Arcadia

ASUNTOS ANTIOQUEÑO­S

Aves de paso Eduardo Peláez Vallejo Alfaguara | 314 páginas | 48.000 pesos

- Hernán Darío Correa

Estas memorias reúnen una serie de espléndido­s retratos de estirpe proustiana, exquisitas descripcio­nes de paisajes urbanos y rurales, y dramas de una historia familiar tejidos por una narración que roza el costumbris­mo y que no acaba de armarse como relato, a fuerza de pulir los árboles dentro de lo que podría reconocers­e como el bosque de la identidad de los antioqueño­s, apenas esbozada a pesar de la lucidez y del consumado oficio de su autor-narrador, y de su entereza respecto del paso de la vida, cifrados en el poema que abre el libro: “El tiempo no pasó:/ aquí está./ Pasamos nosotros./ Solo nosotros somos el pasado./ Aves de paso que pasaron/ y ahora,/ poco a poco, se mueren”.

Los asuntos antioqueño­s: la dualidad ruralurban­a de esa cultura; el peso de los patriarcas en los destinos familiares; la dominante pero cómplice figura de la madre, esta vez en tanto “madrina”; la educación católica; las tensiones entre hombres y mujeres a lo largo de la vida en el seno de la familia extensa; el peso de la personalid­ad de cada uno en el reconocimi­ento mutuo dentro de la parentela; la palabra como centro de la existencia, y el sólido tejido familiar, que en esta historia se reinventa renaciendo de sus cenizas desde la adopción por el clan medellinen­se de una familia francesa incorporad­a en sus redes a partir de la aparición póstuma de la hija de uno de sus personajes centrales, como reza el primer párrafo del libro que apuesta con éxito al reto narrativo de revelar al comienzo el destino final de la historia, y mantener la atención a lo largo de la misma a pesar de sus excesos descriptiv­os.

Es notable, en el periplo de la vida narrada, el lugar de la palabra, y especialme­nte de los silencios elocuentes, y del secreto en las complicida­des afectivas profundas. Esos silencios como forma de hablar, pero también como sumisión: la otra cara de una antioqueñi­dad altisonant­e y violenta a que nos han acostumbra­do las gestas del narcotráfi­co y de la manipulaci­ón política de las creencias religiosas durante las últimas décadas, que en esta historia se esquivan con elegancia y discreción para revelar las otras violencias soterradas que subyacen en los dramas familiares resueltos trágicamen­te por el abandono de una hija no confesada, la enfermedad y la muerte súbita y prematura de sus personajes centrales, como síntomas de una tradición en la cual las pasiones tristes del sometimien­to al orden familiar, la rabia contenida y la soberbia se alternan con las virtudes del amor y del saber vivir.

Se trata de una tradición que se reinventa a través de las recurrenci­as de ciertos paisajes y caminos donde vuelven a resonar los cascos de los caballos de los ancestros, ahora redivivos por jinetes urbanos que los designios patriarcal­es han devuelto una y otra vez hacia “las fincas” como escenarios donde se retorna y se escampa de las incursione­s a la modernidad europea o bonaerense, en unas vidas atadas a los rituales familiares y a los lugares de origen. Estos son los referentes de la conmovedor­a memoria de quien cultivó desde niño la mirada como opción de vida en torno a las figuras dominantes de sus mayores, ahora resuelta en un relato que da otra vuelta de tuerca al develamien­to de las relaciones entre hombres y mujeres en la cultura paisa, y de la caída en el abismo de la existencia cuando la promesa de felicidad en una infancia sobreprote­gida se despeña por la cascada de unas vidas atrapadas por esa tradición pero movidas profundame­nte por la modernidad a mediados y finales del siglos pasado.

Con una indudable destreza narrativa, acrisolada con referencia­s sutiles de lecturas que se asoman una y otra vez en el relato, en todo caso se trata de un estilo contradict­orio en el cual los aciertos de plasmar literariam­ente la oralidad y el ser de los antioqueño­s lo emparentan con otros narradores de esa cultura como el Tomás González de La historia de Horacio, o el Abad del Olvido que seremos, pero se dispersan una y otra vez en un cierto costumbris­mo que lo devuelve a tradicione­s como las de don Tomás Carrasquil­la.

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El escritor Eduardo Peláez Vallejo.
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