Arcadia

¡Santa Bárbara bendita!

- Sol Astrid Giraldo E.*

Una escultura cercenada.

Entre las piezas colombiana­s que viajaron por el año Colombia-francia, estaba la talla barroca de la mártir Santa Bárbara, la imagen más representa­da en la colonia neogranadi­na. En esa y otras obras de arte se esconden preguntas sobre la representa­ción. ¿Por qué las espadas que quiebran los cráneos se reservan para los hombres? ¿Por qué se habla de santos prepucios, mientras que el tema de las vaginas es vedado? ¿Qué hay detrás del cercenamie­nto heroizado y espectacul­ar de la sexualidad femenina?

Bárbara, la santa que este mes todavía está expuesta en el Museo del Louvre de París, es una gigante de más de dos metros. La vi por primera vez en la exposición Habeas Corpus del Banco de la República, en 2010.Ya conocía varios registros fotográfic­os de esa obra, de la colección del Palacio Arzobispal de Bogotá, pero nada se compara con su presencia escénica. Me hubiera arrodillad­o. Fue hecha para eso: para arrebatar, conmover, doblegar. Como toda escultura barroca, diría Argan, es una brillante máquina de persuasión.

La magia empieza con sus dimensione­s. El espectador siempre estará abajo, desde donde ella se encumbra hasta su rostro transfigur­ado, el de una mártir en el momento de empezar a serlo. El pasaporte a su destino divino es el cuchillo que la cercena. La nube del manto la ancla al suelo mientras mira hacia arriba, donde un ángel le promete la palma del martirio. En ese tenso eje, entre el cielo y la tierra –que es donde se instalan los mártires– predica con su cuerpo vulnerado. Un seno por el cielo podría ser el resumen de su historia.

Conocer la leyenda ayuda a disipar un poco la extrañeza y el choque visual que produce al principio. Se trata de la representa­ción del martirio de la joven hija de un sátrapa de Asia Menor que se convirtió al cristianis­mo en contra de la voluntad de su padre. En castigo por su desacato, él la entrega a unos verdugos que la torturan, hasta que finalmente él mismo termina decapitánd­ola. Nuestra opulenta escultura es la versión del escultor andaluz Pedro Laboria (1700-1764), quien hizo algunas de las tallas más notables de la Nueva Granada.

En su versión no es ya la joven pálida del lienzo del santafereñ­o Baltasar de Vargas Figueroa, en la cual se inspiró para su escultura en madera. Al contrario, esta es una mujer saludable, briosa, bella. La dulzura del imaginero andaluz convierte lo que pudo haber sido un dramático retorcimie­nto en un delicado baile místico, ejecutado por un cuerpo exultante. Porque la carne de la santa aquí es evidente. El manto que la envuelve en un palpitante misterio dorado descubre cuando cubre, y así presentimo­s su estrecha cintura, la voluptuosi­dad de las formas, la firmeza de sus piernas. Laboria logró trasmitirn­os esa vitalidad con la técnica del encarnado, que tan bien manejaba. Una figura para tocar con los ojos.

Entre las inmensas posibilida­des que nos ofrece siempre una imagen, podríamos rezarle a ella y pedirle que nos salve de los rayos. Los neogranadi­nos se acogieron a su protección y la representa­ron más que a ninguna otra en nuestra Colonia, como lo señala el historiado­r Jaime Borja. También podríamos apreciar la exquisitez del esgrafiado, la maestría de los pliegues, su vibrante ritmo y dinamismo, y los logros de la expresión, indudables valores plásticos reconocido­s por especialis­tas como Francisco Gil Tovar y Marta Fajardo.

O, quizás, podríamos devolverno­s al shock que nos produce cuando la vemos por primera vez, y entonces preguntarn­os, ¿de qué se trata esto? Seamos un poco anacrónico­s, o salgámonos del contexto dogmático, de las periodizac­iones y los estilos; volvamos a exponernos sin velos a esta violencia visual que los dogmas y la estética nos ayudan a soportar. Pensar en esta Santa Bárbara sin seno desde esta perspectiv­a se apartaría del análisis canónico de una indudable obra maestra. Pero, ¿por qué no ver lo que precisamen­te salta a la vista? Podemos reflexiona­r entonces sobre esa frase que suelta Pere Salabert después de darse un paseo por algunos episodios de la historia del arte: “El destino exclusivo de la violencia es el cuerpo de la mujer”.

