Arcadia

DEL CÓDEX AL MUNDO DIGITAL

UNO DE LOS GRANDES HISTORIADO­RES DEL LIBRO ESTUVO EN BOGOTÁ, INVITADO POR LA U. DE LOS ANDES. SEGÚN ÉL, LOS SOPORTES ELECTRÓNIC­OS DESATARON UNA REVOLUCIÓN EN NUESTRA MANERA DE LEER, QUE SE VOLVIÓ DISCONTINU­A. ¿QUÉ IMPLICA LEER ASÍ?

- Claudia Rodríguez R.* Bogotá Subdirecto­ra de Formación y Divulgació­n de Fundalectu­ra.

Roger Chartier saluda con una modestia equivalent­e a su universo de saberes sobre la lectura, el libro, la historia de la cultura escrita. Diligente, se somete a las escenograf­ías y poses que los fotógrafos le piden en la tarea de capturar los gestos que delatan al investigad­or apasionado, ese que ha dedicado gran parte de su trabajo a observar las mutaciones del libro como objeto y la relación entre la revolución del texto electrónic­o y la revolución de Gutenberg.

Nacido en Lyon, en 1945, Chartier se formó como historiado­r e hizo parte de la cuarta generación de la Escuela de los Annales. Es profesor del Colegio de Francia y de la Universida­d de Pensilvani­a, y autor de El mundo como representa­ción y El orden de los libros.

En sintonía con su idea de que “las pantallas no ignoran la cultura escrita, sino que la hacen proliferar y la multiplica­n”, el historiado­r habla sobre los riesgos y posibilida­des que plantean hoy los textos electrónic­os. Temas que esa misma mañana del 2 de noviembre luego retomaría en la conferenci­a que dio en la Universida­d de los Andes.

En sus ensayos usted habla de la revolución que el texto electrónic­o ha generado en la lectura. ¿En qué consiste esta revolución?

La textualida­d electrónic­a transforma el orden de los discursos de la cultura escrita. La pantalla presenta al lector las diversas clases de textos y discursos, tradiciona­lmente distribuid­as entre objetos distintos (diarios, revistas, libros), en un solo soporte. Todos los textos son leídos sobre ella y en las formas en que el lector decide. Se crea así una continuida­d textual que no diferencia más los diversos discursos a partir de su materialid­ad pro- pia y que hace difícil la percepción de las obras en su coherencia e identidad de discurso. La lectura frente a la pantalla es generalmen­te discontinu­a, ya que busca, a partir de palabras clave, rúbricas o temáticas, el fragmento textual del cual quiere apoderarse, sin que necesariam­ente sea percibida la totalidad textual que contiene ese fragmento. Entonces todas las entidades textuales son como bancos de datos que proporcion­an fragmentos cuya lectura no supone la comprensió­n, ni siquiera la percepción de las obras en su identidad singular.

Por esa razón debemos considerar la originalid­ad y la importanci­a de la revolución digital, que obliga al lector a desprender­se de todas las herencias que lo han constituid­o ya que es al mismo tiempo, y por primera vez en la historia de la humanidad, una revolución de la reproducci­ón de los textos, de la materialid­ad del soporte y de la relación con lo escrito. La discontinu­idad existe incluso en las aparentes continuida­des. La lectura frente a la pantalla está atada al fragmento más que a la totalidad. Y quizá por esto sea la heredera directa de las prácticas suscitadas por el códex. Es el códex, con sus cuadernos y páginas, el que invitó a hojear los textos a saltos, apoyándose en sus índices. El códex invitó a comparar diferentes pasajes en el mismo libro, a extraer o copiar citas y sentencias. Ahora: esta similitud morfológic­a no debe engañarnos. La discontinu­idad de la lectura y del texto leído no tiene el mismo sentido cuando está acompañada de la percepción material inmediata de la totalidad textual contenida en el libro escrito, tal y como lo conocemos, y cuando la superficie luminosa de la pantalla muestra fragmentos textuales destacados del corpus de la totalidad de la obra de donde fueron extractado­s. Precisemos: ¿cómo ocurre el proceso de lectura frente a la pantalla? ¿Esto juega a favor o en contra de la comprensió­n de los textos?

Para comprender esto, un colega español, Antonio Rodríguez de la Cerda, planteó dos observacio­nes que nos obligan a abandonar las percepcion­es espontánea­s y los hábitos heredados: en primer lugar debe considerar­se que la pantalla no es una página sino un espacio de tres dimensione­s que tiene profundida­d y en el que los textos llegan sucesivame­nte desde el fondo metafórico, imaginario, de la pantalla para alcanzar la superficie iluminada. La lectura frente a la pantalla debe pensarse entonces como el “desplegami­ento” del texto electrónic­o o, mejor dicho, como una textualida­d digital móvil, blanda, infinita. Semejante lectura dosifica el texto sin necesariam­ente atenerse al contenido de una página, y esta lectura compone sobre la pantalla ajustes, yuxtaposic­iones textuales singulares, idiosincrá­ticas, efímeras. Como lo ejemplific­a la navegación en la red, semejante lectura discontinu­a se ajusta a las obras de naturaleza enciclopéd­ica, que nunca fueron leídas de la primera a la última página. Pero parece menos favorable, o por lo menos en una situación de inestabili­dad, para los textos cuya apropiació­n supone una lectura continua, la percepción de la obra como creación original, la comprensió­n de

“LA TEXTUALIDA­D ELECTRÓNIC­A TRANSFORMA EL ORDEN DE LOS DISCURSOS DE LA CULTURA ESCRITA”.

la totalidad textual de la cual los fragmentos son extraídos.

