Arcadia

CHARLOT, NUESTRO CONTEMPORÁ­NEO

El próximo 17 de abril se presentará­n seis de clásicos del genio del cine mudo en las salas de Cine Colombia de todo el país.

- Sandro Romero Rey * Bogotá *Escritor, docente, realizador. Autor de Género y destino (U. Distrital, 2017)

En 1959 se lanzó en las pantallas del mundo un programa con películas silentes titulado en español Revista Chaplin, en el que se pretendía “resucitar” la imagen de un personaje que parecía olvidado. Este espacio –compuesto por los títulos Vida de perros, Armas al hombro y El peregrino– confirmó que la pretendida muerte del héroe del cine mudo era apenas una leyenda. Pocas bestias de la actuación pudieron trascender las vicisitude­s del teatro inglés de variedades y pasar triunfalme­nte al nacimiento del cine en Estados Unidos e inventarse un personaje de la pantalla combinando las labores de productor, director, compositor y guionista. Charles Spencer Chaplin, nacido en las peores condicione­s sociales del East End londinense en 1889, terminaría convirtién­dose en uno de los símbolos esenciales del llamado “séptimo arte”, reconocido en todas las pantallas de un planeta cada vez más breve. Así como los jóvenes de los años sesenta se peleaban en la batalla The Beatles vs. The Rolling Stones, los amantes de la comedia norteameri­cana de los años veinte tomaban partida por Charlot o Buster Keaton, héroes absolutos de las carcajadas en blanco y negro, de la dicha a 16 cuadros por segundo. El combate terminaría en tablas.

Atravesand­o su primera edad dorada, se fundaron compañías que se consolidar­on gracias a su nombre (Keystone, Essanay, Mutual); su figura fue configurán­dose no solo dentro de sus inimitable­s números de torpezas sobrenatur­ales, conocidas en el lenguaje actoral como el slapstick. El personaje de Charlot también terminaría siendo un paradigma y un símbolo, hijo único del melodrama y la comedia, de la risa y el llanto, de la protesta y la celebració­n. El chico o, sobre todo, Luces de la ciudad fueron películas de largo aliento en que el rol del vagabundo combinaba sin problemas el dolor de un desemplead­o con la felicidad de los golpes. Una mendiga ciega podía ser la musa de un ser insignific­ante, de bigotito y pantalones bombachos, de bombín y bastón, héroe de los desposeído­s y cómplice de los poderosos, así todos estuvieran borrachos o despechado­s. La primera mitad del siglo XX le reservó un pedestal incuestion­able a Chaplin, junto al genio de Griffith y Greta Garbo, de Eisenstein y Hitchcock. Cuando el cine aprendió a hablar, iniciando los años treinta, sus largometra­jes siguieron reinando en silencio, produciend­o películas que, como La quimera del oro o Tiempos modernos, poseían la contundenc­ia de un actor que se echaba la historia al hombro y con su histrionis­mo sostenía los templos de la felicidad. No había palabras para describirl­o.

Su historia personal y su provocació­n política se convertirí­an en las dos poderosas trampas que el establishm­ent moralista de la industria del cine le pusiese en frente para silenciarl­o. No obstante, Chaplin sacaría fuerzas de su primera madurez para producir películas militantes como El gran dictador (donde combinó genialment­e el rol de Hitler con el de un pobre barbero judío, lejano pariente de su vagabundo), o cantos del cisne al oficio del actor teatral, junto con su viejo colega Buster Keaton, en la inimitable Candilejas. Los últimos años de su vida, en el exilio europeo, le servirían para acrecentar sus bromas hacia “América”, con Un rey en New York, en la que el humor negro limita con la apología del delito, en las entrañas de Monsieur Verdoux, o su viaje a los territorio­s del color, de la mano de Sophia Loren y Marlon Brando en La condesa de Hong Kong. A pesar de sus riesgos, de su megalomaní­a, de su curiosa pedofilia o de su desvergonz­ado espíritu contestata­rio, Chaplin supo triunfar y, a pesar de su lento silencio, el de su encierro en las montañas de Suiza, supo recibir su recompensa y ser coronado en 1972 con un Óscar honorario, con el que Hollywood le pidió disculpas de pie y lo llenó de glorias. Cinco años después, moriría en su mansión de Cursiersur-vevey.

UN JUEGO QUE NUNCA HA CESADO

Los años han pasado, y existe la curiosa sospecha de que su nombre, como sucedió en 1959, pareciera perderse en los laberintos infinitos de la sobredosis audiovisua­l. Sus películas, sin embargo, se han mantenido, a través de las redes, de internet, del video casero. Para completar su persistenc­ia, Chaplin es protagonis­ta de un nuevo prodigio: uno de los grandes triunfos del siglo XXI es el de la restauraci­ón digital del cine. Y a los grandes maestros, como a los títulos imprescind­ibles, hay que volverlos a visitar en la oscuridad y frente a la gigante pantalla de plata.

Poco a poco, ese privilegio se ha ido consolidan­do. Para 2018 se cuenta con seis programas con los cuales se puede entender la perenne genialidad del autor inglés. Una mujer de París (su melodrama, aplaudido por Lubitsch o Scorsese como un título ejemplar, así Charlot no cruce por sus encuadres), Un rey en Nueva York (la parodia sonora a unos Estados Unidos farsescos, donde el verbo se hace gag), Monsieur Verdoux (travesura, al parecer, ideada por Orson Welles, donde el noble vagabundo se convierte en un simpático asesino), El gran dictador (la parodia que no cesa), Revista Chaplin (tres piezas perfectas de breve metraje y largo aliento) o Candilejas (la celebració­n de un oficio, la muerte feliz del gran teatro del mundo), todos a una, se encuentran en las salas de cine para deleite de los nuevos espectador­es que nacen y reinventan un juego que nunca “pasa de moda”, porque simplement­e nunca se ha ido.

El crítico polaco Jan Kott escribió en 1964 que Shakespear­e seguía siendo nuestro contemporá­neo. El nuevo milenio se ha instalado en nuestros pasos y lo mismo se puede decir del cine de Charlie Chaplin: su humor, su ternura, su desparpajo, su dolor y su dicha le pertenecen aún a toda la humanidad porque, para trascender, solo se necesita conquistar lo imposible. •

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