven vestido de amarillo carga en brazos, a largos, lentos pasos fúnebres, a un niño muerto. El pequeño cuerpo inerte cuelga bocabajo con los brazos ya rígidos, todo cubierto de barro. El hombre avanza sin mirar, con ojos ciegos. Detrás se abre la devastación: un primer plano de cascajo oscuro que tal vez fue una calle, más atrás un amasijo húmedo de escombros imprecisos, una zanja de pasto verde y negro, una tapia diagonal de bloques de cemento, y al fondo, las montañas del fondo de cualquier paisaje de Colombia y el gris blanco del cielo descargado de lluvia. La foto no tiene firma, y es mejor que no la tenga: que sea anónima, como lo son para siempre las imágenes anónimas de las historias populares. Dicen que la tomó con un teléfono móvil un bombero.
Esta fotografía severa y silenciosa, ceremoniosa, llena de dignidad, icónica en el sentido real de la palabra (una imagen que resume la cosa representada, en este caso, la tragedia humana provocada por la avalancha), suscitó en las redes sociales del público una oleada de indignación brutal. Una oleada de imbecilidad, dije hace unos renglones. Dos días después de su publicación el diario contó que los comentarios adversos habían oscilado entre un 60 y un 85 %, de acuerdo con la red social —Instagram, Facebook, etcétera— que los acogiera. Le habían llovido a la foto los epítetos condenatorios: amarillista, oportunista, sensacionalista, irrespetuosa, grotesca, repulsiva, abusiva, excesiva, irresponsable, desagradable, pornográfica, tramposa, aprovechadora sin escrúpulos del libertinaje de la prensa en su búsqueda de lucro, trivializadora de la tragedia, explotadora de la miseria, vergonzosa, despreciable, de mal gusto. Es decir: la fotografía misma, y su publicación por el periódico, fueron condenadas por seis o siete o casi nueve de cada diez lectores: por una aplastante mayoría.
¿Por qué?
Insisto: por imbecilidad. En este caso, por la imbecilidad manifestada en ñoñería, en lloriconería, en cursilería, en bobería, en —cómo llamarla— en moralinería: manifestación de moralina. O, peor (y en resumen): en pretensión de buen gusto. Que es el gusto por las cosas bonitas y agradables, y el disgusto por las que puedan ser desagradables y feas: la muerte de un niño, el desbordamiento de un río de fango y piedras que arrastra un barrio entero. La cruda realidad. Cuando la realidad se presenta cruda, sin maquillaje, hay que ocultarla. Por fea, por desagradable, por real. Que no nos muestren que hay niños muertos en nuestro lindo país colombiano: ¿qué dirán sus papás? (perdón: “sus seres queridos”). O aún peor —¡horror!— ¿se enterarán los otros niños? Para el 85 % de los tuiteros de Instagram y el 60 % de los de Facebook, la realidad es censurable.
A lo sumo es posible extraer de ella acusaciones: contra El Espectador por retratarla y publicarla, contra el gobierno por permitirla. Y ahora encima vengo yo aquí a defenderla…
Queda el hecho desnudo: un hombre que lleva en peso a un niño creyendo salvarlo de las aguas. Como hizo, en la leyenda cristiana, san Cristóbal con el niño Jesús para cruzar la corriente turbulenta de un río. Cristóforo: portador de Cristo.