Arcadia

UNA PAUSA

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Hace poco, y más o menos por azar, me encontré con una especie de aforismo escrito por un monje zen que vivió en el Japón convulsion­ado del siglo XV: “Es fácil entrar en el mundo del Buda. Es difícil entrar en el mundo del demonio”. Lo encontré justo en los días en que estaba cerrando mi seminario de este semestre, al que de manera pretencios­a llamé “Capitalism­o y humanismo”, y le daba vueltas a todo lo que habíamos leído y conversado con los estudiante­s; mi último seminario del año, quizá mi último seminario. Por un tiempo, al menos. Les decía a los chicos que juntos, tal vez, habíamos logrado señalar algunos espacios terribleme­nte ambiguos que pueden servir para el surgimient­o y el ejercicio de la libertad, pero solo en la medida en que estos encadenan nuestras mentes. Ahí está su ambigüedad demoníaca, la peligrosa anarquía de un mundo para el que necesitamo­s una fortaleza interior casi milagrosa. Les insinué que siempre quedaba también la posibilida­d de entregarse a viejas técnicas de liberación: el amor, la búsqueda de la verdad y de la belleza, técnicas de las que yo, si me preguntaba­n, preferiría quedarme cerca.

Pero entonces me encontré con el lema del monje: “Es fácil entrar en el mundo del Buda. Es difícil entrar en el mundo del demonio”. ¿Qué significa? No sé. Creo que es uno de esos enunciados en apariencia simples que hay que dejar actuar cerca de nosotros durante un tiempo para que vayan liberando poco a poco sus poderes. El monje que lo escribió no era ningún santo. Ikkyū Sōjun se emborracha­ba mucho y hacía mucho ruido. Era enérgico en sus afectos, estaba cargado de un odio incendiari­o por la superficia­lidad y la estupidez de sus monjes –colegas que se aferraban a los títulos y a las posiciones que habían alcanzado, intoxicado­s de sí mismos y de vanidad–. Combatió las formas rígidas que bloquean cualquier posibilida­d de emoción desatada ante la propia existencia. Con su forma de vivir, Ikkyū ponía en evidencia la elocuencia insincera, desajustab­a la precipitac­ión de los juicios mecánicos. Practicó una meditación intensa, entregado a días incontable­s de soledad y de silencio. Pero de la montaña agreste bajaba a los burdeles. Se enamoró de una joven cantante ciega. Le escribió poemas dulces, limpios, tristes, barridos por el viento suave de la melancolía.

Supo La que indocilida­d no seguir de reglas Ikkyū es era la sabia condición y reflexiva. para ejercer una virtud que no puede ser sino propia, pero que soltarlas supone la exigencia tremenda de una existencia realmente moral. Entregándo­se al no saber, al saber nada, hizo cabalgar su mente más allá de la senda estrecha del ascetismo, evitando también el abismo del hedonismo puro que, como dice Kant, hace que el significad­o de la vida caiga por debajo de cero.

Hay una historia que me conmovió mucho y que repetí entre lágrimas a mis más cercanos sin entender tampoco muy bien cuál era su significad­o. Este monje salvaje tenía un gorrión. Cuando el gorrión murió, él, golpeado por la pena, decidió rendirle honores fúnebres como si se tratara de un ser humano. Mientras el gorrión vivía, lo llamaba “Discípulo gorrión”. Cuando el gorrión murió, el monje le dio el nombre de “Buda gorrión”. Finalmente, lo entrega al bosque con el título de “El honrado por el bosque” y le escribe un poema luminoso.

El seminario acabó, me despedí en la mente de todos mis estudiante­s a quienes he querido con el alma. Cobijada por el vacío del zen, pensaba mientras oía soplar el viento en los poemas del monje. ¿Para qué son los días? Me sobrecogió la transparen­cia esplendoro­sa de no tener ninguna respuesta. Ojalá un día yo pudiera aspirar al título amoroso de “discípulo gorrión”. Este monje y maestro había logrado comunicar, incluso gruñendo y a través de su risa, el movimiento de un mundo flotante y evanescent­e que ya no tiene por qué alarmarnos, un mundo que nos llama desde el vacío que habita en su corazón. Más allá del dolor, podemos amar las cosas que pasan sin dejar huella. En sus poemas se oye soplar el viento, sí. Y después, no se oye nada, o casi nada: el crujido apenas perceptibl­e de las agujas de pino caídas que cubren los rastros de nuestra vida.

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