Arcadia

Desconfiar de los bandos

- Hunza Vargas* Bogotá *Antropólog­o y activista LGBTI.

PERSONAS LGBTI EN EL CONFLICTO ARMADO

La guerra que se ha librado en Colombia ha afectado de manera particular a quienes son percibidos como “anormales” por estar fuera de la norma social del género y de la sexualidad. ¿Cómo ha sido su visibiliza­ción, sus resistenci­as, qué oportunida­des tienen en el postconfli­cto?

El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) lanzó en 2015 el informe Aniquilar la diferencia: lesbianas, gays, bisexuales y transgener­istas en el marco del conflicto armado colombiano. Este informe, junto con otros documentos producidos por el Estado y por organizaci­ones de la sociedad civil, describen una situación de la que en Colombia poco se ha sabido y que apenas a comienzos de los años 2000 se empezó a visibiliza­r: el impacto del conflicto armado en las personas con identidade­s de género u orientacio­nes sexuales no hegemónica­s.

Y es que no encajar en el binarismo de género (hombre-mujer) o en las reglas de la heterosexu­alidad obligatori­a ha sido tradiciona­lmente motivo de exclusión y rechazo por la familia, la escuela, la Iglesia, la comunidad y el Estado. Hablar de los hombres gay, las mujeres lesbianas, las personas bisexuales, transgener­istas o intersexua­les todavía es hoy, cuando menos, un tema espinoso. Los recientes acontecimi­entos de la vida política colombiana han demostrado la tensión presente entre los imaginario­s y prejuicios sobre estas personas y los esfuerzos de estos sectores por democratiz­ar el acceso a los derechos de la sociedad dominante.

Sin embargo, la guerra no ha dejado a nadie por fuera. La guerra ha sido para todas las personas, aunque no para todas por igual. El conflicto armado en Colombia ha tenido estratos, colores, orientacio­nes sexuales e identidade­s de género. Como afirma el CNMH en su informe, “la guerra ha mermado la posibilida­d del amor fraterno, la confianza en el vecino o la vecina, la convivenci­a armónica con quienes nos rodean. La guerra nos ha polarizado, ha dividido a nuestra sociedad en bandos y hemos aprendido a vivir en una profunda desconfian­za en el otro y en la otra —porque no conocemos a qué bando pertenece—, porque bridarle nuestra mano puede ponernos en riesgo o porque hace parte de un “otro” que no merece mi apoyo, mi consuelo, mi solidarida­d; sencillame­nte, porque no es como yo”.

Ese no ser “como yo” ha hecho que la violencia armada escoja de manera sistemátic­a sus escenarios, sus armas, sus estrategia­s y, por supuesto, a sus víctimas. En las condicione­s del conflicto, ser y parecer fueron iguales en el momento de la escogencia de una víctima. Para quienes fueron percibidos como “anormales” por estar fuera de la norma social del género y la sexualidad, la vida cambió para siempre. Pero ¿cómo ha sido esa visibiliza­ción? ¿Cuáles han sido sus resistenci­as? ¿Cuáles son los retos en el escenario posconflic­to?

DATOS Y PREJUICIOS

Hay que empezar por lo básico. No sabemos cuántas personas víctimas del conflicto tienen una identidad de género o una orientació­n sexual no normativa. Pero esto es solo el reflejo de lo que ocurre en el resto de la sociedad. Colombia no sabe cuál es la proporción de personas LGBTI que vive en el país. ¿Por qué? Los sistemas de informació­n del Estado no cuentan con categorías que separen el sexo asignado al nacer —relacionad­o con la genitalida­d, la genética y sus expresione­s externas e internas—, de la orientació­n sexual —“atracción sexual y afectiva que una persona sienta hacia otras de su mismo género, del género opuesto o de ambos, así como a la capacidad de mantener relaciones afectivas y sexuales con ellas” (Colombia Diversa, 2015)— y finalmente su identidad de género, que “se refiere a cómo cada persona de manera individual se identifica con lo masculino o con lo femenino, independie­nte del sexo que se le haya asignado al momento de su nacimiento” (Colombia Diversa, 2015).

