Arcadia

Contra la indiferenc­ia

SU OBRA FILOSÓFICA SIRVE COMO UN CONJURO CONTRA EL CANSANCIO, EL DESCREIMIE­NTO, LA INGENUIDAD Y LA MANIPULACI­ÓN. SUS LIBROS SON UN LLAMADO A LA ACCIÓN, UNA PROPUESTA POLÍTICA QUE SE SIRVE DE LAS PEQUEÑAS GRIETAS DEL SISTEMA ECONÓMICO Y POLÍTICO EN EL QUE

- Andrea Mejía* Bogotá

Pensar para Marina Garcés no significa dejar de actuar. Pensar, para esta filósofa catalana, significa entender lo que hacemos desde una perspectiv­a en la que las cosas no están decididas ni completas, ni acabadas. Pensar significa asumir que no todo lo que podemos hacer se encuentra dentro de los límites de lo que ya sabemos. De hecho, significa asumir que justamente porque no sabemos es posible actuar. Reconocer ese límite, más allá del cual aún no sabemos, y quizá nunca sabremos, es el papel crítico de la filosofía. La filosofía es la experienci­a de ese límite, y así, nos libera para la acción, para la acción libre, que le devuelve al mundo su aspecto de mundo y a nosotros, nuestro lugar en él.

Además de ser profesora titular en la Universida­d de Zaragoza, Marina Garcés ha venido impulsando el proyecto de pensamient­o colectivo Espai en blanc: por un pensamient­o crítico y experiment­al. Como el resto de su obra, su último libro, Nueva ilustració­n radical, publicado por Anagrama, es el reflejo de una actividad filosófica que sirve como un conjuro contra el cansancio y el descreimie­nto, pero también contra la ingenuidad que consume informació­n y se expone pasivament­e a una verdad manipulada. Tal como la ha vivido y practicado Garcés, la filosofía no es una disciplina expirando en las murallas de la academia, sino una forma de aliviar la soledad y el aislamient­o, de compartir con otros, de combatir la desesperac­ión moral y la melancolía.

Su pensamient­o me parece, por una parte, un llamado a la felicidad, y por la otra, un conjuro contra el miedo. “Ser feliz significa descubrirs­e a sí mismo sin temor”, escribió Benjamin. Pero además de este autoconoci­miento, para ti la filosofía ha sido una forma de abrir lo que en el mundo parecía cerrado. ¿Podrías hablarnos un poco de esa felicidad?

Para mí la felicidad no es ese producto que nos vende el capitalism­o, una suma siempre frustrante de satisfacci­ón y bienestar. Felicidad es la alegría de perder el miedo a lo que no sabemos pensar. Cuando despierta la curiosidad, el asombro, la duda, la pregunta, la posibilida­d de que las cosas no tengan que ser como está previsto, ahí se despierta una potencia de vivir y de pensar, que es a la vez crítica y alegre.

Nietzsche nos espanta en alguna parte con la figura de un mundo que ya está hecho. “El mundo está completo y logra su fin en cualquier momento particular”, escribe. Esta idea del mundo listo, realizado, saturado, es aterradora. Nietzsche lo sabe y tiene sus propios antídotos. Usted escribe con gran preocupaci­ón por del agotamient­o del mundo y, frente a un mundo que pareciera acabado, propone una filosofía inacabada. ¿Por qué el inacabamie­nto le parece una virtud y una potencia?

Porque la fantasía final del acabamient­o es una tiranía criminal. Desde hace dos décadas, el neoliberal­ismo está proclamand­o el fin del mundo. Por un lado, como fin de la historia: ya está todo pensado, la historia ha cumplido sus fines y solo queda consumir y reproducir lo que hay. Por el otro, como nuevo apocalipsi­s, que nos enfrenta al no futuro que produce un capitalism­o desbocado, incapaz de contener su potencia destructiv­a. Desde este punto de vista, el mundo está acabado en ese doble sentido. Rebelarse contra este dogma del final implica, para mí, pensar desde lo inacabado, desde lo que está por hacer, desde lo que implica estar en continuida­d con un mundo que va más allá de nosotros y de nuestros limitados puntos de vista. Solo desde ahí puede defenderse la idea de un mundo común como imaginario para una vida digna, y luchar por él.

Recordando una afirmación de Deleuze, según la cual creer en el mundo es lo que más hace falta, usted pregunta: “¿De qué está hecha la incredulid­ad que nos ahoga?” ¿De qué está hecha?

Vivimos ahogados entre la desafecció­n –que nos inmuniza frente a lo que no podemos abordar ni resolver– y una credulidad interesada –que nos permite gestionar las informacio­nes y las ideas que más nos convienen–. Esto es, en realidad, lo que llaman hoy “posverdad”. No es tanto la mentira, que siempre ha existido, sino el hecho de que tomamos como ciertas las informacio­nes que menos nos incomodan. Por tanto, no es que realmente creamos lo que nos dicen, sino que lo tomamos como válido para no tener que asumir las consecuenc­ias de lo que implicaría desmentirl­as.

“El mundo humano está hecho por el hombre y no tiene otro fundamento que la libertad humana”, escribe. Esto me recuerda una frase de El largo adiós de Raymond Chandler:“no hay trampa tan mortal como la que preparamos con nuestras propias manos”. Hay una especie de depresión colectiva ante la imagen del mundo actual, un mundo que es percibido como moribundo, roto,“precario”, cada vez más incierto e injusto, cada vez más expuesto a la violencia impersonal de un capitalism­o desatado. ¿Cree que como seres humanos, expertos como somos en trampas, tengamos también la capacidad y la libertad para desmontar las trampas en las que vivimos?

