Contra el autoritarismo
Hay quienes se incomodan porque el colectivo Pussy Riot se haya transformado en un icono cultural, o incluso en una “mercancía cultural comercializable”, pero es difícil cuestionar la valentía que demanda rebelarse a dos instituciones tan poderosas en Rus
En febrero de 2012, las integrantes de Pussy Riot decidieron irrumpir en la Catedral de Cristo Salvador de Moscú, la más alta e imponente del mundo ortodoxo, situada en el corazón de Moscú. Allí, interpretaron lo que ellas mismas denominaron una “plegaria punk” que titularon “Virgen María, llévate a Putin”. En ella le rogaron a la Virgen María que se tornara feminista, denunciaron la alianza entre los grandes patriarcas de la Iglesia ortodoxa y Putin, a quien no bajaron de “dictador podrido” y “santo patrón, jefe de la KGB”. La interpretación les valió dos años de cárcel a dos de las integrantes, pero también un nivel de figuración y visibilidad internacional que se mantiene hasta hoy y que las ha consolidado como iconos de la resistencia al régimen ruso.
Marat Guelman, curador de la exhibición Art Riot: Post-soviet Actionism de la Galería Saatchi en Londres (exhibición que estuvo en sus salas hasta hace apenas una semana), define el impacto del performance de Pussy Riot como pura y física oposición: “Ellas crearon una imagen de Putin que es opuesta a la imagen de ellas mismas. Putin es un hombre, ellas son mujeres. Putin es viejo, ellas son jóvenes. Putin es gris, ellas son coloridas. Putin está en el Kremlin, ellas están en prisión”.
Es justamente el lugar en el que coinciden aquellos que han observado el fenómeno internacional donde se ha constituido Pussy Riot: su objetivo es la oposición y la resistencia. A pesar de que algunos se sienten incómodos con el icono cultural en el que se ha transformado el grupo y con su conversión en lo que alguien denominó una “mercancía cultural comercializable”, lo cierto es que es difícil cuestionar la valentía que demanda rebelarse con tan pocos matices y simultáneamente frente a dos instituciones tan poderosas en la sociedad rusa simultáneamente: la Iglesia ortodoxa y Putin. Nadezhda Tolokónnikova (o Nadya Tolokno, como se le conoce popularmente), probablemente la integrante más visible del grupo, se defiende frente a este ataque con un argumento contundente: “Uno no hace protesta política buscando ser marginal, uno hace protesta política para ser escuchado”. Así que haberse convertido en “mercancía comercializable” no es para ellas un problema, es la demostración más clara de que cumplieron con su objetivo.
Parte de lo que Pussy Riot puso sobre la mesa en la discusión respecto a las formas en las que se articula la oposición política en escenarios de abierto autoritarismo y represión, como es el caso ruso, tiene que ver con el nivel de eficiencia y con el impacto que el tipo particular de resistencia que ellas proponen tiene sobre dichos autoritarismos. En otras palabras, ¿qué tanto contribuye ese tipo de oposición, transgresora y poco tradicional, a debilitar el autoritarismo que clara y explícitamente intenta combatir?
Alrededor de esa pregunta hay argumentos interesantes que pueden dar luces sobre los lugares más vulnerables del autoritarismo, en la mayoría de sus formas. El primero y más obvio es que el arte y la cultura son mecanismos de resistencia y oposición que prometen mucho más que las formas de oposición política de los partidos o de los movimientos sociales. Para empezar, este es definitivamente el caso, en la medida en que un régimen político autoritario siempre le cierra primero el espacio de participación política justamente a estos actores. Y en tanto ellos requieren organización, formas de comunicación con sus bases y espacio para el activismo, son mucho más fáciles de desarticular a través de la represión estatal que un grupo de seis mujeres encapuchadas y vestidas con colores neón que deciden protestar un día cualquiera en el atrio de una iglesia. Pero además, la música y otras expresiones de esta naturaleza tienen la capacidad de impactar con más fuerza las emociones, y de esta forma poseen la habilidad de hablarle al corazón (y no necesariamente al intelecto) de una sociedad oprimida por un régimen autoritario.
Por supuesto aquí emerge un debate eterno sobre la relación entre arte y política. Muchos quisieran una versión del arte impoluta, aséptica, y rechazan con contundencia la idea de que el arte sea un mecanismo, una herramienta para hacer política, así el fin que se persiga sea el más loable de todos. Y en esta discusión la posición de Pussy Riot ha sido firme y sin ambigüedades: lo de ellas es activismo político antes que cualquier otra cosa. En un foro organizado por la Escuela de Gobierno de Harvard en septiembre de 2014 fueron absolutamente claras: “El propósito más importante a la hora de formar el grupo fue protestar contra Putin”. Y añadieron que juegan con la ambigüedad entre ser activistas políticas y artistas solo cuando tienen que lidiar con las autoridades rusas, porque si quieren evitar problemas, es mejor decir que se dedican al arte de producir música.
