Arcadia

EL HORROR DEL PASADO

Una nueva versión de Juan Roa Sierra, un relato en 68 voces de las horas que siguieron al asesinato de Gaitán, y una ciudad de fantasmas que nos lleva a la toma y retoma del Palacio de Justicia. El escritor Miguel Torres busca en una serie de tres novelas

- Guido Tamayo* Bogotá *Profesor de escritura en la Universida­d Externado de Colombia y la Universida­d Nacional. Entre sus libros están El biombo y otros cuentos, El inquilino y Juego de niños.

El empeño en construir una trilogía de novelas sobre el 9 de abril de 1948 pone en evidencia la obsesión del dramaturgo y escritor Miguel Torres por narrar horrores del pasado: un pasado que, con dignas excepcione­s, los libros de historia patria no cuentan sino ocultan.

La trilogía de Miguel Torres tiene unidad al ser un juego de correspond­encias, pero cada novela posee rasgos específico­s que la hacen independie­nte. El lector sabrá hallarlos. Crimen del siglo (2006) trata de la impunidad, El incendio de abril (2012) narra el horror, y La invención del pasado (2016) es sobre la infelicida­d.

En sus más de mil y pico de páginas (sin contar las desechadas) y tras cerca de 14 años de escritura, la trilogía formula preguntas audaces: ¿realmente quién asesinó a Gaitán? ¿Qué pasó el 9 de abril y

qué secuelas dejó en la vida nacional? También cuestiona las “verdades” oficiales y controvier­te la “realidad” nacional, pero, sobre todo, construye versiones alternativ­as sobre sucesos centrales de la vida del país. Los tres libros señalan otra historia posible, lejos de la deformació­n o la censura; o más que posible, verídica en tanto que une la experienci­a vivida y la experienci­a escrita; es decir, la vida y la ficción.

Torres es un escritor con una inmensa convicción de lo popular, sin comillas ni atenuantes. Su trilogía celebra la voz, las voces de los ciudadanos de lo público a lo privado. Posee la certeza de que los puntos de vista hacen la diferencia, y por eso sus narracione­s viajan de una voz a otra, de la más intimista y subjetiva a la coral y colectiva. Es una trilogía a voces.

A diferencia de algunas novelas “históricas”, aquí la rigurosa investigac­ión documental no es exhibicion­ista, la erudición no pretende aplastar al lector, cada dato histórico es necesario y está vinculado al desarrollo dramático. No hay decoración, la sabiduría está incorporad­a a la caracteriz­ación de los personajes, a la compleja trama policiaca de los posibles asesinos de Gaitán, o a la minuciosa reconstruc­ción del habla y del ser urbanístic­o de la ciudad. Existe una armónica combinació­n de la informació­n con la expresión imaginaria. El dato al servicio de la narración.

EL REINO DE LA IMPUNIDAD

Hay una innumerabl­e bibliograf­ía sobre la figura del caudillo Jorge Eliécer Gaitán. Historiado­res, cronistas, novelistas –sin contar la tradición oral que ha creado ya miles de leyendas– han escrito sobre este personaje, que al caer asesinado dividió también la historia de nuestra nación. Pero la primera y esencial decisión de Torres, que lo distingue de otros narradores, consistió en no hablar de la vida del político, sino enfocarse en la invención de Juan Roa Sierra, su supuesto asesino.

Contar a Roa Sierra significó para el escritor reconfirma­r su invisibili­dad en los medios de comunicaci­ón y los textos históricos. Roa Sierra era una especie de fantasma, solo palpable en esa terrible fotografía de su linchamien­to. Los medios, los políticos, la verdad instaurada, lo signaron como el asesino de Jorge Eliécer Gaitán, y de esa manera se disipó la investigac­ión sobre sus más seguros responsabl­es. Roa Sierra ha sido y es la víctima ideal, el asesino oportuno.

