Arcadia

Otra tierra

- Por Andrea Mejía

El 31 de diciembre seguía trabajando en algo que me tenía abatida. Me había costado mucho esfuerzo y me parecía bastante malo. Estaba llena de dudas. Voy a dedicarme a corregir cosas viejas porque por ahora no veo venir nada nuevo, le escribí por correo a un amigo. Nadie ve venir algo nuevo un 31 de diciembre, me respondió él. Me pareció muy cierto.

Además ahora estás de viaje, tranquila, me dijo también.

Estaba camino al salar de Uyuni, al sur de Bolivia, el desierto de sal más grande de la Tierra. Pasé los primeros días del año llegando hasta ahí desde Puno, en Perú. Una vez en el salar, una de las excursione­s era para ir a ver salir el sol en medio del desierto. La noche anterior dormí poco y mal. He venido hasta aquí y no podré decir nada, pensaba. No podré decir nada porque me cuesta mucho decir las cosas. Para venir aquí tenía que haber estado más despejada. Cuando sonó el despertado­r llevaba horas despierta. A la madrugada me adentré en el desierto en un bus con dos japoneses silencioso­s. Iban cubiertos con mantas. Recorrimos varios kilómetros bajo la luna. No había más vida alrededor que la que llevábamos dentro, e incluso esa vida endeble parecía extinta. Nos bajamos del bus, somnolient­os. Afuera hacía mucho frío. Durante un tiempo largo todo estuvo envuelto en la penumbra; solo la luna se reflejaba en los charcos que se formaban sobre el suelo de sal. Se veían pocas estrellas. Cuando empezó a clarear, las nubes grises que rodeaban el salar se iluminaron con un rosado pálido. No había nada, ni un pueblo, ni una carretera, ni una sola casa. Nada que rompiera el vacío del desierto. Las huellas de las camionetas que recorrían el salar durante el día se ennegrecie­ron sobre la tierra blanca. Cada cambio en los colores del cielo se reflejaba en el espejo de sal sin bordes, cubierto de una capa fina de agua helada. El amanecer tomó su tiempo, quizá una hora o un poco menos, pero una vez la bola de sol se asomó detrás de las montañas, un incendio rápido consumió los colores del cielo. Los pies se me helaban dentro de las botas blancas de caucho. Me dolían los dedos de las manos. Debíamos

estar cerca de los cero grados. Todo estaba quieto, aun las nubes y el sol subiendo por el este. No había rastro de los japoneses. Sin darme cuenta me había alejado mucho, pero ellos seguían ahí, de pie junto al bus, con sus gorros negros, sus chaquetas de colores metálicos que ahora brillaban bajo el sol. Todo se veía duplicado en el espejo de sal. Volvimos al hotel a desayunar. Si no tenía nada que decir, no diría nada. Estaba bien.

¿Qué es lo que hemos olvidado, perdido, y qué rastro hemos dejado? El tiempo corre del presente al pasado. En este viaje todo ha ido quedando atrás: las alpacas con sus lomos cubiertos de nieve en los pasos más altos de la cordillera, la pobreza interminab­le de nuestras ciudades, el cruce de la frontera, los puestos del mercado vacíos cubiertos con lonas azules agitadas por el viento, los techos de lata rutilantes bajo el sol, las piedras, el polvo, las estrellas. Las cosas se suceden, unas detrás de otras, tal y como son. Se consumen en la fuerza de su presencia. También los sonidos. No hay mucho más que decir; porque es simple, aunque el corazón se llene de lágrimas.

Unos días después tomé un avión de vuelta desde Uyuni a La Paz. Hice el viaje al aeropuerto con un conductor de la región que me había llevado pacienteme­nte a todas partes. Habíamos conversado durante los largos trayectos por el desierto; él con sus gafas de sol, siguiendo rutas inexistent­es, hablándome con su dulce acento quechua. Pero ahora íbamos en silencio por una carretera de asfalto. Había algo misterioso y consolador en ese silencio. La hierba amarilla se extendía a ambos lados de la carretera. El salar, como lo vi por última vez desde la ventana del copiloto, era una línea blanca sobre el horizonte. Más allá estaban las montañas, y más allá, el cielo.

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