Recuperar la crítica
Hace dos décadas se oía con frecuencia en los círculos literarios que en Colombia no había verdadera crítica. Lo mismo se decía para las artes plásticas y el cine. La crítica aplicada a los objetos y procesos culturales era una especie de fantasma que recorría los rincones de mentes nostálgicas por tiempos mejores. El país de los años noventa parecía un desierto en donde crecían silvestres productos y políticas culturales que nadie osaba examinar con curiosidad, para preguntar o inquirir por su naturaleza misma,al menos de manera pública.
Esa ausencia de la crítica en lo cultural convirtió a nuestro sector en un campo minado en el que cualquiera que se arriesgara a decir, preguntar, cuestionar o relativizar el poder establecido –cualquiera que este fuese– estaba condenado a ser un paria, a ser el descarriado, a habitar el extrarradio y a quedar en el ostracismo: en últimas, a ser castigado. Decir y hablar con honestidad y valor, señalar las presuntas fallas del sistema o incluso pensar distinto a la mayoría, fueron considerados, inclusive, antivalores. Asuntos molestos y problemáticos que era mejor dejar de lado; briznas de polvo sobre relucientes muebles. Para avanzar, se pensaba, lo cultural necesitaba tiempo y espacio: había que tener paciencia con una cinematografía naciente; con una narrativa que estaba inventándose –¿de nuevo?–; con una poesía que estaba estableciéndose –por fin–; con unas artes plásticas que estaban insertándose en el lenguaje contemporáneo de un mundo globalizado; con unos medios culturales que parecían apoltronados en la comodidad y la nostalgia de tiempos en los que el poder y la gramática eran lo mismo, y de unas políticas culturales que por fin alcanzaban el estatus de ministerio y dejaban de ser institucionales para convertirse y tener asiento en el corazón mismo del Estado.
Para construir era necesario, entonces, no señalar en voz alta los yerros. En general, la crítica cultural en Colombia se volvió patrimonio de lo privado: la maledicencia, la burla, los rumores y los chismes se transfiguraron en las herramientas ocultas para señalar las deficiencias de tal autor; la pésima calidad de tal película, el autoritarismo de tal funcionaria o la incomprensible curaduría de tal galería o museo. Durante una década nos acostumbrarnos a esa situa- ción. Con la aparición de las redes sociales y su expansión en nuestro país, las condiciones comenzaron a cambiar. Es como si quienes estuvieron agazapados se atrevieran –aun en un ámbito personal como el de sus muros virtuales– a hablar y a emitir juicios sobre los diversos asuntos de la vida cultural.
De repente, ciertas personas y sectores comenzaron a plantear públicamente la necesidad de recuperar el valor de la crítica, la urgencia de discutir los temas incómodos que, por molestos, estaban condenados al secretismo. Si no éramos capaces de debatir en los espacios notorios nuestras angustias, si no podíamos hacer nuestros reparos en voz alta, por insignificante que sea la cultura para un país sumido en las discusiones políticas –o politiqueras–, cómo íbamos a poder enfrentar lo que se nos venía encima y que hoy, por más empantanado que esté el proceso de paz, debemos enfrentar: la necesidad de discutir y disentir sobre nuestro pasado; la posibilidad de asumir que nuestras versiones de la historia no son una sola; la búsqueda de un acuerdo en el que se entienda que preguntar o señalar no es agredir, violentar o intentar derrotar al otro.
La madurez de una sociedad se ve en la altura de sus discusiones intelectuales. En la prensa, Colombia comienza a debatir argumentos y a sentar posiciones diversas sobre su destino ideológico. Pero aún falta mucho. Sin ser el termómetro infalible, el Premio Simón Bolívar 2017, en sus categorías de crítica radial y en televisión, quedó desierto. Fuera de los debates políticos en los medios, la crítica no parece ser de buen recibo, sobre todo en los medios mismos. En la academia, las polémicas se dan a puerta cerrada y los académicos son proscritos cuando hablan mal de ciertas políticas o medidas de las instituciones en las que trabajan. Parece ser que disentir e interrogar sobre la educación y la cultura en Colombia es considerado una peligrosa forma de tocar lo que debe permanecer inalterado.
Desde hace 13 años, Arcadia ha sido un medio crítico. Ha cometido fallas, seguramente ha sido ligero en algunos de sus juicios, pero su conciencia y su filosofía han sido siempre las de entender que los medios se deben a sus lectores, y que el buen periodismo es capaz de fiscalizar y contradecir el statu quo con respeto, altura y sin una pizca de miedo. Colombia necesita con urgencia, hablar: las viejas prácticas en las que, en secreto, se pretende silenciar, acallar, declarar desterrado a quien no está de acuerdo, pertenecen a una sociedad premoderna lejana a la influencia de esta revista. Nuestras páginas están abiertas, siempre, y sobre todo, para quienes no estén de acuerdo con nuestra política editorial. Para nosotros, la crítica es un valor preciado.