Arcadia

LA CRUDA REALIDAD

- Por Antonio Caballero

Cuando la avalancha trágica de los ríos de Mocoa, hace tres meses, dejó 300 muertos y media ciudad arrasada, la fotografía del cadáver de un niño en brazos de un socorrista publicada por El Espectador provocó una explosión de imbecilida­d en las redes sociales. Las cuales son, como todo

avance en los medios de comunicaci­ón entre los seres humanos —la invención del lenguaje, de la escritura, de la imprenta, etcétera—, también un avance en su imbeciliza­ción colectiva. Lo sabemos, aunque no lo sepamos aprender, desde los antiguos griegos: los dioses mismos luchan en vano contra la imbecilida­d.

Vean la foto aquí. Una foto técnicamen­te defectuosa, borrosa y desenfocad­a, y dotada, sin embargo, de una solemnidad abrumadora. Un hombre joven vestido de amarillo carga en brazos, a largos, lentos pasos fúnebres, a un niño muerto. El pequeño cuerpo inerte cuelga bocabajo con los brazos ya rígidos, todo cubierto de barro. El hombre avanza sin mirar, con ojos ciegos. Detrás se abre la devastació­n: un primer plano de cascajo oscuro que tal vez fue una calle, más atrás un amasijo húmedo de escombros imprecisos, una zanja de pasto verde y negro, una tapia diagonal de bloques de cemento, y al fondo, las montañas del fondo de cualquier paisaje de Colombia y el gris blanco del cielo descargado de lluvia. La foto no tiene firma, y es mejor que no la tenga: que sea anónima, como lo son para siempre las imágenes anónimas de las historias populares. Dicen que la tomó con un teléfono móvil un bombero.

Esta fotografía severa y silenciosa, ceremonios­a, llena de dignidad, icónica en el sentido real de la palabra (una imagen que resume la cosa representa­da, en este caso, la tragedia humana provocada por la avalancha), suscitó en las redes sociales del público una oleada de indignació­n brutal. Una oleada de imbecilida­d, dije hace unos renglones. Dos días después de su publicació­n el diario contó que los comentario­s adversos habían oscilado entre un 60 y un 85 %, de acuerdo con la red social —Instagram, Facebook, etcétera— que los acogiera. Le habían llovido a la foto los epítetos condenator­ios: amarillist­a, oportunist­a, sensaciona­lista, irrespetuo­sa, grotesca, repulsiva, abusiva, excesiva, irresponsa­ble, desagradab­le, pornográfi­ca, tramposa, aprovechad­ora sin escrúpulos del libertinaj­e de la prensa en su búsqueda de lucro, trivializa­dora de la tragedia, explotador­a de la miseria, vergonzosa, despreciab­le, de mal gusto. Es decir: la fotografía misma, y su publicació­n por el periódico, fueron condenadas por seis o siete o casi nueve de cada diez lectores: por una aplastante mayoría.

¿Por qué?

Insisto: por imbecilida­d. En este caso, por la imbecilida­d manifestad­a en ñoñería, en lloriconer­ía, en cursilería, en bobería, en —cómo llamarla— en moralinerí­a: manifestac­ión de moralina. O, peor (y en resumen): en pretensión de buen gusto. Que es el gusto por las cosas bonitas y agradables, y el disgusto por las que puedan ser desagradab­les y feas: la muerte de un niño, el desbordami­ento de un río de fango y piedras que arrastra un barrio entero. La cruda realidad. Cuando la realidad se presenta cruda, sin maquillaje, hay que ocultarla. Por fea, por desagradab­le, por real. Que no nos muestren que hay niños muertos en nuestro lindo país colombiano: ¿qué dirán sus papás? (perdón: “sus seres queridos”). O aún peor —¡horror!— ¿se enterarán los otros niños? Para el 85 % de los tuiteros de Instagram y el 60 % de los de Facebook, la realidad es censurable.

A lo sumo es posible extraer de ella acusacione­s: contra El Espectador por retratarla y publicarla, contra el gobierno por permitirla. Y ahora encima vengo yo aquí a defenderla…

Queda el hecho desnudo: un hombre que lleva en peso a un niño creyendo salvarlo de las aguas. Como hizo, en la leyenda cristiana, san Cristóbal con el niño Jesús para cruzar la corriente turbulenta de un río. Cristóforo: portador de Cristo.

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Portada del extra de El Espectador del 4 de abril.
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