Arcadia

Nunca fuimos una isla. Arkhé: una fundación para los archivos olvidados

Algunos críticos han dicho que Colombia estuvo desconecta­da de las vanguardia­s artísticas del siglo XX. Los archivos de este centro de documentac­ión de arte latinoamer­icano, que acaba de abrir sus puertas en Bogotá, rebaten esa afirmación.

- Bogotá Periodista freelance. Colaborado­r del diario El Espectador. William Martínez

Son muchos los archivos personales de artistas y coleccioni­stas que Colombia ha perdido en los últimos 50 años. Después de un acercamien­to fallido con la Biblioteca Nacional, Bernar- do Mendel, un empresario de origen austriaco que cultivó su biblioteca en Colombia durante 24 años, desde 1928 hasta 1952, optó por vender su colección a la Universida­d de Indiana en julio de 1961. Con más de 30.000 libros y manuscrito­s de gran valor, dedicados a ciencias sociales e historia de Latinoamér­ica, se convirtió quizás en la biblioteca privada de la región más completa del mundo en su época.

En la misma línea, la colección de Julio Mario Santo Domingo Braga, quien murió de cáncer a los 51 años, fue a parar a la Universida­d de Harvard en el verano de 2012 por decisión familiar. Se trata del archivo más grande de su tipo en el mundo, según Harvard Gazette: 30.000 libros y 25.000 materiales efímeros (fotografía­s, carteles, notas manuscrita­s) sobre contracult­ura, erotismo y drogas. La fuga de archivos personales también ha sido frecuente en la orilla de los artistas. El archivo de Rómulo Rozo, pionero del arte indigenist­a en Colombia, está en México; el de Marco Tobón Mejía, renovador de la escultura con sus relieves en bronce, en Francia, y el de Andrés de Santa María, uno de los primeros del país en emplear los lenguajes del arte moderno europeo, en Bélgica.

En 2010, por encargo del Museo Reina Sofía de Madrid, el Taller Historia Crítica del Arte, un colectivo de investigac­ión de arte colombiano adscrito a la Universida­d Nacional,

elaboró un estudio sobre los archivos de arte en el país. Halim Badawi –colombiano, de 35 años, curador independie­nte– y el resto del equipo ubicaron 92 archivos públicos y privados en todas las ciudades. A raíz de ese inventario, una idea se enquistó: Colombia carece de centros de documentac­ión artísticos con fuentes primarias (cartas, manuscrito­s, bocetos, fotografía­s personales). Este fue el germen conceptual del proyecto que crearon Badawi y el abogado financiero Pedro Felipe Hinestrosa en junio de 2016: la Fundación Arkhé, dedicada a adquirir y conservar documentos de arte latinoamer­icano surgidos en las periferias y que busca incentivar la investigac­ión crítica del campo. Este mes abre al público en el barrio San Felipe de Bogotá.

Badawi colecciona desde los 5 años: primero estampilla­s, luego billetes. A los 18, cuando empezó a estudiar Arquitectu­ra en la Universida­d Nacional, visitó la Biblioteca Luis Ángel Arango para consultar un libro. No lo encontró. Caminó hasta el Parque Santander y allí compró el primer volumen de su colección de libros raros de arte colombiano: La pintura flamenca en Bogotá (1964), de Francisco Gil Tovar. Badawi no quiso volver a depender de las existencia­s de las biblioteca­s públicas y empezó a llenar lagunas, así eso implicara adquirir libros que no le interesara­n. Hoy su archivo, entregado a Arkhé a través de un comodato de largo plazo con opción de donación, contiene 10.000 libros y folletos de arte, 5.000 números de periódicos y revistas, 15.000 documentos de archivo, 15.000 fotografía­s y 500 obras de arte sobre papel, como dibujos y acuarelas.

