Autorretratos salvajes
A propósito del libro Autorretrato disfrazado de artista: arte conceptual y fotografía en Colombia, publicado en diciembre de 2017 por el investigador Santiago Rueda en colaboración con Proyecto Bachué, Arcadia aprovecha la ocasión para explorar las relac
Un libro exposición de Santiago Rueda.
Tradicionalmente, la historia del arte colombiano ha considerado la fotografía como una hermana menor. En las jerarquías más conservadoras, la pintura aparece como madre de todas las cosas, seguida por la escultura, el dibujo, el grabado y, al final de la lista, la fotografía. Hasta hace algunos años, este parecía ser el patrón impuesto por los museos, los coleccionistas, el mercado, las exposiciones y la historiografía del arte en el país. En otros cánones aún más cautelosos, la fotografía es relegada a un papel alterno, segregada del arte mismo, afincada en la técnica y la artesanía; rara vez artística, si acaso con valor testimonial, documental o publicitario, cuando mucho útil para explicar la historia, ojalá en los museos históricos nacionales, lejos del entendimiento de la práctica fotográfica misma como una dimensión del arte.
Otras personas, por lo general situadas en el territorio de la fotografía, han considerado la pintura o la escultura como los últimos estertores de un arte muerto, de un arte decorativo, conservador y burgués, carente de la agudeza necesaria para hablar con alguna propiedad o potencia sobre las miserias del mundo. Estas personas, para apuntalar la actualidad de la fotografía frente a las artes plásticas, suelen oponer el surgimiento reciente del daguerrotipo –ocurrido en 1839– frente a la antigüedad secular de la pintura al óleo; el carácter tecnificado del proceso fotográfico respecto a la cualidad artesanal de la creación plástica. Como si se tratara de sublimar, en una suerte de darwinismo artístico, las posibilidades críticas de la imagen fotográfica por encima de las facultades críticas del arte plástico, equiparando las nociones de rapidez y tecnología con las de civilización y progreso. Estas personas podrían calificar las investigaciones llevadas a cabo en el campo de las artes plásticas como carentes de actualidad, potencia crítica o charming mediático. Para ellos, las artes tradicionales yacen muertas en el enorme cementerio que sería el arte de posguerra.
Hasta hace pocos años, esta parecía ser la percepción social de las relaciones entre arte y fotografía en Colombia: por un lado, el desdén propio del gran hermano artístico hacia la hermanita menor (joven, moderna y alocada), y por el otro, la displicencia de “lo rápido”, “lo último” y “lo directo” de la fotografía, frente a “lo tradicional”, “lo lento” y “lo viejo” de la pintura. A diferencia de las vanguardias europeas de la década de 1920, que situaron la fotografía como eje fundamental de una revolución cultural y pedagógica, la vanguardia moderna colombiana –entronizada por la crítica Marta Traba en la década del cincuenta– era una vanguardia de óleo, lienzo y caballete, en algunos casos de hierro oxidado y madera, a la vieja usanza de la Belle Époque parisina.
En este concierto, el único fotógrafo que orbitó fue Hernán Díaz, quien siempre lo hizo desde una posición relativamente marginal: a pesar de ser parte de la familia política de Ramírez Villamizar, de tener una fuerte poesía visual plenamente moderna, de ser compañero de juergas de esta generación y el fotógrafo del libro Seis artistas contemporáneos colombianos (1963) de Marta Traba, lo cierto es que Díaz no pasaría a la historia como parte sustancial del grupo. En este libro, aunque aparecía en pleno la nómina de pintores modernos mencionados, no figuraba un solo fotógrafo, excepto Díaz, en el papel de retratista de los pintores, no como artista en sí mismo. Sin duda, este sería el canon del arte moderno que llegaría hasta nosotros, un canon exclusivo de pintores; un canon que ayudó a afianzar las divisiones preexistentes entre arte plástico y fotografía; un canon excluyente que dinamitó las posibilidades de un arte más integral, más inclusivo con las distintas disciplinas entonces marginadas frente al mainstream, como la fotografía, la cerámica, el diseño gráfico, el cine experimental o el libro de artista.