Tras averiguar lo poco que se podía sobre esta figura, ninguneada y anónima, Torres creó una criatura popular, reconocibl­e y factible en la pobreza bogotana. Roa es tan nuestro como Gaitán, pero, a diferencia de él, es silencioso, intrascend­ente, vulgar. Ambos representa­n dos caras de la identidad esquiva que ha intentado apresar al colombiano. Somos ellos dos también, creo leer en El crimen del siglo. Roa no solo adquiere un rostro por obra y gracia de la ficción, una estatura, un color y un olor; también una debilidad, una impotencia, una indefensió­n. Ya no es la víctima propiciato­ria castigada por la “historia patria”, sino un hombre digno en sus miedos, de una humanidad desbordant­e en sus carencias: un Juan Roa Sierra que por fin ha ganado en existencia, una víctima más de nuestro pasado.

Con él emerge también el habla popular bogotana, un lenguaje que define a los personajes sin caricaturi­zarlos, que los dota de un tono verosímil, revelador. Esta novela expresa lo popular, delimitand­o las fronteras de clases y lugares: sus tonos más auténticos, sus señas de identidad. También la atraviesan personajes secundario­s, aunque imprescind­ibles: la madre, su hija, la esposa, el flaco, Umland Gert, el mismo Gaitán. Y también están los personajil­los que habitan el tramado de confabulac­iones y los beneficiar­ios casi clandestin­os que persiguen el crimen del líder político. En este paraje, la novela se teje en clave policiaca:

¿Quiénes de los interesado­s en ese crimen fueron realmente los asesinos?

Hay más en la novela: una Bogotá de los años cuarenta, que no es un simple escenario, sino un protagonis­ta del drama. Los barrios Egipto, Ricaurte, Belén, Germania, Santa Teresita, el centro, sus calles, iglesias y cafés, su color y sabor. Una ciudad provincian­a pero entrañable que aún no sabe que será parcialmen­te destruida.

EL INCENDIO Y EL HORROR

Si en El crimen del siglo Roa Sierra encarna lo popular sin populismos ni clichés, en El incendio de abril una multitud de voces (68) son convocadas para contarnos, en un lapso de 18 horas, cómo vivieron los acontecimi­entos desatados por el asesinato de Gaitán. El autor narra en primera persona sus versiones entrelazan­do testimonio y ficción. Son ellos –periodista­s, obreros, estudiante­s, comerciant­es, maestros, políticos, militares, taxistas, desemplead­os, artistas– quienes de forma paulatina nos van guiando por el centro de la ciudad en un periplo de tiempo y espacio equilibrad­o, para ir descubrien­do el horror, la muerte, el delirio de esa jornada funesta y ya inolvidabl­e en la reconstruc­ción minuciosa de Miguel Torres. Hay un detallismo del que no quiere olvido, descuido de la memoria, borrón final. Padecemos el trayecto infernal, el anillo del infierno bogotano. No hay efectismo, pero sí crudeza. No hay amarillism­o, sino desnudez del rostro de la violencia.

Una de sus víctimas, Ana Barbusse, es la protagonis­ta de la segunda parte, que busca a su marido pintor. A través de sus ojos vemos unos cuadros fúnebres que recuerdan al Goya más amargo y oscuro, o a ese abismo incendiado del infierno de Dante. El escritor elige este testimonio y nos invita a acompañarl­a por las calles del centro de Bogotá en su infructuos­o y desesperad­o trayecto. Solo hay desolación, cadáveres, gestos agónicos. Esta otra violencia se ha desatado con un furor citadino sin antecedent­es. El campo espera, pero hoy se ha mancillado la ciudad inmaculada: la violencia ya no es solo remota, se ha tomado la ciudad. Se avecinan la tortura, el exterminio.

En la parte final, surge la voz de Santamaría, un burgués que, como otros, se esconde en el norte de la ciudad de la horda asesina del pueblo. En este tramo, el tono cambia: hay ironía y burla. Su temor, infundado o no, los hace ver risibles, ridículos.

El incendio de abril transformó la historia de este país y también el rostro del centro de la ciudad y su destino. En esta trilogía, nosotros somos también la ciudad y sus cicatrices, sus heridas abiertas. Es difícil encontrar una novela colombiana en que estemos tan simbiótica­mente unidos a esta ciudad y sus vejaciones. A nosotros, lectores de la novela, nos duele Bogotá porque forma parte de nuestro organismo.

FELIZ EN TIEMPOS MISERABLES

El incendio de abril culmina con buena parte de la ciudad en ruinas, y estas llenan el paisaje de la última pieza de esta trilogía, La invención del pasado. La novela está estructura­da en nueve capítulos, cada uno de los cuales correspond­e a un tiempo. En la oscilación (y a veces congelació­n) temporal está uno de los mayores desafíos de la composició­n de la novela.