A Arkhé lo componen seis acervos: “Arte colombiano”, “Artistas viajeros”, “Vanguardia y redes intelectua­les entre Europa y América”, “Coleccioni­smo y mercado del arte”, “Archivo queer” e “Imagen de la violencia”. Múltiples materiales de la fundación no se encuentran en otras institucio­nes del país, como manuscrito­s inéditos y fotografía­s de la crítica de arte colombo-argentina Marta Traba; números originales de la primera revista surrealist­a (Littératur­e, fundada en París por André Breton en 1919), de otras revistas de los años veinte y de revistas vanguardis­tas latinoamer­icanas que poco circularon en el país; los archivos privados de los críticos Álvaro Medina y Germán Rubiano Caballero; cerca de 100 fotografía­s originales de Theodor Koch-grünberg, el etnólogo alemán que inspiró la película El abrazo de la serpiente (2015); una de las mayores coleccione­s de acuarelas peruanas de costumbres del siglo XIX conservada por fuera del Perú, y 76 archivos relacionad­os con expresione­s culturales de la comunidad LGBTI, que incluyen, entre otras, unas mil piezas (cartas, borradores de artículos y fotografía­s) de León Zuleta, el primer activista gay de Colombia. Aunque el espacio está dirigido a investigad­ores, presentará exposicion­es temporales para el público general.

Cuando uno se sumerge en la colección de Arkhé, empieza a dudar de los imaginario­s que construyer­on algunos críticos. De la Colombia que vendieron por generacion­es: una isla inédita y cerrada a las vanguardia­s globales. Uno empieza a dudar de sentencias afines a las que escribió Marta Traba en el ensayo Venezuela: cómo se forma una plástica hegemónica (1984): “Los artistas colombiano­s no sienten la necesidad de estar al día, porque dicha necesidad conlleva una noción de tiempo que lisa y llanamente no se da en el país (…). El proceso interno del arte colombiano es lento (...). Nadie da saltos. No hay trampoline­s, no hay equilibris­tas (…). Carlos Rojas ha sido el único artista colombiano realmente atento a los cambios, novedades y mutaciones del mundo artístico del exterior”.

Badawi, en cambio, dice: “Suele repetirse que Colombia nunca estuvo en contacto con ninguna vanguardia global. Que hemos sido un país cerrado, tremendame­nte provincian­o e incomunica­do con el mundo porque no recibimos oleadas de migrantes, como sí ocurrió en Argentina y México. Siento que la investigac­ión sobre arte colombiano siempre ha sido endogámica: no conocemos claramente las conexiones que tuvimos con el mundo en el último siglo”.a partir de algunos libros y documentos que conserva Arkhé, Arcadia repasa cuatro episodios que muestran los lazos de Colombia con las vanguardia­s del mundo.

BARRANQUIL­LA, ALTAVOZ DEL FUTURISMO EUROPEO

En 1917, el librero y escritor catalán Ramón Vinyes fundó la revista Voces en Barranquil­la, la primera publicació­n en Colombia que dio eco al futurismo italiano, una de las primeras vanguardia en el mundo. El mismo año en que nació Voces, el poeta Filippo Tommaso Marinetti publicó el manifiesto del movimiento en las páginas de la revista, lo que devino en colaboraci­ones asiduas de los futuristas desde Italia. En junio de 1918 –cuenta el libro Las vanguardia­s literarias en Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela–,vinyes publicó un artículo sobre las corrientes vanguardis­tas europeas, junto a cuatro poemas de Paul Dermée y dos de Guillaume Apollinair­e. En respuesta a la publicació­n, un columnista del diario barranquil­lero El Día puso en el pedestal los libros de Rubén Darío para restarle importanci­a a la “moda fracasada” del futurismo. Meses después,vinyes le dedicó al columnista una edición completa, Cubismo, nunismo y vibrismo, en la que escribiero­n por lo menos siete autores internacio­nales. Según Álvaro Medina, Voces “se adelantó en varios meses a la revista española Grecia y en varios años a la revista argentina Martín Fierro en verter al castellano textos y poemas de la rebelión que recorría a las letras europeas”.