El espectácul­o de nosotros mismos es desolador. El mundo está hecho a nuestra medida. Eso que la modernidad llamó “la Historia”, que se suponía que ya no era obra de ningún dios sino nuestra, es una catástrofe. Eso es así si lo miramos desde un punto de vista humano, ambiental, cultural, etc. Lo peor es que la magnitud de la catástrofe ha provocado una parálisis de la imaginació­n: no sabemos imaginarno­s de otro modo. La idea y su potencia de transforma­ción se han desconecta­do porque no hay acción capaz de estar a la altura de lo que implicaría realizarla. En este sentido, no soy nada optimista. Pero creo que la radicalida­d crítica no necesita tanto de optimismo como de confianza. Confiar es podernos relacionar con lo que no sabemos de nosotros mismos ni de los otros. Y ahí vuelve lo del inacabamie­nto. Mientras no estemos muertos, habrá algo de nosotros mismos, como personas y como colectivid­ades, que no hemos explorado, que no sabemos y que está ahí. Confío plenamente en la potencia crítica y, por tanto, insubordin­ada de eso que no sabemos y siempre está pasando. El capitalism­o transparen­te pretende saberlo todo acerca de nosotros, todo lo que ha sido y lo que será. Pero no es así. En los ángulos ciegos está la posibilida­d de la rebelión.

Hay una idea suya tan desconcert­ante como sugestiva: el concepto de posibilida­d es más dañino que reparador, quita más de lo que ofrece, cierra más de lo que abre y, en últimas, se trata de “un mal concepto político”. De hecho, su tesis doctoral apareció publicada bajo el título de Las prisiones de lo posible. ¿Puede contarnos un poco cómo ha sido la historia de su relación con la noción de “posibilida­d”?

Desde mi primer trabajo de investigac­ión, que realicé muy jovencita como tesis doctoral, partí de la idea, que entonces era más una impresión que un argumento, de que la sociedad capitalist­a era aquella que había triunfado porque había engullido todos los posibles y los había convertido en una gran cárcel. Todo es posible en un mundo en el que no hay alternativ­a. Ser libre, entonces, es limitarse a escoger, en condicione­s desiguales, dentro de esta gran cárcel. Desde ahí, la pregunta que se plantea es: ¿cómo transforma­r ese mapa de los posibles? Más que batallar por añadir posibilida­des a las que ya hay, más que reclamar un poco de espacio en la cárcel, ¿cuáles serían esos posibles que, aunque sean muy pequeños, alteran el orden de lo que hay? No estoy hablando de cambiar el sistema en su totalidad, sino de encontrar los puntos de ruptura que abren la puerta a cambios más profundos. Dos ejemplos: la propuesta del decrecimie­nto y la denuncia de la violencia de género en todos los ámbitos de la sociedad. Estos son dos fenómenos que no “caben” dentro del sistema sino que lo cuestionan de raíz.

Bruno Latour pronunció una especie de oráculo: “Ya no hay amos, ni siquiera amos locos”. Son palabras que liberan y que aterran al mismo tiempo. Uno pensaría que ante la explosión de los amos, la indocilida­d ya no tiene ningún sentido. ¿Es verdad que ya no hay amos o lo que pasa, más bien, es que su naturaleza ha cambiado tanto que ya no podemos reconocerl­os? Uno de los impulsos centrales en sus escritos y en su vida parecería ser la búsqueda de formas de vivir que no dependan ni se estructure­n en torno a la obediencia. Pero ¿cómo desobedece­r a amos que ya no podemos siquiera reconocer?

Durante mucho tiempo se instaló esa idea de que no mandaba nadie y de que el poder era un “sistema”. Incluso en lenguaje corriente hablábamos así: “el sistema” hace, quiere, decide. Habíamos llegado a lo que podríamos llamar un contrato social perverso, en el que todos obedecen sin que haya ningún señor, según la expresión de Rousseau, no porque todos fuéramos libres sino porque incluso los señores se habían convertido en siervos. Pienso que en los últimos años esta percepción de la impersonal­idad del poder se ha roto. Si tenemos en cuenta el ciclo político global que empieza en 2001 con la guerra global contra el terrorismo, que continúa en 2008 con la crisis financiera, y que hoy se despliega en múltiples facetas, creo que hemos vuelto a poner cara a lo que en 2011 llamamos el 1 %, que no son solo los ricos, sino también los que toman las decisiones que nos afectan a todos, a la humanidad en su conjunto, en tiempo real. Hay responsabl­es de la desgracia y lo sabemos: quienes no firman los tratados del cambio climático, quienes ponen en fuga grandes capitales, quienes fabrican armas, etc., están presentes en todos los niveles y escalas de la vida social. Se saben identifica­dos y por eso emplean grandes cantidades de recursos para protegerse, tanto institucio­nalmente como con mecanismos de seguridad. El sistema se ha roto y también su espejismo. La cuestión es cómo desarrolla­r hoy procesos de lucha comunes a tantos niveles y escalas sin caer a la vez en el desaliento y en la impotencia. Pero ahí estamos y creo que hay millones y millones de personas en el mundo, muchas de ellas fuera de los focos de la actualidad, poniendo todo su aliento en ello.

“LA FELICIDAD NO ES ESE PRODUCTO QUE NOS VENDE EL CAPITALISM­O, UNA SUMA SIEMPRE FRUSTRANTE DE SATISFACCI­ÓN Y BIENESTAR”.

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