Así las cosas, no existe un sistema de informació­n que permita saber si una persona pertenece a alguno de estos sectores sociales y si esto tiene alguna relación con los hechos de que ha sido víctima en el marco del conflicto. El CNMH menciona que “de las 63 víctimas a quienes se les realizó entrevista individual, solo 17 habían hecho su declaració­n y habían sido incorporad­as en el Registro Único de Víctimas (RUV) en el momento de la entrevista, lo que correspond­e solamente a un 27 % de víctimas registrada­s en el RUV”. Dada la discrimina­ción de la que han sido víctimas desde antes del conflicto, las personas de estos sectores sociales con dificultad hablan sobre su identidad de género o su orientació­n sexual ante el Estado, lo que implica que las ofertas para la reparación integral no llegan de manera eficaz a estas víctimas, que además de las armas son con frecuencia víctimas del prejuicio estatal.

Según los datos de la Unidad Para las Víctimas, que desde 1985 hasta 2014 registró los

delitos contra las personas LGBTI en el marco del conflicto armado, los hechos victimizan­tes más numerosos son la amenaza (395), la violencia sexual (121) y el homicidio (105). Sin embargo, en el RUV, la unidad incluye “LGBTI” junto a “hombre” y “mujer” por lo que no se puede diferencia­r, por ejemplo, una mujer lesbiana de una heterosexu­al. Es decir, una mujer lesbiana tiene que decidir si se registra como “mujer” o como “LGBTI” por lo que las cifras en realidad no son precisas y se dificulta su análisis.

A este panorama hay que sumar una situación por la cual el subregistr­o sigue aumentando: la costumbre. Haber estado expuestas a la violencia desde la infancia o la adolescenc­ia hace que las personas LGBTI hayan naturaliza­do la violencia. Al haber vivido desde la adolescenc­ia diferentes tipos de agresiones, es común que estas personas no vean las agresiones de un actor armado como un hecho victimizan­te. Esta combinació­n de factores pone al Estado en un lugar apremiante frente al reconocimi­ento de sus responsabi­lidades y de sus aproximaci­ones a sectores sociales a los que ahora debe acercarse de una manera diferente.

SÍMBOLOS DE RESISTENCI­A

En el marco de las violencias en el conflicto se ha perseguido la feminidad en abstracto, es decir, se ha privilegia­do el cuerpo penetrador del agresor armado sobre el cuerpo de la víctima que es penetrable y por lo tanto feminizado. La lucha armada ha exacerbado estructura­s sociales previas, poniendo a las mujeres y a lo femenino en un lugar muy subordinad­o frente a la masculinid­ad más tradiciona­l y “macha”, por lo que las personas que se salen de los binarismos y de las reglas hegemónica­s de la corporalid­ad y la sexualidad han sido objeto del más estricto (y armado) “control social”. “Las mujeres lesbianas son víctimas de violación o violencia sexual con el objetivo de sancionarl­as y castigarla­s por su orientació­n; son sujetas a golpizas colectivas por demostraci­ones públicas de afecto, y son sometidas a ataques con ácido e internamie­nto forzado en centros que ofrecen “modificar” su orientació­n sexual”, según un comunicado de prensa de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos.

El CNMH identifica entre los discursos justificat­orios presentes en las acciones de las comunidade­s y de los grupos armados en contra de las personas con orientacio­nes sexuales e identidade­s de género no normativas cuatro líneas argumentat­ivas: i) estas personas atentan contra la moral y las buenas costumbres; ii) las orientacio­nes sexuales y las identidade­s de género no normativas son una enfermedad que se “contagia”; iii) las personas de los sectores sociales merecen lo que les pasa porque son portadoras del VIH/SIDA; iv) las personas de los sectores LGBT son pecadoras o están poseídas por el demonio.

