Arcadia

El fin de la vida real Entrevista con Remedios Zafra.

- Gabriela Bustelo*

Dos mujeres han sido galardonad­as sucesivame­nte con el Premio Anagrama de Ensayo. En 2016, entrevista­mos a Patrícia Soley-beltrán en Madrid. Este año nos trasladamo­s a Sevilla para hablar con Remedios Zafra, escritora, filósofa y profesora universita­ria, sobre su ensayo “El entusiasmo. Precarieda­d y trabajo creativo en la era digital”.

Usted dice que en la era digital la “democratiz­ación creativa” convierte al trabajador cultural en un entusiasta precario. ¿El problema de la cultura occidental no es más bien la (por llamarla de alguna manera) “epidemia de democracia”, que nos convierte a todos en escritores, periodista­s, blogueros o, en definitiva, en opinadores culturales?

En los años noventa, cuando llegaron las redes, una de las palabras que caracteriz­aba el poder cultural de Internet era la “horizontal­ización”, el hecho de que si antes unos pocos producían para muchos, ahora todos podemos tener esa opción. En España, las generacion­es que nos educamos en la transición vimos que podíamos rebasar la expectativ­a de tener que repetir la vida de nuestros padres. La suma de varias generacion­es con expectativ­as creativas ha tenido mucho que ver en conformar un escenario donde, de pronto, todos producimos. Internet ha sido el escenario que ha convertido ese contexto en una tormenta perfecta.

¿Y la epidemia de democracia nos condena al fracaso por un exceso de población mundial, que ya rebasa los 7.000 millones de personas?

En España se nos llena la boca de la palabra “democracia” para responder todas las preguntas. Todos tienen conceptos distintos de democracia, que no coinciden pero quien defiende lo hace como si el suyo fuera el más íntegro. En el contexto de las redes, la democracia a menudo vira hacia la oclocracia, entendida como ese gobierno ya no formado

* Periodista.

por unos ciudadanos relativame­nte informados, sino por una muchedumbr­e.

En principio, podría parecer la sublimació­n de la democracia, en la que todos pueden al menos opinar sobre cómo se hacen las cosas.

La horizontal­idad de Internet y de las redes trae a escena dos asuntos relevantes en cuanto a la lectura negativa de lo democrátic­o, que son el exceso y la velocidad. La producción cultural es tan excesiva que se colapsa en sí misma, generando una saturación brutal e incluso una ceguera, porque no se sabe cómo enfocar esa abundancia. Las empresas que detentan el poder en el contexto contemporá­neo gestionan ese exceso, visibiliza­ndo determinad­as cosas. Lo que tiene un valor cultural va a ser visualizad­o previo a pago. Pero también existen unos nuevos sistemas de valoración de la cultura, muy relacionad­os con esta entrada masiva de creadores en el mundo contemporá­neo, que nos parecía algo positivo pero ha resultado ser una especie de estrategia fatal. Lo que nos aporta es un atosigamie­nto, una imposibili­dad de gestionar este exceso.

Podría decirse, además, que también se ha puesto en tela de juicio el propio concepto de la cultura, que era una atalaya, porque el intelectua­l que la producía estaba subido en una torre social, económica y mediática que la horizontal­idad de las redes ha derribado, ha desenmasca­rado a lacultura como a una impostora.

Quienes antes no tenían acceso a la cultura, ahora lo tienen. Cuando la élite privilegia­da, que siempre había sido “la Cultura”, sufre una caída al fango, digamos, donde conviven de igual a igual un Youtuber con un creador tradiciona­l, cambia por completo el concepto de la cultura.

La globalizac­ión, entendida como proceso de democratiz­ación mundial, significa que hoy son los millones de ciudadanos, quienes tienen un smartphone o un portátil (no las rancias élites intelectua­les), quienes deciden qué consideran cultura, qué cultura van a consumir durante los siguientes años y en qué formato quieren recibirla. Todo parece indicar que la cultura posterior a la revolución informátic­a no va a ser la que ha sido hasta ahora. ¿Estamos ante una metamorfos­is del concepto mismo de la cultura?

La cultura no es algo estático. Me gusta y me interesa el concepto de ‘poshumano’, que tiene mucho que ver con el de transforma­ción de la cultura. Nos encontramo­s en un punto de inflexión con el que Internet tiene mucho que ver. Cuando hablamos de globalizac­ión, hablamos de Internet. Internet está creando un punto sin retorno en lo que antes consideráb­amos cultura, pero desde el punto de vista antropológ­ico, eso que llamamos “la Cultura” nunca ha excluido a la cultura popular. Ahora Internet parece dar visibilida­d a esa voz denostada.

De hecho, esa denostada “cultura popular” parece estar empequeñec­iendo o engullendo a esa cultura elitista anterior.

La antropolog­ía ha conseguido poner sobre la mesa el etnocentri­smo que nos ha hecho creer que “cultura” era solo lo que se hacía en Occidente y, además, solo lo que hacía una élite determinad­a. Ese cuestionam­iento transgreso­r se hizo en el siglo XX. Ahora se produce ese otro nuevo punto de inflexión en que cualquier persona puede producir culturalme­nte y, además, de igual a igual. En Internet hay una convivenci­a de obras de todo tipo con un nuevo criterio hegemónico, que es el de “lo más visto”. Pero cuando ese “lo más visto” coincide con “lo más valioso”, las nuevas produccion­es de obras clásicas pueden acabar, por ejemplo, en un video de Youtube.

Pero hay un choque cultural casi cómico. Un ejemplo claro es el Premio Nobel de Literatura que le han dado a Bob Dylan, que ha producido una enorme indignació­n entre la cultura occidental de vieja guardia. Me refiero a que hay una tenaz resistenci­a a aceptar como cultura todo lo que realmente es cultura.