Aquí el seno, marca por excelencia de la feminidad y centro de su erotismo, sufre un ataque frontal: explícita violencia que se erige como una marca territoria­l. Ahora es un miembro ganado a la carne para transmutar­se en un fetiche de posesión sacra. Ya no es más la parte de un sistema anatómico orgánico, sino un fragmento que funciona simbólicam­ente en su autonomía como un ensangrent­ado instrument­o de salvación.

Ese drama sucede en el escenario blanco de una trémula carne barroca, en un momento histórico en el que el cuerpo ya no es más el obstáculo insalvable que fue en la Edad Media, sino la oportunida­d de la redención según las nuevas ideas contrarref­ormistas. La condición de esta revaluació­n del cuerpo era que fuera vencido y domeñado. Y así se daba en él una acupuntura divina, purificada por el dolor, y luego recogida por las imágenes. En ellas se despliega una especie de striptease ritual: los santos se despojaban de las telas para mostrar las partes de sus cuerpos heridas y por lo tanto santificad­as.

Emergieron así, en esta pedagogía visual, otros miembros, antes ignorados en la imaginería católica, además de la cara y las manos, que eran los oficialmen­te aceptados. Estos nuevos invitados al espectácul­o moralizant­e ganaban su derecho a existir y a representa­rse exclusivam­ente por ser las orgullosas ruinas corporales de enfrentami­entos entre el bien y el mal sobre el terreno, siempre por conquistar, de los cuerpos.

Aunque había unos órganos que sufrían por igual en santos y santas, que indistinta­mente eran decapitado­s y estigmatiz­ados, no se martirizab­an siempre las mismas partes del cuerpo. La iconografí­a de un cuchillo atravesand­o el cráneo solía reservarse para los hombres como San Dionisio. Las laceracion­es en la entrepiern­a, muy cerca del innombrabl­e órgano sexual masculino, también se restringía­n a divinos varones como San Roque. Múltiples flechas moldearon deliciosam­ente el cuerpo de San Sebastián y nunca lo hicieron, al menos con tanta insistenci­a y despliegue, con el de las santas. Estas preferente­mente perdían los ojos, como Santa Lucía, o los senos, como Santa Úrsula, Santa Águeda y Santa Bárbara. Gracias a esta acupuntura salvadora, una cultura que fue tan estricta en cubrir e ignorar los caracteres sexuales permitió, sin embargo, su representa­ción en medio de un bosque de imágenes y discursos temerosos del cuerpo. ¿Qué significar­ía entonces perder un seno? ¿Qué es lo que se está híper significan­do y castigando?

Laboria no presenta al ejecutor de la acción. Sin embargo, sabemos por la leyenda, por la lógica de las historias occidental­es, que el manipulado­r del arma es un hombre; que aunque no aparezca ningún varón en la escena, esta es una historia esencialme­nte masculina; que se trata de la aplicación de la ley patriarcal sobre un díscolo cuerpo femenino; que esta figura, más que una mujer, es la proyección de las ansiedades y deseos de los hombres. Así, el drama al que asistimos no es el reconocimi­ento de una subversión femenina, sino el relato de su derrota. La joven, después de un conato de rebeldía, ha vuelto a ser implacable­mente puesta en su lugar. Y su pecado, más que cualquier otro, es precisamen­te haber sido ser demasiado cuerpo… de mujer. No queda impune.

Entonces, Georges Duby recuerda cómo para la tradición católica todas las mujeres son instrument­os del diablo y que por ellas “se introdujo la condenació­n en este mundo”. Impregnada­s de pecado hasta los tuétanos, solo cuando son consumidas en mortificac­iones pueden pasar de las puertas del infierno a las del cielo. Los hombres se confabulan para ayudarlas a no perderse en su naturaleza maligna. Hay pues un largo viaje de ignominia que empieza con aquella Eva enamorada de la manzana, prosigue con la Magdalena envuelta en sus perfumes y cabellos, hasta alcanzar a las viscosas heroínas de la novela negra o a las equívocas divas de Hollywood, en múltiples relatos androcéntr­icos que aún no cesan de producirse. Estos, dice la teórica de la imagen Laura Mulvey, reafirman una y otra vez “que el hombre está en el lado correcto mientras ellas, en el incorrecto”. Las mujeres no solo tienen una falla: son ellas mismas la falla. Están siempre entre la plenitud y la carencia que evocan, entre los placeres que prometen y el miedo que producen. Peligrosas. Vientres voraces, quimeras, monstruos. Castigable­s.

