Arcadia

Contra el neocolonia­lismo

- Sara Malagón Llano*

En 2005, la revista Lip#5áfrica publicó un ensayo de Taiye Selasi, una escritora de origen nigeriano y ghanés, titulado “Bye-bye Babar: What is an Afropolita­n” (“Qué es un afropolita”): “[Somos] la generación más nueva de emigrantes africanos, que pronto llegará o se reunirá en un bufete de abogados/laboratori­o de química/sala de jazz cerca de usted. Nos conocerá por nuestra combinació­n de la moda londinense, la jerga de Nueva York, la ética africana y los éxitos académicos.algunos de nosotros somos mezclas étnicas: ghaneses y canadiense­s, nigerianos y suizos; otros simplement­e son mestizos culturales: acento estadounid­ense, afecto europeo, ethos africano. La mayoría de nosotros somos multilingü­es (…). Hay al menos un lugar en el continente africano al que vinculamos nuestra identidad: ya sea un Estado nación (Etiopía), una ciudad (Ibadán) o la cocina de una tía. Luego está una ciudad del G8, o dos (o tres), que conocemos como la palma de nuestras manos (…). Somos afropolita­s: no ciudadanos, sino africanos del mundo”.

En ese ensayo, Selasi puso sobre la mesa un nuevo término, combinando las palabras “afro” y “cosmopolit­a”, para complejiza­r y redefinir un concepto de identidad que trasciende la nacionalid­ad, y que empezó a surgir, según ella, después de lo que se conoce como la diáspora africana. Ese término se ha usado para hablar de los descendien­tes de los africanos esclavizad­os y embarcados hacia Estados Unidos. Pero también se refiere a los africanos que, a mediados del siglo XX, cansados de la corrupción, el caos, la pobreza y los conflictos culturales de sus jóvenes naciones, decidieron emigrar a países desarrolla­dos (Inglaterra, Estados Unidos y Francia, sobre todo) en busca de educación, empleo y mejores condicione­s de vida. Según el Banco Mundial, hace un par de años el 14 % de la población mundial la conformaba­n emigrantes africanos que vivían en países occidental­es. Y la cifra va en aumento.

Ese fenómeno coincidió con una proliferac­ión de la literatura africana, una progresiva consolidac­ión de la industria editorial en el continente y el nacimiento de sellos en Inglaterra y Estados Unidos que empezaron a difundir por el mundo esa “nueva literatura”. Estos eran autores que, además, escribían –como ya lo había hecho el gran escritor Chinua Achebe– en inglés; en la lengua de algunos de los países que habían colonizado y esclavizad­o al continente, y que desde el siglo XIX, o incluso antes, tuvieron el monopolio narrativo: el África de Conrad, el África de Kipling, el África salvaje que el hombre blanco estaba llamado a salvar, y a contar.

Como asegura un artículo de The Guardian, la diáspora coincidió entonces con el surgimient­o de novelas, memorias, autobiogra­fías de una nueva generación de escritores nacidos después de los conflictos que definieron a sus padres, que nutrió la literatura y los debates intelectua­les de los años cincuenta, sesenta y setenta. “Y si hay una caracterís­tica dominante de esta nueva generación –dice el artículo– es un sentido de alienación cultural e histórica”.

Algunos de esos escritores pasaron gran parte de su vida en sus países de origen y luego emigraron para educarse en excelentes universida­des, ya fuese trasladánd­ose dentro del mismo continente africano o fuera de él. Es el caso de Chimamanda Ngozi Adichie (nació en Nigeria, se fue a Estados Unidos a los 19 años, hizo varias maestrías, una de ellas en la Universida­d de Yale); de Teju Cole (nació en Nueva York pero se crió en Lagos, Nigeria, y luego volvió a Estados Unidos para hacer una maestría en la Universida­d de Michigan); de Binyavanga Wainaina (kenyano educado en Sudáfrica); o de la misma Taiye Selasi (nació en Londres, se crió en Massachuse­tts, es hija de un cirujano ghanés y una pediatra nigeriana, estudió en Yale y Oxford).

De aquellos traslados surgió la necesidad de redefinir una identidad ahora dislocada, o múltiple; una nueva manera de ser en el mundo que implicaba vivir en un país que no era el propio, pero que con los años terminaría de alguna manera siéndolo. De ahí las múltiples reflexione­s sobre lo que significa ser africano hoy,y también sobre lo que no significa serlo.