Sin embargo, esta división no fue más que una ficción construida a lo largo de la historia. Aunque la institucionalidad del arte colombiano se ha demorado en entender las dinámicas de la fotografía y sus vínculos estrechos con el arte más tradicional, lo cierto es que existe un árbol genealógico semejante entre ambas esferas. En Colombia, entre arte y la fotografía existe una genealogía tan cercana, afín y antigua como la República misma.
FUROR DE LOS SETENTA: LA REVALORACIÓN ARTÍSTICA DE LA FOTOGRAFÍA COLOMBIANA.
El arte de las décadas de 1960 y 1970 puso en entredicho los valores impulsados por el arte moderno precedente. Dentro de los conceptos puestos en discusión por teóricos como Rosalind Krauss o Lucy Lippard se contaban los (hasta entonces) valores supremos de la “originalidad”, la “novedad” y “la objetualidad”. Aunque durante la primera mitad del siglo XX algunos artistas habían desarrollado experimentaciones radicales (Marcel Duchamp, Man Ray, el dadaísmo, el surrealismo), los artistas de los sesenta y setenta llevaron aún más lejos sus posiciones. Ellos ya no necesitaban crear obras únicas a la manera de la nómina trabista, ni siquiera era necesaria la existencia de un objeto, ya no sería forzosa la ubicación del artista en las clasificaciones disciplinares (herméticas, taxonómicas y excluyentes) a la manera de “yo soy pintor”, “yo soy fotógrafo”, “yo soy activista”
o “yo soy poeta”. Para algunos, el mercado se había vuelto innecesario, especialmente para quienes buscaron desmaterializar el objeto artístico o crear un arte para todos, para aquellos que optaron por la reproductibilidad técnica del grabado o la fotografía, o para quienes se decantaron por las intervenciones sobre el paisaje, propias del Land Art.
Nunca más el artista trabajaría para el gusto dominante: el arte debía salir a la calle, cambiar el orden de las cosas, modificar sensibilidades anquilosadas, trastocar los roles de género normalizados. Las clasificaciones tradicionales resultaban demodé: las fronteras entre las disciplinas artísticas debían romperse, la fotografía podría renunciar a la realidad o comprometerse radicalmente con ella; podría no representar nada o solidarizarse con las condiciones de vida y las miserias del mundo. La fotografía podría ser abstracta, expresar un concepto, dar testimonio o registrar acciones efímeras, pero en todo caso sería arte, y el arte había nacido para instalarse como la piel crítica del territorio, para fundirse con la vida.
En Colombia, estos artistas de ruptura contaron, durante varias décadas, con la oposición tácita del mainstream institucional, un sector claramente trabista, entonces administrado desde el Museo Nacional o la Subgerencia Cultural del Banco de la República. Aunque Miguel Ángel Rojas expuso a principios de los ochenta la serie Mogador (1979) –un grupo de fotografías de hombres masturbándose en los baños del Teatro Mogador de Bogotá, tomadas a través de un agujero en los baños–, estas imágenes solo empezaron a ser comercializadas a principios de la década del 2000 gracias a la gestión del fallecido galerista Juan Gallo. Otros fotógrafos de la época que contaron con la misma suerte crítica fueron Jaime Ardila, Camilo Lleras, Luis Fernando Valencia, Juan Camilo Uribe o Jorge Ortiz, entre otros.
Las resistencias de orden institucional solo empezaron a ser modificadas hasta entrado el siglo XXI, cuando ocurrieron varias cosas: por un lado, los defensores acérrimos de los postulados trabistas empezaron a envejecer y a ser relevados por una generación con ideas más abiertas sobre el arte; por el otro, la escena crítica había empezado a transformarse desde principios de los noventa, y por último, las presiones de la academia y los museos del Hemisferio Norte, enfrascados en una competencia por la adquisición y la revaloración del arte de los setenta (por ejemplo, evidente en la disputa comercial por los archivos artísticos y fotográficos latinoamericanos del período, como el de Tucumán Arde, en Argentina), tuvieron repercusiones que se sintieron en la escena colombiana con algún retraso.
