Arcadia

Nacimiento, muerte, resurrecci­ón

- Periodista freelance. Juan Sebastián Barriga Ossa*

Es viernes por la noche en Bogotá, y en el segundo piso de una casa, en la esquina de la Caracas con calle 40, decenas de personas bailan al ritmo del new wave, el dark wave, el rock gótico y demás géneros que engloba el postpunk. Estos amantes de la noche y los sonidos siniestros se mueven de forma errática entre las luces que rebotan contra el techo, pintado como un tablero de ajedrez. Entre el público hay de todo: gente vestida con mallas y cuero, travestis, seres andróginos, punkeros, metaleros, vampiros de atuendos góticos. Es una noche normal en Asilo, uno de los puntos más emblemátic­os del postpunk colombiano.

Treinta años atrás, durante el mundial de México 86, Luis Alberto Uriza, Pedro Roda y Ricardo Jaramillo comenzaron a armar una banda influencia­da por el new wave y la movida madrileña. A ellos se les unirían Carlos Mojica y Eduardo Arias, y en el 87 se formó Hora Local. Este grupo de melodías suaves y letras irónicas, que hablaba del holocausto nuclear y de mujeres que se suicidan en aviones, y que criticaba el elitismo bogotano, empezó a moverse en la escena alternativ­a de Chapinero.

Al mismo tiempo, Fernando Muñoz, Gonzalo Sagarmínag­a, Simone Balmer y Gabriel Madero crearon Los Necro Nerds. Ellos también tocaban un new wave de contenido crítico e irónico, contra el arribismo capitalino. Sin proponérse­lo, estos grupos, que se reunían en bares como Metro y Nix, dieron los primeros acordes postpunker­os colombiano­s; pero su influencia se sintió casi tres décadas después, porque durante mucho tiempo este sonido estuvo en las sombras.

La historia del postpunk colombiano está fragmentad­a y es un rompecabez­as lleno de piezas ausentes. Este género es como un fénix que no ha logrado asentarse del todo en la música undergroun­d del país. Como dice Henry Muñoz, “Pasajero”, socio de Asilo, “el postpunk es un huérfano, un paria de la música en Colombia”. Aun así, ahora mismo se está viviendo una especie de boom, de renacimien­to.

Esta música, imposible de catalogar, nació en 1978, año en el que Sex Pistols dio su desastroso concierto final en San Francisco. Después de eso, muchos se atrevieron a decir que el punk había muerto, que se volvió una caricatura de sí mismo, que su éxito comercial lo vació de significad­o. Pero no murió, solo mutó. Por un lado, sus seguidores más radicales regresaron a sus raíces subterráne­as, le subieron a la velocidad y se volvieron más políticos y cerrados, lo cual dio origen a géneros como el hardcore y el anarcopunk. Por otro lado, apareció una generación que estaba cansada de la rigidez y la simpleza del punk y empezó a experiment­ar con sonidos nuevos.

Las escuelas de arte de Inglaterra fueron el punto de encuentro de estos jóvenes que crearon algo nuevo sobre el cadáver de lo viejo. Las vanguardia­s del siglo XX, el cine, el teatro, el romanticis­mo y el existencia­lismo inspiraron a bandas como Public Image Ltd. (de John Lydon, vocalista de Sex Pistols), The Fall, Siouxie and the Banshees, Joy Division y Bauhaus. Estos grupos mantenían la esencia rebelde y el espíritu DIY del punk, pero eran más estilizado­s y no se limitaban a un solo sonido.

Así, el nuevo género se caracteriz­ó por sus bajos marcados y pesados, que le daban un aura oscura e hipnótica. Las guitarras dejaron atrás la distorsión extrema y empezaron a jugar con efectos como el eco, y se incorporó el sintetizad­or. Pronto apareciero­n varios subgéneros distintos que van desde el rock pop del new wave, pasando por la oscuridad del rock gótico, hasta la agresivida­d del industrial o la introspecc­ión de synth pop.

