LA DISTANCIA Y LA AUSENCIA
Los hijos entierran a los padres y no los padres a los hijos”, dice Ciro Galindo, el hombre de 75 años que es el personaje central de Ciro & yo. “Adonde quiera que ha ido la guerra lo ha encontrado”, nos cuenta sobre Ciro al comienzo y al final del documental un narrador, aquel “yo” que –un poco impúdicamente– se hace manifiesto en el título. Porque Ciro & yo quiere ser no solo el registro de unas vidas –las de Ciro y su familia– traspasadas por la guerra en Colombia, sino la memoria de la amistad que por más de veinte años han compartido el documentalista Miguel Salazar y su personaje. Así, este documental es el sueño, inocente y tal vez necesario, de una hermandad que desafía distancias geográficas y temporales, y elude la barrera de las clases sociales. Ciro & yo es una utopía. La pregunta es si tal utopía existe más allá del deseo bienintencionado de la película.
Esta utopía –que también es la de un país que viva en paz– es condensada en los planos finales de la película, cuando Ciro y el único de sus tres hijos que sobrevive avanzan por un río en una precaria embarcación construida por ellos mismos hacia un futuro que tiene el problema de parecerse mucho a un pasado idealizado, de hombres que trabajaban con sus manos y cultivaban su propio alimento. La narrativa del documental se contorsiona entre dos extremos reduccionistas: por un lado, los años pasados y recientes de la guerra vistos con un acento apocalíptico, narrados por el director e ilustrados por un previsible archivo visual. Y por otro, un presente donde personas lastimadas física y psicológicamente por esa guerra son capaces de conservar una esperanza que se parece mucho a la negación de la realidad.
La guerra, cómo no, produce desastres. El problema es la manera en que Ciro & yo los evoca: la sencilla y trágica vida de Ciro se recarga de información de contexto. El narrador del documental hace repetidos recuentos sobre los grandes momentos de la guerra en Colombia, incluido el reciente proceso de paz, y los combina con los testimonios de Ciro, su hijo y algún amigo. También acompaña al personaje en su tránsito por oficinas estatales a las que siempre acudió en busca de protección, en un sorprendente gesto de confianza de parte de alguien que también tiene la claridad para decir que “policía, ejército, guerrilla, paracos: todos me han hecho daño”.
Así, el documental se empeña en sostener la tesis de que “Ciro resume la historia de Colombia”, lo cual equivale a suscribir una interpretación “oficial”: que el acontecimiento central de la historia del país es la guerra. Lo incómodo de esta afirmación, tan sumaria, es la forma como ayuda a esconder todo lo que en Colombia no ha sido guerra. El documental tiende a reducir a Ciro a una condición de víctima. Pero una persona, incluso la más vulnerable, nunca es solo una víctima. Una persona –y un personaje– es un orden simbólico complejo, un acumulado de deseos y capacidad de fabulación y transformación. El documental se enfoca –muchas veces al borde de una representación miserabilista– en un hombre triste, disminuido. En dos ocasiones Ciro llora y la cámara sostiene el plano, en el límite de la manipulación emocional del espectador.
Por esta razón, el Ciro que al final sonríe, o que unos planos antes se conmueve de emoción porque le entregan una casa como reparación, es un personaje recortado, una ausencia que no se logra nombrar. Hay capas de su dolor que el documental no pudo atravesar. Viendo a Ciro reír en los planos finales me pregunté de dónde venía esa alegría y esa fe en el futuro. Sin duda, me respondo yo mismo, viene de su propia vida, de una voluntad y una memoria sinuosa que la película quiso reducir a la tragedia de la guerra, con una visión contaminada de centralismo que demuestra que las distancias –sociales y geográficas– no se pudieron superar. Porque Ciro –y Colombia– son más que la experiencia de la guerra. Si el arte del posconflicto no entiende eso se convertirá en un (triste) rentista del dolor.