Familia Facebook
El 11 de enero Mark Zuckerberg anunció con bombos y platillos que Facebook había cambiado su algoritmo. Que su red social fue creada para relaciones interpersonales y no para que las empresas y los medios de comunicación inundemos con noticias verdaderas y falsas la vida de los pobres usuarios –nosotros mismos–,que ellos dicen defender. Facebook asegura que de ahora en adelante privilegiará nuestros contactos personales y la exhibición de vanidades, frustraciones, orgullos secretos, rabias contenidas, odios viscerales, comentarios sofisticados, falsas modestias, fotografías de mascotas, videos de nuestros hijos gateando…
Abrimos Facebook todos los días al despertar pensando que hemos perdido algo en las horas de sueño.aparece una línea de tiempo en la que nosotros no hemos estado. El club de los insomnes. El amigo que vive al otro lado del mundo. El titular sobre Trump, quien ahora ha llamado "mierda" a los haitianos. El robo a una amiga embarazada a la que le dieron un tiro por llevarse su camioneta. Nos indignamos. Pero salimos de nuestra cama con temas de conversación. Si vivimos con alguien, le contamos la versión del mundo que acabamos de absorber Nos ufanamos de no estar tan mal como el amigo o la amiga que ebria, la noche anterior, vertió su rabia con un comentario desatinado. O celebramos por lo bajo que tal premio no haya recaído en ese artista que tanto despreciamos por exitoso. O propagamos noticias falsas, como que la Nutella da cáncer; que el responsable de la masacre de Texas era un progresista contrario atrump;que la ministra de educación de Colombia quiere instaurar en todos los colegios la ideología de género, una especie de doctrina que homosexualizará a nuestros hijos.
Facebook está aterrado con que los usuarios no se sientan cómodos; eso ha dicho Zuckerberg. Quiere moldear a la humanidad para que sea noble, para que se propaguen valores positivos. No quiere que los pobres humanos consuman verdades a medias. No quiere que unos manipulen a otros. Pretende sentar doctrina.y hay quien le cree. Serán los propios familiares los que compartan noticias falsas. Pronto aparecerán robots –como en Twitter– a los que se les creará una vida verosímil para que opinen, digan, señalen, mientan, amen, o parezcan humanos, en todo caso.
Queremos un mundo a nuestra medida. No estamos de acuerdo con la plausible diversidad de unas redes sociales exhibicionistas que nos han robado la paz y la cama, pero no dejamos de usarlas. Celebramos –no sin envidia– la felicidad descarada de quien tiene un nuevo amor y lo va contando como si nada. Sentimos que somos superiores moralmente a nuestro timeline. Quien nos parezca más inteligente y sea parte de nuestro entorno, merece ser eliminado. No nos gusta la felicidad ajena. Nos quejamos de la derecha por inventar noticias, y de la izquierda por su incapacidad histórica de estar a la altura de las circunstancias. Criticamos a tal medio por encubridor. Nos solazamos y relamemos con la noticia de un neonazi que, además, maltrata mujeres. Nos unimos al coro de áulicos del biempensantismo. Susurramos con candor la omisión en un comentario porque creemos que somos mejores y en el fondo podemos soportar que nos ignoren. Dejamos de escribir y publicar algo porque dentro de nuestros amigos está nuestro jefe. Buscamos en los ratos de ocio a aquellos que dejamos de ver para saber cómo están: en general han envejecido, son feos, tienen defectos. Nos quejamos en secreto de los pobres millennials, quienes creen que van a poder ser dueños del mundo y no se han dado cuenta de que siempre, tarde o temprano, el fracaso estará esperándolos a la vuelta de los años. Publicamos, al respecto, un fragmento del terrible cuento de Onetti, "Bienvenido Bob", para mandar un mensaje en clave.“ahora hace cerca de un año que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron –hoy se llama Roberto– comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás”. Pensamos durante un buen rato cómo escribir un comentario que nos haga un poco más inteligentes ante nuestros seguidores. Insistimos en buscar un debate, una polémica, una proclama incómoda para que nuestros días sean menos solitarios.
Ha pasado mediodía y ya estamos, tras una breve pausa para el almuerzo, leyendo cómo cae la noche del otro lado del mundo, en qué terminó el día de la amiga que está de vacaciones. Picamos la acusación de plagio. Husmeamos en las fotos de un humanoide que nos atrae. La tarde comienza a caer y el timeline infinito sigue reproduciéndose y nosotros decidimos seguir pegados a la pantalla. Las yemas de nuestros dedos están resentidas de pinchar o deslizarse. Mañana sí será un día diferente, un día para aprovechar, un día para escapar de la esclavitud del algoritmo. Para procrastinar mirando el cielo. O leyendo un libro de verdad. O yendo a la tienda de discos. O pasando un rato con quien está a nuestro lado. O compartiendo un café con alguien a quien no hemos visto en meses. O haciendo, incluso, una llamada a quien deseamos. La vida es más que un algoritmo, pensamos. Hay escape. El tiempo es nuestro, aunque quieran convencernos de lo contrario.
Amanece.
Entramos de nuevo a Facebook.