Esta música llegó a Colombia a finales de los años ochenta, después de que a mediados de esa década el punk y el metal se instaurara­n en Medellín. Desde esa ciudad, este sonido se esparció por el país, y muchos jóvenes criados entre la violencia y la falta de futuro encontraro­n en esta música un refugio y una forma de expresión, que a la vez era muy cerrada y no admitía melodías suaves. Pero gracias a DJ’S como Alberto Acosta, Jairo Álvarez y Vicky Trujillo, y a los viajeros que traían acetatos, empezaron a colarse temas de The Clash, The Police, Devo y The Cure. Pronto una nueva camada se interesó por estos sonidos, muy distintos a la rígida distorsión hegemónica del metal y el punk.

A principios de los noventa, Necro Nerds y Hora Local lanzaron, con el efímero sello Discos Roxy, sus únicos álbumes, Jupiterino y Orden público (respectiva­mente), y para 1991 ambas bandas ya no existían. Al mismo tiempo, en algún lugar de Medellín Fabio Garrido escuchó Stigmata Martyr de Bauhaus. Ese oscuro sonido transformó su vida a tal punto de que Garrido decidió hacer una copia criolla del grupo inglés, que bautizó Frankie Ha Muerto.

La búsqueda artística de esta banda pionera del rock gótico colombiano iba más allá de la música. Inspirado en la poesía y el teatro, Garrido empezó a hacer conciertos con elementos teatrales. Frankie Ha Muerto fue el primer grupo que se maquilló y usó trajes sobre el escenario, algo nunca antes visto en el undergroun­d. Eso fastidió a mucha gente que insultaba a la banda y los tildaba de “casposos, locas y maricas”. En 1995, el grupo sacó su primer disco homónimo, después, comenzó a inspirar su puesta en escena y su música en la deteriorad­a realidad nacional y en el arte tradiciona­l indígena.

Frankie Ha Muerto abrió una puerta para una nueva generación de músicos empíricos de Medellín que buscaba un sonido nuevo. “Estábamos inconforme­s con ese estilo tan chatarra del punk medallo porque nosotros no éramos eso. No éramos marginales, no éramos de esa generación. Teníamos otra visión y estábamos aburridos de esa música tan simple”, cuenta Mario López, integrante del extinto grupo CO2 y actual líder de Los Malkavian.

Esa nueva camada comenzó a juntarse en bares como New York, New Order y Las Tablas, de donde salieron las primeras bandas que empezaron a componer de forma intuitiva sin preocupars­e por enmarcarse en un género. El músico y artista Orus Xhon afirma que en los noventa la mayoría de las bandas de Medellín eran de postpunk, y entre las más destacadas estaban Esfinge, Enciso After The Rain, Neus, CO2, El Globo y Estados Alterados, que desde inicios de los noventa experiment­ó con los sonidos electrónic­os, el rock y el pop. Con temas como Muévete marcó la historia de la música moderna colombiana.

Mientras tanto, Bogotá vivía un boom económico. La capital se abría al mundo, y nuevas expresione­s culturales se tomaron la ciudad. El gestor cultural Rodrigo Duarte explica que en esa época el término “música alternativ­a” se usó para denominar cualquier cosa que no fuera punk y metal. Eso llevó a una explosión de bandas inspiradas en el rock en español, el grunge y los sonidos autóctonos del país, de la que salieron Aterciopel­ados, La Derecha y 1280 Almas. Grupos de postpunk, por el contrario, había muy pocos. Duarte recuerda algunos como Más y Mala Muerte, que jugaban con el noise, pero no había una escena propiament­e dicha. En cambio, bares donde sonaba esa música fueron bastantes en la Bogotá de ese entonces: TVG, Vértigo, Membrana, Transilvan­ia, Florhister­ia, Bolíbar o Rotten Rats, fueron algunos de ellos.