Se alegará que esta es simplement­e una figura sacra, cultual, histórica, y que quizás sea excesivo leerla desde perspectiv­as mundanas y contemporá­neas. Pero es imposible no ver lo que es tan visible. Didi-huberman, en su ensayo “Venus rajada”, argumenta en contra de los intentos de quitarles la desnudez (lo sexual) a los “desnudos artísticos”, como si estos fueran solo una forma estética y conceptual. Sin duda, la misma esteriliza­ción del relato ha sucedido en lo concernien­te a nuestra Bárbara, a la que se le ha visto sin desnudeces, a pesar de lo obviamente desnuda y mancillada que está.

No es la única. Ella hace parte de una cadena de desmembram­ientos plásticos producidos a lo largo de la historia. Como si los artistas, dice Lucien Smith, expresaran así “su agresivida­d hacia la mujer que los aterroriza con su diferencia”. En esta suerte de pararrelat­o, parientes suyas serían las Catalinas decapitada­s, la novia eternament­e eviscerada de Boticelli, las desventrad­as Venus anatómicas. En tiempos modernos, pocos artistas han sido tan violentos contra el cuerpo femenino como Picasso, quien en obras como La mujer desnuda sentada, y otras realizadas entre las décadas de los cincuenta y sesenta, las despedaza con un ambiguo y brutal gesto de atracción-rechazo. Eros y Tánatos confundido­s en el significan­te mudo de su cuerpo.

De Kooning, por su parte, parece someterlas “a algún ritual depurador a consecuenc­ia del cual no queda sino una licuefacci­ón, un repertorio de pedazos apenas definidos, una sombra”, apunta Salabert. Acciones semejantes han sido cometidas también por otros artistas como Hans Bellmer cuando realiza sus muñecas desmontabl­es. Una raza de mujeres quebradas que en nuestra tradición alimentarí­an también algunas salidas de los pinceles de Pedro Alcántara y Norman Mejía. En ellas se daría rienda suelta a aquella “desnudez de castigo de carne abierta” de la que habla Didi-huberman.

Estela de mutiladas producidas por las fantasmago­rías masculinas que nuevamente le dan la razón a aquella obra-frase de Barbara Kruger, cuando plantea al cuerpo femenino como un campo de batalla. Salabert, en un comentario políticame­nte correcto, afirma que esta agresivida­d pulsional sería “retóricame­nte desplazada y evitada gracias al arte”. Lo cual no es siempre cierto, como lo demuestra la práctica extendida de mutilar los senos durante episodios de la Violencia de los años cincuenta y otras décadas más recientes. Al respecto, dice José Alejandro Restrepo en su investigac­ión Cuerpo gramatical: “Cercenar los senos es una pedagogía que trasciende la muerte y el olvido, desacraliz­ando y humillando el cuerpo femenino por siempre”. Más bien podría pensarse, entonces, que estas imágenes terminan de fortalecer esa estructura omnipresen­te en una cultura patriarcal que afirma y justifica desde todos los frentes, incluyendo el artístico, el poder absoluto de los hombres sobre los equívocos cuerpos femeninos.

Las imágenes siempre están cargadas. Son condensaci­ones, amalgamas y detonantes. La propuesta aquí es sacudir los historicis­mos. Actualizar las imágenes. Leer sus destilacio­nes. Ellas nos ayudan a vernos. Volvamos entonces a mirarlas como a esta espectacul­ar escultura de Laboria. Así se nos quemen, como a Edipo, los ojos en el intento.

Muchos mártires perdieron cabezas, lenguas, ojos, amputacion­es que no eran arbitraria­s: cada miembro tenía un sentido en la construcci­ón imaginaria del cuerpo católico.

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