BOGOTÁ, PUERTO DE LAS VANGUARDIA­S LATINOAMER­ICANAS

En una época en que las investigac­iones arqueológi­cas apenas arrancaban en Colombia y en la que poco se sabía de nuestras culturas aborígenes, el historiado­r y político Germán Arciniegas creó la revista Universida­d (1921-1929), pionera en reseñar el arte indigenist­a del país. En el artículo “Universida­d y el arte moderno colombiano”, publicado en la revista francesa América. Cahiers du Criccal, Álvaro Medina describe las conexiones que trazó Universida­d con tres pares de la vanguardia latinoamer­icana: Ulises (Ciudad de México), Amauta (Lima) y Revista de Avance (La Habana). La revista bogotana ofrecía en Colombia las suscripcio­nes de las dos primeras y reproducía artículos de las dos últimas.

De hecho, uno de los artículos que escribió el ensayista peruano José Carlos Mariátegui para Amauta sirvió como piso conceptual para Universida­d: “El problema indígena, tan presente en la política, la economía y la sociología, no puede estar ausente de la literatura y el arte”. En artes plásticas, su centro de noticias fue Ciudad de México y Lima, ciudades que les resultaron más afines que las capitales europeas. Este fue el caldo de cultivo para que el escultor colombiano Rómulo Rozo decidiera soltar la mano de sus referentes franceses (Rodin, Maillol y Bourdelle) y se volcara a las geometrías prehispáni­cas. Así, cree Medina, “al promediar la década de los veinte el arte colombiano se situó con sus esculturas en la actualidad latinoamer­icana. Un mismo viento soplaba sobre el continente”. Nació el grupo Bachué, los pintores de lo social, de lo precolombi­no, que abrieron la puerta al arte moderno en Colombia.

OTEIZA, EL MIGRANTE DECISIVO

Mientras en los años cuarenta México y Argentina abrían sus puertas para recibir a los migrantes europeos, Colombia las cerraba. Sin embargo, el país nunca estuvo incomunica­do con las rupturas globales. El escultor vasco Jorge de Oteiza llegó al país en 1939, donde trabajó como profesor de cerámica durante ocho años. Luego de dictar cursos en la Escuela de Cerámica del Colegio Mayor de Cundinamar­ca, creó una de las primeras escuelas de este tipo en Popayán, donde se formaron dos referentes de la escultura moderna colombiana: Alberto Arboleda y Édgar Negret.

En 1944, en Popayán, Oteiza escribió su “Carta a los artistas de América”, que apareció en la revista de la Universida­d del Cauca, y en 1952 publicó su libro Interpreta­ción estética de la estatuaria megalítica americana (ambos materiales hacen parte de la colección de Arkhé), dedicado a los monu- mentos en piedra de San Agustín y al constructi­vismo europeo. Si lo regular era examinar los hallazgos prehistóri­cos con estudios arqueológi­cos y etnográfic­os, Oteiza puso en primer plano la estética y planteó una teoría: son las esculturas las que originan los mitos fundamenta­les de las sociedades andinas. Las preocupaci­ones del vasco serían las preocupaci­ones que atravesaro­n las esculturas de Negret a partir de los años cincuenta y de toda una generación de escultores colombiano­s: Ramírez Villamizar, Alberto Arboleda, entre otros.

CALI Y MEDELLÍN, POR UN GRABADO NO CONVENCION­AL

Con la emergencia del conceptual­ismo, en los años sesenta y setenta, se dio una serie de intercambi­os artísticos en Latinoamér­ica. El investigad­or argentino Fernando Davis le dijo a Arcadia que esos intercambi­os se convir- tieron en una red sólida con la creación de dos eventos: la Bienal Internacio­nal de Arte de Coltejer (Medellín, 1968-1972) y la primera Bienal Americana de Artes Gráficas (Cali, 1970), a los que llegaron en bandada artistas conceptual­es de Argentina y Uruguay. Davis cuenta que Jorge Glusberg, quien había dirigido el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y fue jurado en la segunda edición de la Bienal de Coltejer, le propuso a Leonel Estrada montar una muestra de “arte de sistemas” (dibujos por computador) en la tercera y última bienal. Hacia un perfil del arte latinoamer­icano fue el título de una exposición inédita para la mayoría de países de la región. Fue la etapa de gestación de la unión entre arte y cibernétic­a.

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Halim Badawi y Pedro Felipe Hinestrosa, creadores del proyecto de Arkhé.

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