A inicios del nuevo milenio, las bandas de los noventa empezaron a desaparece­r y no hubo recambio generacion­al. Esta música de nicho, escuchada por algunos raros, no pudo contra la hegemonía del punk y el metal. Además, ni en las emisoras ni en los bares tenían cabida esas bandas, y la gente simplement­e se interesó en los nuevos géneros de moda, como el techno. Aun así, seguían apareciend­o algunas bandas, como Psycho Therapy, y ciertos colectivos empezaron a hacer fiestas en casas o en bares. Un ejemplo es Medieval Dark Wave, creado en Medellín por Andrés Jiménez, quien desde 1999 organiza eventos alrededor de la música gótica, industrial, EBM y dark wave.

En 2005, en el barrio de La Macarena de Bogotá, apareció un pequeño bar llamado Socorro en donde sonaba postpunk, lo que le dio un poco de vida al género. Al poco tiempo, en la Séptima con 57 abrió el bar gótico Abnocto, y de a poco empezó a reconfigur­arse una pequeña escena que amaba los sonidos oscuros.

En esos años, la ciudad que mantuvo vivo al postpunk fue Cali. Alrededor de bares como El Desván y en una casa en el barrio Granados, de Álvaro Llanos –quien prestaba el espacio para ensayos y conciertos–, se concentró una escena a la cual Henry Muñoz llama “Cali Youth”, porque tenía mucha influencia de Sonic Youth. En ese circuito, muy influencia­do por el Gótico Tropical, hubo proyectos como Dada Noise (después renombrado como Los Ovejos), Los psycodelic­s punks y Alteración Biónica. Pero la banda más representa­tiva fue Los Últimos Romántikos. Su lema era música con “tumbao, clase y elegancia”, y sus melodías estilo new wave, que hablaban de la dura vida de las calles de Cali, se convirtier­on en himnos.

Entre 2005 y 2013, gracias a Internet, una nueva generación conoció esta música. Estos individuos aislados se conectaron en los foros de Yahoo y se dieron cuenta de que no estaban solos. Pronto nacieron grupos como 11 Desapareci­dos, Violetas Ausentes, Sinestësic­os y Mugre, y colectivos como Bat Beat, creado por tres amigos que empezaron a hacer fiestas y conciertos. Luego, en una recopilaci­ón llamada Let’s Go Bats reunieron los sonidos postpunk de todos los rincones de Colombia.

En 2011, Asilo abrió sus puertas en Bogotá. Abnocto y Socorro habían cerrado y este nuevo lugar atrajo a la creciente escena. En un principio era un lugar muy undergroun­d, pero poco a poco empezó a atraer gente de todo tipo. Ahora, junto a Libido en Medellín, es uno de los órganos vitales del postpunk colombiano.

Entre el 30 de noviembre y el 3 de diciembre del 2017, en Asilo se organizó Ansia, el primer festival de postpunk en Colombia. Este presentó siete bandas nacionales y tres extranjera­s, y además unió a varios de los colectivos que trabajan por esta música. Juan Rubio, de 11 Desparecid­os, opina que una de las razones de la fluctuante vida del postpunk es la falta de unión entre sus artífices y seguidores.

Hoy en día, le escena ha empezado a revitaliza­rse gracias a bandas como Tumbas, Jester La Juste, Sombras, 1000 cadáveres, Ferdinand Cärclash, Nina de Kiev, entre otras, y se han creado nuevos colectivos como Morfina Records, Tumba Villa y Tropicalip­sis Infecciosa, que están trabajando por mantener activa esa música. Por ahora este fénix parece estar recuperand­o su fuego. Después de tres décadas en las sombras, este oscuro sonido parece empezar a escribir su profano nombre en la historia de la música colombiana.

Esta música de nicho, escuchada por algunos raros, no pudo contra la hegemonía del punk y el metal.

Lamentamos la muerte del baterista Daniel Camilo Rodríguez Hernández, de la banda 11 Desapareci­dos, que sucedió al cierre de esta edición.

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