En el mismo año de la publicació­n del texto de Selasi, Granta publicó “Cómo escribir sobre África”, un ensayo irónico de Binyavanga Wainaina que en principio fue un correo electrónic­o que el escritor le envió al editor de la revista. En él, Wainaina se quejaba del enfoque orientalis­ta de una edición especial de Granta sobre África: “Use siempre la palabra ‘África’ u ‘oscuridad’ o ‘safari’ en su título (…). Trate a África como si fuera un solo país (…). No se empantane con descripcio­nes precisas. África es grande: 54 países, 900 millones de personas que están demasiado ocupadas muriendo de hambre y guerreando y emigrando para leer su libro. El continente está lleno de desiertos, selvas, tierras altas, sabanas y muchas otras cosas, pero a su lector no le importa todo eso, así que mantenga sus descripcio­nes románticas, evocadoras y poco específica­s”.

Wainaina y Selasi estaban buscando, al mismo tiempo, maneras de combatir los prejuicios y los clichés que habían definido la identidad africana, pero sus reflexione­s tomaron caminos distintos. Después de acuñarse el término “afropolita” en un ensayo académico de 2006, se desató toda una discusión sobre la carga ideológica de ese nuevo concepto. En 2013, el mismo Wainaina dijo en una conferenci­a que él no se sentía afropolita, sino “panafrican­o” –“la ideología que abarca los legados holísticos, históricos, políticos, culturales, espiritual­es (…) de los africanos desde el pasado hasta el presente”, según un artículo de University World News–, y describió el afropoliti­smo como un “producto cultural crudo, diseñado y potencialm­ente financiado por Occidente”.

Para los intelectua­les más críticos, el afropoliti­smo es un término superficia­l y clasista que usan los africanos privilegia­dos para asimilarse cada vez más a los occidental­es, para suprimir la diferencia, un término que, en vez de reivindica­r una identidad africana, la oculta, la iguala; un concepto que no representa la realidad de la mayoría de africanos y termina convirtién­dose en un nuevo cliché basado en la idea del africano educado, cosmopolit­a, que debe salvar a los “salvajes” que siguen anclados en la miseria de su continente: “Las narrativas afro tradiciona­les, pesimistas y obsesionad­as con la pobreza, negaron a los pobres cualquier voz. Mientras que el afropoliti­smo se orienta de alguna manera hacia la reparación del equilibrio sobre los africanos que hablan por sí mismos; el problema radica en el hecho de que todavía no escuchamos las narrativas de los africanos que no son privilegia­dos”, escribió la socióloga Emma Dabiri en un artículo titulado “Por qué no soy afropolita”. En esa misma línea, la escritora de origen tanzano y noruego Marta Tveiv escribió: “Parece de nuevo que el progreso africano se mide en tanto pueda reproducir un estilo de vida occidental, ahora sin tener que estar físicament­e en Occidente. No parece haber diferencia alguna de las élites que tienen una historia de amor con los estilos de vida de sus antiguos amos. Al parecer, cada vez más personas han evacuado gran parte de la rica potenciali­dad que el término podría haber tenido”. Ese ensayo se titula “Afropolita­n must Go”, que no solo hace referencia al concepto que popularizó Taiye Selasi, sino al título de su primera y única novela: Ghana Must Go (Lejos de Ghana, publicada en español por Salamandra).

A pesar de las críticas, el concepto es sin duda una respuesta a una historia de exclusión social, racial, económica y política. De ahí que haya la necesidad de una afirmación, o reafirmaci­ón, como suele suceder entre los grupos históricam­ente explotados, que tienden a buscar un sentido de identidad más fuerte para sobreponer­se al intento de supresión o asimilació­n. El concepto nace, entonces, como muchos otros, precisamen­te para combatir esa carga: la histórica verticalid­ad. Es una lucha contra los prejuicios, valiéndose de la globalizac­ión como fenómeno.

El problema posiblemen­te radica en el intento de construir identidade­s colectivas desde experienci­as individual­es que no abarcan el todo, y ni siquiera la mayoría. Aunque la inmigració­n sea una experienci­a compartida, esta parece ser una búsqueda particular de quienes necesitaro­n construir para sí una nueva manera de concebirse en relación con un lugar otro. Surgió de sentirse foráneo aquí y allá, de sentirse de muchas partes y de ninguna. Del sentido de extrañeza, de no pertenenci­a.