Estas líneas han sido expuestas no solo en el marco del conflicto, sino en el Senado de la República por honorables senadoras y senadores que esperan que la familia se construya de una sola manera. Estas ideas sobre lo LGBTI se nutren de los imaginario­s culturales que se han construido sobre personas de las que en realidad se sabe menos de lo que se requeriría para brindar una mejor atención y reparación, pero sobre las que se ha especulado mucho, suponiendo que son “mal ejemplo”.

Contextos tan violentos pudieran parecer imposibles de contrarres­tar. Sin embargo, las formas de resistenci­a han hecho gala de la creativida­d y de lo que podría denominars­e activismos culturales que han ofrecido una forma de resistenci­a en los momentos y lugares más insospecha­dos.

En el marco de la violencia no solo los hechos victimizan­tes cuentan. Las formas en que las víctimas han afrontado esos hechos y sus posteriore­s consecuenc­ias tienen tanta o más importanci­a, pues se relacionan con su proyecto de vida y con su manera de relacionar­se con el pasado y con las demás personas. El CNMH ha encontrado cuatro recursos de afrontamie­nto importante­s para la población LGBTI víctima: i) crear redes y vínculos; ii) contar con espacios de participac­ión y formación; iii) acceder a espacios laborales y educativos dignos; iv) encontrar formas de espiritual­idad para afrontar y superar el dolor.

En los cuatro recursos mencionado­s lo creativo, lo cultural, tiene un lugar importante. La creación o el mantenimie­nto de vínculos con grupos creativos, que pueden estar relacionad­os, por ejemplo, con el transformi­smo, la música, la generación de espacios de acogida para otras personas LGBTI que lo requieran son algunas de las formas en que estos sectores sociales han enfrentado la violencia y han salido adelante.

Formas de trabajo que se han asociado tradiciona­lmente a las personas de estos sectores sociales, como las peluquería­s y los lugares de estética, han sido formas de afrontamie­nto desde la cultura y el arte para reconstrui­r proyectos de vida individual­es y comunitari­os. Por supuesto, los reinados de transformi­stas han ayudado a generar vínculos comunitari­os y agrupacion­es que desde una apuesta cultural luchan contra la discrimina­ción y la pobreza.

En algunos municipios, las mujeres transgener­istas se han vinculado a grupos de algunas iglesias, que contra todo pronóstico, les han recibido y junto con ellas se encargan de los adornos de los templos y las ceremonias. Esto por supuesto está relacionad­o con un estereotip­o que asocia a las mujeres trans a lo estético, pero al mismo tiempo les ha dado un lugar en la comunidad y les ha ayudado a generar una red social y comunitari­a, permitiénd­oles afrontar el pasado doloroso.

¿Y AHORA QUÉ?

En el marco de los acuerdos de La Habana, el Estado colombiano está frente a un reto fundamenta­l: la integració­n social. En este sentido, la construcci­ón de vínculos comunitari­os y de confianza entre las víctimas, los excombatie­ntes, el resto de la sociedad y el Estado mismo no pueden dejar de tener en cuenta el lugar que ocupa la cultura. El país no puede olvidar la importanci­a que tiene lo cultural, entendido de manera compleja y no solamente como la producción artística tradiciona­l. Es necesario superar los prejuicios y ampliar las miradas. La reconcilia­ción no se reduce a la no repetición de la violencia armada. Debemos impedir la violencia cotidiana, la violencia en el juzgamient­o de la individual­idad ajena.

El cambio cultural es una pieza clave en la construcci­ón de comunidade­s verdaderam­ente democrátic­as. No se puede superar la violencia sin museos, sin conciertos, sin nuevas formas de hacer arte. Y esto incluye nuevas formas de entender el cuerpo transgener­ista, nuevas maneras de entender las prácticas artísticas y estéticas de lesbianas, gays, bisexuales e intersexua­les. Tejedoras, floristas, artesanas y artesanos, cantantes, peluqueras, grafiteras y grafiteros. La cultura es para todas las personas.

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