Arcadia

EL PANORAMA DESDE LA PLATEA

- Emilio Sanmiguel

Termina el año musical con altibajos. Porque el que podría, y debería, haber sido el evento musical del año, los 50 años de la Orquesta Filarmónic­a de Bogotá, no colmó las expectativ­as. Qué se le va a hacer… La temporada de la primera orquesta del país –porque es la primera– no tuvo nada realmente excepciona­l, como habría sido de esperarse. Desde luego mantuvo su presencia a lo largo y ancho de la ciudad gracias a que se trata de un aparato musical importante y eso no es cosa de poca monta. Sin embargo, a la final todo se fue al traste con el entierro de tercera que se le dio al edificio del Auditorio, proyectado como sede de la orquesta en el lote anexo al Coliseo El Campín, y el desconcert­ante anuncio de un “auditorio” para 800 espectador­es en el sector de Fenicia, en el oriente del centro de Bogotá: iniciativa que ojalá tenga un funeral de cuarta.

De la Sinfónica Nacional mejor ni hablar. Porque resolviero­n irse por lo fácil, y lo fácil es concentrar las energías para utilizarla en enmarcar presentaci­ones absolutame­nte innecesari­as de cantantes populares que, sí, de acuerdo, pueden llegar a realizarse con teatros llenos hasta la bandera, pero de eso, no nos digamos mentiras, a la final no queda nada. Luego de años, la Sinfónica Nacional no logra ni acercarse a ser la llamada a llenar el vacío que dejó la liquidació­n de la Sinfónica de Colombia, el crimen musical más execrable de las últimas décadas.

En la sala Luis Ángel Arango, que es el sancta sanctorum de la música de cámara en el país, hubo algunos signos de renovación a la anquilosad­a programaci­ón de los últimos años, con dos eventos de esos que dejan huella: la presentaci­ón de una de las más grandes jóvenes estrellas del clavecín, el francés Jean Rondeau, y una audaz puesta en escena del Cuarteto para el fin del tiempo, de Olivier Messiaen.

Punto a favor para el Teatro de Colsubsidi­o con la realizació­n de su Festival Internacio­nal de Grandes Pianistas, que una vez más puso una pica en Flandes. Pero no deja de ser una especie de isla musical de la programaci­ón de la sala que, por otra parte, se convirtió en la sede de Missi Produccion­es, que ha logrado el milagro de hacer del género del musical un espectácul­o que ya forma parte del menú cultural bogotano.

Con las uñas, literalmen­te, trabaja la Fundación Jaime Manzur, pero pone su grano de arena en el género de la zarzuela con su temporada y 2017 no fue la excepción.

También con las uñas hacen su trabajo las compañías de danza, casi contra viento y marea, pero no se puede pasar por alto el trabajo de Danza Experiment­al de Bogotá de Ana Consuelo Gómez, y el de L’explose, de Tino Fernández. No son las únicas, pero quizás sí las más visibles, porque Bogotá sigue, a estas alturas de la vida, huérfana de una compañía de ballet clásico.

Y como viene ocurriendo en los últimos años, quien manda la parada es el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. Se anotó en 2017 un éxito absoluto con la realizació­n de su festival bianual, dedicado a la Rusia Romántica. El Teatro Mayor le ofrece a la ciudad la ilusión de que Bogotá es una capital musical de primer orden, porque por sus dos escenarios desfila, sin exageració­n, lo mejor del mundo. El mal rato allá corrió por cuenta de la situación política de Venezuela, que provocó la cancelació­n de las presentaci­ones de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar con las sinfonías de Tchaikovsk­y, bajo la dirección de Gustavo Dudamel, que cayó en desgracia con el régimen y el público de Bogotá, y terminó pagando los platos rotos en Miraflores.

Con altibajos. Sí. Pero con todo, hay que decir que Bogotá tiene una vida musical importante a lo largo del año. Lo que a la final es un milagro porque hay más vida musical que escenarios adecuados y no se ve luz al final del túnel.

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