MÚSICA Y MUSEOS
Aquí en Colombia hay museos para todo. Hasta para la paz y el posconflicto, que son una quimera. Qué ironía. Todo el mundo quiere seguir en la garrotera, pero, paz y posconflicto ya tienen sus museos.
Algunos, como el del Oro, el Nacional o el de Antioquia son ejemplares. Otros, muy importantes, funcionan con la espada de Damocles sobre sus cabezas, llegan a fin de mes sin saber a ciencia cierta si habrá fondos para pagar la nómina, reparar goteras o solucionar problemas de humedades.algunos (¿muchos?) habría que cerrarlos, son fortines de políticos, caciques y gamonales. Pero no hay quien le ponga el cascabel al gato.
Me interesa la eventual relación entre museos y música. Porque en Colombia se hace música desde tiempos prehispánicos, desde que Bachué salió de las aguas.
La historia de la música nuestra es un tema que, en realidad, no ha sido abordado con el rigor y la seriedad que el asunto ameritaría, pues no ha ido mucho más allá de La historia de la música en Colombia, del padre José Ignacio Perdomo (1913–1980), que no volvió a ser editada, o investigaciones sobre temas específicos, por ejemplo, de Egberto Bermúdez.
Esto vaya y venga. Pero resulta absolutamente inadmisible que el patrimonio musical colombiano no parezca preocupar a nadie. Porque ¡no se toca!
Ocurre un fenómeno que algún día alguien tendrá que explicar, pero la música no le ha interesado ni a la intelectualidad ni a la dirigencia de este país. No se trata de esperar que uno de nuestros políticos pueda dirigir una orquesta, como Edward Heath, o tocar a un Concierto para piano de Mozart, como Helmuth Smidt o Condoleezza Rice, ¡Dios nos libre! Pero es que no salen del vallenato los unos y de un magistral solo de guitarra los otros…
Eso, claro, tiene consecuencias. Evidentemente, la música colombiana no tiene cabida en nuestro menú cultural, o por lo menos no ocupa el lugar que debería. Hablo de la música “clásica” o “culta”, o como se llame, porque para la “comercial” sobran espacios y recursos, hasta patrocinados por el Estado, como Rock al Parque. Pero la de compositores como Julio Quevedo Arvelo, José María Ponce de León o Guillermo Uribe Holguín, para no citar a los del siglo XX y XXI que se cuentan por centenares, no es objeto de interés prioritario de la inmensa maquinaria cultural colombiana. Cuando las orquestas sinfónicas producen discos, graban “arreglos” de música popular o comercial, que casi sin excepción son horrorosos y desmejoran los originales, no la música de Ponce, Quevedo, Uribe, Borda o Pinzón. Aunque esa es otra historia.
Me asalta la duda en el sentido de si los museos no tendrían que ser espacios destinados, por su naturaleza, también a la divulgación de ese patrimonio. Porque la música también es Arte, solo que una partitura entre una vitrina es poco menos que una momia.
¿No tendrían el Nacional de Bogotá, la Tertulia de Cali o el de Antioquia, por ejemplo, que servir de escenario para la interpretación de todo ese patrimonio sinfónico, lírico y camerístico que desde el siglo XIX espera volver a la vida?
¿Y qué decir del repertorio religioso que descansa en los archivos de las catedrales que son por definición museos con acústicas únicas?
¿No deberían por su parte los museos de arte moderno convertirse en los recintos naturales para que ocurra lo propio? Alguna lógica tendría que haber entre un país que tiene, sin exageraciones patrioteras, muchos compositores importantes y cuyos conservatorios gradúan anualmente decenas de compositores que seguramente tienen mucho que decir… pero su música solo se oye excepcionalmente, si es que se oye.
Hoy en día en el mundo entero la música sale de los teatros y los auditorios para ocupar recintos que en el pasado habrían sido inimaginables, como los museos.
Lo único que hace falta es hacerlo. Hasta suena fácil.