Tumba techo
La carta que Mechtild Rössler, directora del Centro de Patrimonio de la Unesco, le envió a Mariana Garcés, directora del Ministerio de Cultura, y en la cual se amenaza con retirarle a Cartagena su título de ciudad patrimonio de la humanidad, debería servirnos para algo más que una caza de brujas.
Sin duda que quienes autorizaron la construcción de seis torres de treinta y dos pisos en las inmediaciones del castillo de San Felipe deben ser investigados y, si es el caso, sancionados de una manera ejemplar. Pero tan o más importante que ese proceso, ya en manos de una jueza cartagenera, es preguntarnos si los curadores urbanos están cumpliendo con la misión que les fuera encomendada.
Desde 1995, cuando empezaron a funcionar, las curadurías urbanas han sido una fuente constante de dolores de cabeza. Se podría decir que ninguno de los aproximadamente cuatrocientos funcionarios nombrados para el cargo ha salido bien librado y que a casi todos, de una u otra forma, se les han señalado conflictos de intereses y/o acusado de corrupción.
Tengo claro que, si bien muchos de los señalamientos son peregrinos, la gente los hace porque existe un caos pasmoso, no solo entre el público sino entre el gobierno y el mismo gremio de curadores, respecto a cuáles son las funciones que se deben cumplir en el oficio. Un ejemplo: en la página web del Colegio Nacional de Curadores se especifica, con terminante mayúscula, que ellos NO verifican “la contravención a las normas de uso del suelo”. Sin embargo, si uno acude al Decreto 1469 de 2010, que reglamenta el procedimiento de otorgar licencias, descubre que ya en el título I se establece que “la expedición de la licencia urbanística implica la autorización específica sobre uso y aprovechamiento del suelo”. En tal sentido, ¿cómo es posible que haya una contradicción tan flagrante entre lo que ordenan las leyes y lo que creen que deben hacer los curadores?
Esta circunstancia, ligada a la inexistencia de un plan de ordenamiento territorial digno de ese nombre en la mayoría de las ciudades del país, fomenta que los aspirantes a curadores sean, antes que buenos arquitectos o ingenieros, personas capaces de reunir un sólido equipo jurídico. Como las normas son tan difusas, y como su vaguedad permite un amplio rango de interpretación, los curadores se concentran no en hacer cumplir la ley, sino en no violar la ley. La distinción, que puede parecer un silogismo jesuita, significa tan solo que ellos supervisan la conformidad con unos tecnicismos legales, pero cierran los ojos frente a la calidad del espacio público. Por eso, Ronald Llamas, el responsable de este desaguisado, insiste en que todos sus actos han sido ajustados a derecho. En su opinión, la inconveniencia de levantar una muralla de cemento a doscientos metros de una joya patrimonial o el deterioro estético del paisaje cartagenero son asuntos que ni siquiera deberían ser planteados. Simplemente no forman parte de su trabajo.
Conviene señalar que la ausencia de unas normas claras y de unos planes de ordenamiento territorial serios son culpa directa del Estado colombiano, que desde el 95 viene aplazando esa obligación constitucional; con todo, no es menos cierto que el gremio de los constructores tampoco ha contribuido a materializar esa necesidad. Basta oír las declaraciones de Sandra Forero, actual presidenta de Camacol, para entender que en este y en todos los casos solo les interesa la confianza inversionista, sin importar lo deletéreo de sus efectos.
Ahora bien, lo anterior está lejos de ser el único problema. Cuando se solicita una licencia de construcción, es necesario pagar un costo fijo, que debe ser cancelado al momento de radicar la solicitud, y un costo variable, que se genera con la aprobación del proyecto y que debe estar a paz y salvo antes de recibir la correspondiente licencia.
Lo que rara vez explican los curadores es que el segundo cargo está en directa relación con el área construida. Así, entre más grande sea la obra, más dinero ganan, lo cual constituye un incentivo perverso para la aprobación de megaproyectos y para volarse, hasta donde sea posible, los topes de altura. ¿Quién querría aprobar edificios de seis plantas pudiendo forrarse con multifamiliares del tipo Aquarela?
A la jueza Haisary Castaño le corresponderá, pues, fallar un caso complejo y para el cual existen antecedentes similares en Valparaíso y Estambul. Sea cual sea el sentido de su veredicto, a mí me gustaría que, no siendo posible reformar por el momento las curadurías, su dictamen esclareciera ciertos puntos turbios –¿alguien sabe por qué, si las torres son viviendas de interés social, hay proyectado un helipuerto en una de ellas?– y de paso le pusiera freno a una costumbre que ha hecho carrera gracias a la interesada apatía de nuestras autoridades.
Cuando uno aprende italiano, tarde o temprano se encuentra con la expresión condono edilizio. Así llaman a un enrevesado sistema legislativo, renovado año tras año, que perdona las obras arquitectónicas ilegales, siempre y cuando el infractor se presente ante un juez y demuestre contrizione del cuore. El fallo de la jueza cartagenera nos aclarará precisamente eso: si, como dice el dicho, pedir perdón es muchísimo mejor que pedir permiso.