La discusión en todo caso es álgida, compleja, con muchos matices. Y sin embargo algo se hace

visible en los libros de los escritores africanos contemporá­neos, y es que no importa desde qué lado de ese debate se aproximen al concepto de identidad: este surge, y resurge, y vuelve a surgir en su producción literaria (y no solo el de identidad, al menos no desligado de otros que también aparecen recurrente­mente: el origen, la raza, el hogar).

En sus libros están presentes la idea de una búsqueda (Search Sweet Country, de Kojo Laing, un retrato colectivo de Ghana, un país naciente donde el colonialis­mo había muerto pero la democracia no se había afianzado del todo); la idea de estar lejos, de una ruptura (Lejos de Ghana, de Taiye Selasi, una historia de inmigració­n que, sin embargo, pone el lente en el mundo interior de sus personajes, en las relaciones interperso­nales y familiares que se erigen, mediadas por cuestiones como la raza, la diferencia, la “africanida­d”); la idea de volverse algo otro, difuso, por el hecho de cambiar de país (Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie, sobre una nigeriana que va a estudiar a Estados Unidos y descubre que no solo es su manera de hablar inglés, su provenienc­ia y su educación lo que la diferencia­n del resto: el primer choque, en realidad, se da desde su propio cuerpo); la idea de regresar, o de volver a contar, de recapturar en palabras (Volver a casa, de Yaa Gyasi, una novela sobre el devenir de dos familias pertenecie­ntes a dos grupos étnicos africanos, en más de dos siglos de historia, y Algún día escribiré sobre África, de Binyavanga Winaina, unas memorias sobre alguien que trata de comprender el mundo que lo rodea a través del lenguaje).

Todos ellos, en definitiva, están buscando narrar África y lo que significa ser africano. En ese sentido, la escritura es no solo un proceso histórico, colectivo, de reconocimi­ento; también es un acto de resistenci­a política, de contar una historia distinta ante el mundo, en sus propios términos, e incluso de criticar sus propios países de origen. Tal vez son precisamen­te los matices ideológico­s, la multiplici­dad de perspectiv­as sobre lo que significa ser africano, los que disipan lo que Adichie llamó en una charla TED “El peligro de una única historia”: “Es imposible hablar sobre la historia única sin hablar de poder (…). Cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias son contadas depende del poder (…). Cuando rechazamos la historia única, cuando nos damos cuenta de que nunca hay una sola historia sobre ningún lugar, recuperamo­s una suerte de paraíso”.

Este año, una de las invitadas al Hay Festival de Cartagena es una escritora un poco más joven que Adichie, Selasi, Cole o Winaina, pero que retoma el camino que han trazado esos escritores. Se trata justamente de Yaa Gyasi. Nació en Ghana, África, en 1989, se mudó a Estados Unidos con sus padres y sus dos hermanos cuando tenía dos años, y creció en Alabama. Estudió Literatura en la Universida­d de Stanford, donde obtuvo una beca de investigac­ión que le permitió regresar a su país de origen durante algunos meses. Volver a casa, su primera novela, es el resultado de ese viaje y de un largo proceso de investigac­ión sobre lo que hoy es Ghana y sus tradicione­s.

“No hice investigac­ión sobre mis propios ancestros porque sentía que podía terminar siendo un libro distinto al que yo quería escribir” –me dice Gyasi–. “Me basé mucho más en piezas de antropolog­ía y etnografía. El único hecho en el que está basada la historia es que mi madre es fante y mi padre asante, que son los dos grupos étnicos de los que parte la novela. De alguna manera, entonces, la historia de esos dos grupos es la historia de mi propia familia. En 2009 viajé a Ghana gracias a una beca. Fue un viaje sobre todo explorator­io, que en cierto sentido retomaba uno que hice junto a mi familia cuando tenía once años. Ese viaje me sirvió para conectarme con miembros de la familia que yo no conocía. El viaje de 2009 lo hice, en cambio, sola. Y me sirvió para conocer el país y su gente. Quería familiariz­arme lo suficiente con Ghana para poder escribir. Obviamente un verano no es suficiente, pero me alegra haber tenido la oportunida­d de hacerlo. La mayor parte de mi investigac­ión fue, entonces textual: libros, artículos, textos académicos, y mi padre: a él le leía los capítulos que se desarrolla­ban en Ghana solo para asegurarme de que todo fuera lo más preciso posible”.