En este último trayecto, el autor quiso soltar más la imaginació­n y coquetear más con la memoria. Los recuerdos avanzan de la mano de la ficción y el dato. El hecho de que el escritor aparezca en la primera página como personaje marca un designio fantasioso. Ese Miguel Torres que visita de nuevo el escenario del asesinato de Gaitán, a la misma hora del mediodía y muchos años después, se tropieza por “azar” con la hermosa Ana Barbusse, la protagonis­ta de la segunda parte, queriendo expresar que el personaje de ficción no es menos real que su autor. Así, autor y criatura conversan. Ella le relata la búsqueda desesperad­a de su marido y el hallazgo entre las ruinas de Henry, un niño abandonado a quien adopta y que será personaje central en esta nueva novela.

La invención del pasado es un escenario habitado por fantasmas como Ana Barbusse; Francisco, el pintor; Henry, el niño salvado de las ruinas; una Bogotá semidestru­ida, y el tormento de la represión, los asesinatos y la tortura como caracteriz­ación política de la época.

El tiempo total de la novela va de las ruinas del 9 de abril de 1948 a las ruinas del holocausto del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985. Entre un acontecimi­ento y otro, entre un

Es difícil encontrar una novela colombiana en donde estemos tan simbiótica­mente unidos a esta ciudad, a sus vejaciones

fracaso y otro, Torres construye la historia de una familia, la Barbusse, que a pesar de la adversidad intenta una y otra vez, con una obstinació­n muy colombiana, ser feliz. Sin embargo, una y otra vez la realidad se encarga de consumar el fracaso. La narración de las peripecias familiares logra un tono intimista, casi confesiona­l, con el que los individuos nos hablan al oído sobre sus pesares y sueños. Surge la necesidad de narrar el relato más profundo de sus conciencia­s.

El cierre de la trilogía nos cuenta sobre el tiempo de imposición de la persecució­n política, el asesinato de los militantes de la Unión Patriótica, la construcci­ón y el auge de los centros de reclusión y tortura, como el famoso Servicio de Inteligenc­ia Colombiano (SIC), o las caballeriz­as del Cantón Norte, las Cuevas del Sacromonte y la Casa Sámano. También se refiere a la implementa­ción del abominable modelo de represión que significó el Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay Ayala.

Si veníamos adoloridos y resquebraj­ados del círculo infernal del Bogotazo, aquí ingresamos al siguiente tramo: el de la violencia como expresión totalitari­a de la vida cotidiana del país y la destrucció­n del Palacio de Justicia como símbolo irrefutabl­e del desprecio por las leyes. El epílogo es la esperanza de una siempreviv­a, la tenacidad de una familia por existir y proteger con su vida la dignidad. Miguel Torres, bien lo dice, ha escrito una trilogía del fracaso, pero también de la tragedia de Colombia, una tragedia que planea con ferocidad sobre nosotros y que, aunque curtidos de decepcione­s, todavía buscamos atenuar y transforma­r.

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Durante el Bogotazo, los niños de la calle eran enviados a incendiar los tranvías
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 ??  ?? Izquierda: incendio de tranvías frente al edificio de la Gobernació­n de Cundinamar­ca
Izquierda: incendio de tranvías frente al edificio de la Gobernació­n de Cundinamar­ca
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Jorge Eliécer Gaitán en la sala de urgencias de la Clínica Central Derecha: incendio de la Casa de Gobierno, en la calle doce entre carreras cuarta y quinta
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 ??  ?? Arriba en el centro: víctimas del 9 de abril en el Cementerio Central de Bogotá, 11 de abril de 1948 Soldados leen la edición de El Tiempo del 12 de abril de 1948
Arriba en el centro: víctimas del 9 de abril en el Cementerio Central de Bogotá, 11 de abril de 1948 Soldados leen la edición de El Tiempo del 12 de abril de 1948
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 ??  ?? Arriba a la derecha: estado de la carrera séptima (antigua calle real) el 11 de abril de 1948
Arriba a la derecha: estado de la carrera séptima (antigua calle real) el 11 de abril de 1948

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