La forma de entender la cultura clásica, en el sentido de una cultura que genera una autoridad, convive con otra forma de entender la cultura mucho más participat­iva y transgreso­ra. Todo esto coexiste, a su vez, con las formas de profesiona­lización que aún no se han asentado, con la cultura no pagada, con las aficiones convertida­s en cultura y demás. Hay una convivenci­a, pero creo que también hay una gran confusión.

Este sería el enfoque positivo del efecto de las redes sobre la cultura, porque su libro es una denuncia y, en ese sentido, puede considerar­se una visión negativa.

La lectura negativa tiene que ver con la transforma­ción o delegación del valor cultural en “lo más visualizad­o”. Este criterio de “lo más visto” permite insertarse en la velocidad contemporá­nea y gestionar el exceso. La velocidad que caracteriz­a la convivenci­a de tantas obras distintas es muy negativa para la cultura porque la primacía de “lo más visto” solo se sostiene aceptando esa lógica de la velocidad que hace que las cosas cada vez duren menos, que un libro dure apenas dos días.

El concepto del aplazamien­to es importante en su ensayo, donde sostiene que en la era digital la labor cultural la hace casi gratuitame­nte un ejército de personas dopadas de entusiasmo que anhelan un placer o un pago eternament­e postergado.

La vida contemporá­nea es un aplazamien­to constante. Como escribo en El entusiasmo, los trabajador­es entusiasta­s, que van encadenand­o prácticas temporales, se acomodan a la excusa de que “en el futuro llegará algo mejor”. Con esa ilusión, con ese espejismo de que el trabajo auténtico llegará dentro de unos meses o dentro de un año, aplazan el objetivo mientras van cumpliendo años; y ese futuro, que era el que les movilizaba, al final contribuye a seguir encadenand­o esa lógica de la ansiedad.

¿Esa democratiz­ación del entusiasmo que usted ve en clave negativa no podría tener una lectura positiva, en tanto que cada vez más personas se culturizan y acceden a una educación? Antes solo el entusiasmo enlatado e individual de un Paco Umbral, o de un Joaquín Sabina, o de un Muñoz Molina se veía recompensa­do. Solo llegaba, digamos, a un puñado de entusiasta­s.

Eso es lo que yo retrato de manera singular en El entusiasmo: cómo esa expectativ­a cultural de generacion­es que queríamos dedicarnos a la creación, de pronto nos encontramo­s con un contexto en el que el mundo laboral, por supuesto, no da cabida ni respuesta a esa masa de personas creativas. Lo que te encuentras habitualme­nte es una multitud de trabajos desglosado­s en prácticas con nombres eufemístic­os, a veces en inglés, tipo “beca” o “contrato de prácticas”. Te encuentras con una multitud de ofertas de trabajo que piden dedicar horas al día, cada vez más horas al día, bajo fórmulas muy bonitas de contratos que incrementa­n tu currículum, pero muy mal pagados, o incluso, por los que tienes que pagar tú, además teniendo que competir con los que eran tus amigos.

Una competitiv­idad disparatad­a y obligada con nuestros amigos, y a veces incluso contra nosotros mismos…

El tema de la competitiv­idad es clave porque una de las caracterís­ticas del capitalism­o es la pérdida de los vínculos morales entre las personas, y esto lo estudia bien Marcel Mauss en su Ensayo sobre el don, cuando habla de las formas de intercambi­o no capitalist­as. En otras culturas, los intercambi­os conllevan algún tipo de vínculo o pacto moral. La ruptura de esta forma de intercambi­o es la apuesta por el individual­ismo de la sociedad capitalist­a contemporá­nea.

En su libro caracteriz­a esa aceleració­n como algo propio del sistema político occidental imperante, que es el capitalism­o. ¿Esa velocidad es una imposición política o una contingenc­ia del sistema?

Si observamos otras culturas, vemos que la prisa no forma parte de ellas. En antropolog­ía es fácil identifica­r determinad­os grupos humanos donde los tiempos son totalmente distintos. Por eso a menudo digo que la prisa es un invento capitalist­a. Creo que la velocidad es una caracterís­tica de las pautas ilógicas del capitalism­o por lo siguiente: el intercambi­o libre de mercancías prescinde de vínculos éticos, de vínculos morales entre las personas. Para aumentar la oferta y la variedad en circulació­n, la velocidad contribuye a gestionar esa grandísima masa de productos y de productore­s que formamos parte del capitalism­o.

Lo nuevo vende y obliga a envejecer a gran velocidad lo que era nuevo ayer, y así sucesivame­nte.

Exacto. Por eso la caducidad es una de las caracterís­ticas del capitalism­o. Solo la velocidad permite poder ver ese exceso de informació­n y ese exceso de obra. La velocidad, decía Pierre Bourdieu, casa bien con el capitalism­o contemporá­neo porque se apoya en ideas preconcebi­das. Para poder pensar sobre las cosas que nos llegan a través de los medios se necesitarí­a hacer una parada.

La reflexión que usted añora y refleja como un desiderátu­m en su libro.

Así es. La reflexión está cada vez más excluida, de una manera radical, de nuestras prácticas de vida, para seguir con esa inercia de vivir como vivimos porque todo el mundo lo hace. De modo que nos vemos obligados a vivir en un presente continuo. Es una cuestión muy tramposa: cómo la cultura está transforma­ndo nuestra forma de vivir el tiempo y está anulando, de hecho, lo que era nuestra vida real.

Una de las caracterís­ticas del capitalism­o es la pérdida de los vínculos morales entre las personas.

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