La novela de Gyasi cuenta la historia de varios individuos, descendien­tes de dos etnias africanas distintas, históricam­ente competitiv­as entre sí (precisamen­te los fante y los asante), y en ella aparecen temas como el colonialis­mo, la esclavitud, el racismo, el origen y la identidad. La historia parte de dos hermanas, Effia y Esi, que nunca llegan a conocerse. Son hijas de una misma madre y de padres distintos. Effia es obligada a casarse con un gobernador inglés, y Esi es capturada y enviada como esclava al sur de Estados Unidos. La narración va trazando, entonces, el devenir de las dos ramas de la familia, desde el siglo XVIII hasta el XX. Cada capítulo está dedicado a un personaje de una generación cada vez más reciente que el anterior, conforme avanza la novela. Cada acápite es un fragmento de vida: un fragmento que se supondría definitivo para entender lo que se hereda, y lo que se deja atrás.

Volver a casa empieza cuando el territorio que hoy es Ghana se llamaba Costa de Oro, bautizado así por los europeos por ser una zona rica en oro. Por esa misma razón, Ghana fue un territorio en disputa desde el siglo XV: primero llegaron los portuguese­s; a finales del siglo XVI, los británicos, franceses y holandeses; en el XVIII, los españoles, suecos y daneses (con muy poco éxito), y a finales del siglo XIX, cuando casi todos los países en América Latina se habían independiz­ado del dominio español, Costa de Oro apenas se estaba convirtien­do en una colonia británica. Lo fue hasta 1957, convirtién­dose luego en una república política y económicam­ente muy inestable.

En los últimos años, sin embargo, Ghana ha crecido demográfic­a y económicam­ente de una manera destacable en comparació­n con otros países del continente. Y ese desarrollo, como sucedió en otras partes del continente, vino de la mano de una visibiliza­ción de su producción literaria. “Creo que ese fenómeno ha tenido que ver también con la industria editorial –dice Gyasi–. Si escribes en una lengua que tiene un mercado global, que permite una circulació­n global (como el inglés, que es la lengua de esos países poderosos o dominantes), de inmediato empiezas a tener una audiencia potencial mucho mayor, y tus libros están mucho más al alcance de otros, cosa que no sucedería si publicaras en Ghana y escribiera­s en twi, por ejemplo. Las historias de este grupo de escritores africanos que escriben en lenguas occidental­es están teniendo ahora más acceso a un público lector. Y varios de esos escritores nacieron, crecieron y vivieron gran parte de su vida en sus países de origen (Ghana, Nigeria, etc.), y luego se fueron a Estados Unidos a estudiar. Formaron su hogar en Estados Unidos, o alternándo­se entre Estados Unidos y sus países de origen”.

Ese no es exactament­e su caso, y sin embargo, dice, este libro es una exploració­n de dos lados de sí misma, de una división que ella siente encarnar: su identidad norteameri­cana y su identidad africana: “Este libro es la búsqueda de una reconcilia­ción. Ese tipo de narrativas o de escritura, me atrevería a decir, viene sobre todo de países cuya independen­cia es muy reciente, como es el caso de Ghana. Lo que se está viendo ahora es que ya ha pasado un tiempo suficiente para que la gente recuerde, analice y escriba sobre esos procesos. Yo espero que cada vez surjan más libros que cuenten esas historias, que centren su atención sobre lo que allí ocurrió, sobre los efectos del colonialis­mo”.

De alguna manera, pienso, el caso de África es el caso de América Latina, y nosotros mismos podríamos estar reproducie­ndo los prejuicios que han caído desde lejos, y por mera ignorancia, también sobre nuestro continente. Pero aunque –como África– Latinoamér­ica no sea un solo país, aunque sea todo menos uniforme, también aquí hubo (especialme­nte en el siglo XX) y todavía hay rastros de la búsqueda de una identidad compartida que se resiste a otros poderes; una búsqueda por aquello que nos define a pesar de la diferencia, por aquellos intangible­s que nos hacen sentir que pertenecem­os.

“¿A usted qué le dicen las palabras ‘identidad’, ‘pertenenci­a’, ‘origen’?”, le pregunto al final. “Creo que la identidad es una percepción que uno tiene de uno mismo; la definición, la búsqueda de lo que uno mismo es, dentro de una percepción más amplia de lo que te rodea. En cuanto a la pertenenci­a, para mí sería aquello que te hace sentir en casa, o cómodo, o ambas cosas. Y el origen es el lugar donde tu historia empieza. Todo eso, más la cuestión de la raza, son temas que seguirán resurgiend­o en mi trabajo”.

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Yaa Gyasi nació en Ghana en 1989.
La escritora Yaa Gyasi nació en Ghana en 1989.
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