AUTORRETRATO DISFRAZADO DE ARTISTA: DE LA COLECCIÓN PRIVADA AL LIBRO.
Una colección de arte no es solo una selección de obras compradas para decorar la casa, ni (en sentido estricto) una inversión para obtener ganancias en algún plazo (o especular), y mucho menos se trata de la acumulación patológica y acrítica de objetos disímiles (como suele contarnos History Channel). Más que nada, coleccionar arte es un proyecto intelectual y político: el coleccionista es una suerte de archivista que reúne las fuentes primarias para la construcción de la historia. Sin colecciones privadas no habrá archivos, museos y bibliotecas, y sin instituciones de la memoria difícilmente habrá libros de historia, planeación pública o justicia. Así no lo parezca, el coleccionismo –esa labor pausada que algunas personas hacen en silencio (y que parece tan lejana del universo cotidiano y repetitivo de las jornadas laborales y de la burocracia)–, es una actividad que responde a una pulsión que no siempre entendemos plenamente; es el insumo prioritario para modificar el futuro.
Por eso resulta muy especial, en un medio como el colombiano –en donde las colecciones privadas escasean, el coleccionismo privado suele ser disperso o poco especializado en un período o una técnica, y las motivaciones para coleccionar no siempre pasan por generar nueva investigación académica– la publicación del libro Autorretrato disfrazado de artista: arte conceptual y fotografía en Colombia en los años setenta, con imágenes de la colección administrada por Proyecto Bachué –una fundación establecida en Bogotá–, y con textos del investigador Santiago Rueda Fajardo.
Proyecto Bachué contaba con una bella colección de fotografía colombiana de los años setenta, reunida a través de múltiples canales, y paralelamente, el investigador Santiago Rueda Fajardo había publicado en 2008, en la revista Ensayos de la Universidad Nacional de Colombia, un artículo sobre fotografía conceptual durante ese mismo período, un texto en el que asimilaba la fotografía como práctica artística. A partir de ahí surgió una interesante colaboración entre un coleccionista privado y un investigador, una colaboración que devino en una exposición homónima llevada a cabo en el Instituto Cervantes de Madrid, en 2015, y que luego rotaría por varias instituciones culturales de Colombia.
Si bien el artículo original escrito por Rueda Fajardo adolecía de revisión, de fuentes primarias y de investigación a partir de las fotografías originales (con su reproducción no a partir de las revistas y periódicos de la época, sino de los archivos fotográficos, cosa que echamos de menos en su primer artículo), la afortunada colaboración con Bachué permitió al investigador llenar este vacío documental y visual de su primer trabajo.
Uno de los avances de esta publicación fue darse cuenta de que los grandes procesos de asimilación entre la práctica fotográfica y la práctica artística ocurrieron mayoritariamente en las regiones, con un gran aporte de Barranquilla, Cartagena o Medellín. Según José Darío Gutiérrez, director de Proyecto Bachué, “en Cali hubo una preocupación por el manejo de la imagen, pero no por su conceptualización –a diferencia de Medellín y Barranquilla–, lo que determinó los eventos de arte contemporáneo ocurridos en estas dos ciudades”. Así mismo, Gutiérrez nos cuenta que su interés no ha sido “coleccionar fotografía, sino ver las imágenes como elemento de expresión, bien sea a partir de los componentes plásticos adicionales que se producen luego de la captura fotográfica –como ocurre con Óscar Muñoz o Miguel Ángel Rojas–, o a partir de una intención conceptual de la imagen misma, como es el caso de Jorge Ortiz; la imagen como narradora de historias y como desafío del artista para expresar su preocupación”.
Este libro constituye un bello esfuerzo para empezar a actualizar la bibliografía alrededor de la historia de la fotografía publicada en el país (que infortunadamente es tan escasa); un esfuerzo que posibilita ampliar los marcos interpretativos que parecían anquilosados desde los años ochenta, que permite empezar a romper una serie de categorías diferenciadoras (a las que veníamos acostumbrándonos frente a la ausencia de investigación). Además, este libro constituye una imagen tangible de cómo lo privado puede colaborar con la academia y con lo público. Por esta senda seguro aflorarán nuevas cartografías.