Hay quienes se cuestionan sobre si la transgresión como la practica Pussy Riot no termina polarizando y, de esta forma, quitándole espacio a la lucha social contra el autoritarismo. La literatura sobre movimientos sociales ha explorado el shock, la rabia y en general la transgresión como mecanismos para despertar a los ciudadanos y activarlos políticamente a favor de una causa particular. El asunto tiene que ver con la necesidad de capturar las emociones de sociedades que se adormecen bajo el embrujo del autoritarismo: la transgresión en todas sus formas es un catalizador del hastío y del cansancio con un estado particular de las cosas, y aunque puede polarizar, también contribuye a sacudir. Pussy Riot tuvo eso claro incluso cuando escogió el nombre del grupo, cuando optó por la Catedral de Cristo Salvador como escenario para su performance, cuando escogió los pasamontañas (las balaclavas, que hoy en día son su símbolo) de colores fulgurantes, cuando escribió las letras de sus canciones. Nada allí es sutil ni moderado, todo está pensado para despertar a los somnolientos rusos de un solo sacudón.
En el mismo foro celebrado en Harvard, la moderadora les preguntó si no pensaban que ese tipo de estrategia pudiese terminar alienando a un sector importante de la sociedad rusa, el de los creyentes, que eventualmente podría contribuir con la causa política de debilitar el régimen de Putin. La pregunta, si uno revisa la relación entre la Iglesia ortodoxa rusa y el régimen político, es algo ingenua. Allí ha habido una relación de simbiosis que ha contribuido a que la misma Iglesia haya terminado por convertirse en un mecanismo de control y de manipulación de la sociedad a favor del gobierno. Sin embargo, Tolokónnikova entiende que si hay una institución hábil a la hora de manejar las emociones de los creyentes es la Iglesia misma, y por eso decide articular un argumento interesante que evita que el grupo quede catalogado como practicante de la animosidad y el odio religioso. Ella sugiere que, de alguna forma, el performance en la Catedral fue un uno de las más conservadores de Pussy Riot: “Queríamos quitarle la cristiandad a la Iglesia oficial y dársela de vuelta a Jesús”.
Sergei Prozorov ha definido esta forma de protesta, en los términos de Giorgio Agamben, como un modo profanación. No se trata entonces de una parodia dedicada a la blasfemia, cuyo objetivo clave y más sobresaliente son los rituales religiosos. No es sarcasmo ni es ironía, el objetivo no es burlarse de los creyentes. La profanación, al contrario, intenta recuperar la fuerza performativa de la oración y busca quitársela a las convenciones y los rituales oficiales de la Iglesia. Es una forma de humanización de la oración como rito religioso. Por eso, la canción es definida como una “plegaria punk”: su rebelión no es contra la religión como conjunto de creencias ni contra la sociedad que las profesa; su rebelión es contra la institución eclesial como mecanismo de control y contra la alianza perversa que mantiene con el régimen autoritario. Por eso, en las cartas escritas desde la prisión que recoge el libro Desorden púbico, Tolokónnikova se disculpa una y otra vez frente a los creyentes y dice en varias ocasiones que jamás tuvieron la intención de ofender a nadie.
Aunque el debate sobre la efectividad de estas formas de resistencia sigue abierto, es indiscutible que Pussy Riot cambió radicalmente la forma de protestar políticamente en Rusia. “La movilización de la sexualidad”, como muchos la han denominado, ha puesto sobre el tapete –particularmente en el caso de los movimientos de mujeres– la posibilidad de apropiarse del lenguaje, la corporalidad y el imaginario sexual, y hacer de ellos un mecanismo de protesta. Así, Emily Channell ha estudiado el sextremism o la rebelión de la sexualidad femenina en contra del patriarcado a través de actos políticos extremos y directos en el caso de Pussy Riot y de FEMEN, un grupo de mujeres que ha decidido protestar en topless en contra del turismo sexual y, en general, de formas patriarcales de hacer política.
Para este tipo de protesta, la sexualidad femenina no es un asunto a proteger ni a esconder. Al contrario: los cuerpos femeninos son en sí mismos una manifestación de resistencia, su exposición abierta y sin tapujos busca llamar la atención, levantar la voz a favor de una causa y hacerlo dejando de lado los tabúes sobre la desnudez del cuerpo femenino. La narrativa de FEMEN, en este sentido, es cautivadora: “Al comienzo estaba el cuerpo, la sensación del cuerpo de la mujer, la sensación de disfrute porque era ligero y libre. Después llega la injusticia, tan afilada que la puedes sentir en tu propio cuerpo, inmoviliza el cuerpo, dificulta sus movimientos, y luego te encuentras rehén de tu propio cuerpo. Así que le das la vuelta y lo enfrentas a la injusticia, movilizas cada célula de tu cuerpo para combatir el patriarcado y la humillación (…). Nuestra misión es protestar, nuestras armas son los pechos desnudos”.
Arte conceptual, activismo político, anarquismo, feminismo y secularismo son todos ismos que se mezclan en la propuesta que hizo Pussy Riot en 2012. Para su gobierno, se trató de una muestra de hooliganism (la traducción vaga en español sería generación de desorden público o vandalismo) motivada por el odio religioso, castigable con dos años de cárcel. Pero, haciendo uso de lo que James Scott denomina las armas de los débiles (weapons of the weak), las Pussy Riot se las arreglaron para banalizar su castigo: la cárcel como forma de disciplinamiento del Estado autoritario. Las imágenes de Tolokónnikova detrás de los barrotes sonriendo, haciendo pistola o poniendo sus dos dedos índices a lado y lado de su cabeza en forma de cachos de demonio, le dieron la vuelta al mundo y le quitaron al régimen una parte importante de su principal herramienta para la represión: el miedo. Si desde la cárcel las Pussy Riot podían seguir burlando el sistema, la resistencia había llegado para quedarse.
Si desde la cárcel las Pussy Riot podían seguir burlando el sistema, la resistencia había llegado para quedarse.