Mil palabras
por una imagen
Creo que nunca había visto reír a un ministro de Hacienda, ni de aquí ni de ninguna parte. Más aún: no creí que este ministro de Hacienda en particular, Mauricio Cárdenas, supiera reír. Y mírenlo: con los dos brazos en alto, arrastrado por el todavía más riente alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, y arrastrando al
ministro de Transporte, Germán Cardona –¡de Transporte, Dios mío! ¡Y alegrándose por la promesa de la construcción, no, del comienzo del gasto colosal en la construcción de un metro para la ciudad, de un metro del que el propio alcalde que nos lo va a hacer pagar ha dicho que…!– pero ya hablaré de eso en los próximos párrafos. Cerremos esto por el otro lado de la foto: por la sonrisa de felicidad, a la derecha de Peñalosa, del gerente del metro que no existe todavía –pero que ya tiene gerente– Andrés Escobar, de quien nada sé. De Peñalosa sí sé que siempre ríe de satisfacción de sí mismo. Mírenle esos cachetes rojos e inflados de contento. De Cárdenas ya digo que me asombra: siendo ministro de Hacienda de un país en quiebra ¿de qué se ríe? Y del de Transporte se nota que no tiene ganas de reírse, pero se deja alzar los brazos con una sonrisita, porque lo obligan. Para eso está. Debe suponer que si no se ríe, lo botan.
Detrás, un inmenso cartel de anuncio publicitario en el que se distinguen las letras “etr”, que corresponden, supongo, a la palabra metro, y debajo “ogo”, adivino que por Bogotá. Si las sucesivas alcaldías de Bogotá no se gastaran tanta plata en anuncios publicitarios, el metro de Bogotá saldría, supongo, más barato que digamos el de Ámsterdam, que pasa no solo bajo los canales de la ciudad sino bajo el lecho del mar del Norte. Y este es apenas –cito lo dicho por el alcalde Peñalosa en una descripción de hace unos años que Daniel Coronell reprodujo hace 15 días en esta revista– “una rutica de 25 kilómetros” que “hace daños urbanísticos severos a la ciudad”.
Esta es una foto que publica la revista Semana del 12 de noviembre para ilustrar un artículo titulado “¿Ahora sí?”.
No: todavía no. El metro es para no se sabe cuándo. Tal vez para cuando el río Bogotá se haya vuelto por un golpe de la varita mágica del alcalde Peñalosa tan majestuoso como el Sena a su paso por París, según los renders de arquitectos que publicaba el alcalde cuando era candidato: con sus barcazas de carga y sus yates de placer, con sus cafés al aire libre bajo el cielo de una eterna primavera.
Será un metro elevado. Publicó Coronell la opinión que tenía Peñalosa sobre los metros elevados… Pero también Peñalosa ha denigrado de los metros subterráneos cuando eran otros quienes los proponían. A él no le gusta sino Transmilenio, el suyo, que
describe como si no lo conociera.
“¿Será verdad tanta dicha?”, se pregunta Semana. ¿Dicha de quién? Dicha la de Peñalosa y la de Cárdenas. Mírenles esas caras coloradas, esas camisas que casi se rasgan de tanto estirar los brazos en ademán de triunfo, esas corbatas…. La dicha del gerente del metro es de agradecimiento: le van a dar algo para gerenciar. La del ministro de Transporte (¡de Transporte!) es la de alguien superado por los acontecimientos. Pero ¿cuál dicha va a ser la de los pobres bogotanos?
Porque ahora se vienen las obras. O, mejor, el comienzo de las obras. Si el deprimido de la 94 tomó 10 años (y costó el triple de lo presupuestado), y en consecuencia la construcción de un metro subterráneo de 25 kilómetros hubiera tomado 100, la del metro elevado tomará, digamos, 50 veces el tiempo que tomó la de aquel puente construido por los ingenieros militares sobre la carrera Once, que se derrumbó el día del estreno. El ruido. Los trancones de tráfico. Y después, cuando por fin se culmine la obra, lo previsto por el propio Peñalosa cuando era enemigo de que otro alcalde, y no él, fuera a emprender la construcción del metro: “Orinales en espacio público, atracaderos, que desvalorizan los alrededores”.
Sin duda Bogotá necesita un sistema de metro: es la única ciudad de su enorme tamaño que no lo tiene en el mundo, y sus transportes son tal vez los peores. Pero eso se debe a que también ha tenido los peores alcaldes del mundo, que llevan 70 años anunciando la construcción del metro, diseñando la obra, financiándola, presupuestándola, ordenando estudios, gestionando cupos de endeudamiento, decretando vigencias futuras, abriendo procesos licitatorios, presentando prepliegos (sea lo que sea lo que designa esa palabra). Y habría que preguntar: ¿cuántas veces se han robado en 70 años el metro de Bogotá prometido por sus alcaldes?
Y preguntar entonces, en vista de esta foto: ¿de qué se risotea el alcalde?