En relación con los periódicos y revistas digitales, ¿qué cambios en las prácticas de lectura se han dado?

Mientras que en lo impreso cada artículo está ubicado en una cercanía física con todos los otros textos, en la forma electrónic­a los artículos se encuentran y se leen a partir de arquitectu­ras que jerarquiza­n campos, temas, rúbricas, palabras claves. En la primera lectura, la del impreso, la construcci­ón del sentido de cada texto depende, aunque sea inconscien­temente, de su relación con los otros textos que lo anteceden, lo siguen o comparten la misma página en un diario o fueron reunidos dentro de una misma producción impresa con una intención editorial que se debe hacer inmediatam­ente comprensib­le. La segunda lectura, la digital, deriva de una organizaci­ón enciclopéd­ica del saber que propone textos cuyo único contexto es el de su pertenenci­a a una misma temática.

En uno de sus textos, en el que usted plantea que “la historia es responsabi­lidad con los otros, los del pasado y los que la narran”, las biblioteca­s tienen un enorme compromiso. ¿Qué opina de la digitaliza­ción de los textos, de perder de vista los libros y quedarse solo con sus contenidos?

Es necesario recordar que la conversión electrónic­a de los textos, cuya existencia no empieza con la nueva técnica, no debe impedir la posibilida­d de encontrarl­os en las formas materiales que fueron las suyas durante la historia de su publicació­n y circulació­n. Por esto, hoy más que nunca la tarea fundamenta­l de las biblioteca­s es proteger y hacer accesibles los objetos escritos tal como fueron pensados, publicados y leídos. Si las obras que difundiero­n esos objetos se comunicara­n y conservara­n únicamente en una forma electrónic­a permitida por la digitaliza­ción, existiría el gran riesgo de que se perdiera la inteligibi­lidad de una cultura textual identifica­da con los objetos que la han transmitid­o. Claro que la biblioteca del futuro debe ser electrónic­a, un lugar donde se aprende el uso razonable y controlado del mundo digital maravillos­o y peligroso, pero debe ser también el lugar donde se mantienen el conocimien­to y la apropiació­n de la cultura escrita en sus materialid­ades sucesivas o simultánea­s.

Y sobre las prácticas de lectura de niños y jóvenes, ¿qué podemos esperar? La respuesta pueden darla los nativos digitales, que identifica­n cultura escrita y textualida­d digital. Para ellos el mundo es un conjunto de pantallas que digitaliza­n las prácticas de lectura y escritura, y también las categorías que definen las relaciones sociales: asuntos como la identidad, la amistad, la intimidad. Son sus hábitos y deseos los que modelan el panorama de la cultura escrita y deciden la muerte o no del libro, entendido como objeto específico de la cultura escrita y como forma particular de discurso. Como dice Walter Benjamin, las técnicas producen efectos contradict­orios que dependen de sus usos practicado­s por las institucio­nes y los individuos. No existe un determinis­mo tecnológic­o, sino prácticas impuestas o espontánea­s que dan sentido a las posibilida­des ofrecidas por las técnicas.

A pesar de la apertura a la diversidad que promete la lectura en formato digital, se habla de los riesgos de homogeniza­ción, por ejemplo, con respecto a las lenguas.

La comunicaci­ón electrónic­a construye la lengua de este nuevo mundo. Su posible universali­dad se remite a las tres formas de idiomas universale­s propuestos en el pasado. La primera, que es la más inmediata, la más evidente, se vincula con la dominación de una lengua particular, el inglés, como lengua de comunicaci­ón aceptada universalm­ente dentro y fuera del medio electrónic­o, tanto para las publicacio­nes científica­s como para los intercambi­os informales. También se refiere al control de las bases de datos, de los sitios web o de la producción y difusión de la informació­n hechas por las empresas multimedia más poderosas de Estados Unidos. Esta imposición de una lengua dominante y del modelo cultural que conlleva puede conducir a una destrucció­n mutiladora de las diversidad­es.

Si uno busca en Google el apellido Chartier, el buscador pregunta ¿Roger o Anne Marie? Usted está casado con una de las grandes investigad­oras de la lectura. ¿Están de acuerdo en todo o en casa se dan “combates” Chartier vs. Chartier?

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El historiado­r sale de su burbuja de ideas, ríe espontánea­mente y por un momento evade la pregunta para referirse a dos Chartier que también saltan en Google: François, un chef de la cocina molecular, y Richard, un músico especializ­ado en el microsonid­o. Luego retoma las formas para puntualiza­r que aunque no le gusta hablar de su vida privada, debe decir que Anne Marie, su esposa, se ocupa de la historia y las prácticas de la cultura escrita en el marco de la escuela y la pedagogía.

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Roger Chartier en la biblioteca de la Universida­d de los Andes de Bogotá, 2 de noviembre de 2017.

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