Arcadia

El hacedor de prodigios

El dramaturgo, director y actor argentino llega al 16 Festival Iberoameri­cano de Teatro de Bogotá con Spam, una ópera hablada sobre un mundo gobernado por lo virtual, hecho de retazos de cultura pop. Periodista y editor argentino. Sus crónicas y cómics ha

- Julián Gorodische­r* Buenos Aires

Rafael Spregelbur­d siente nostalgia por Bogotá. Le viene desde aquella sexta edición del Festival Iberoameri­cano. Corría 2008, y Fanny Mikey, la Dama del Teatro y directora en aquella época, todavía estaba viva. En ese tiempo, sin quererlo, combatió su propia fama de “autor y director difícil” con multitudes de colombiano­s que agotaron las pocas funciones ofrecidas. Pero este es un nuevo comienzo, o en realidad un regreso, e implica la expectativ­a de saber si todavía los bogotanos lo recuerdan. El viaje, eso sí, tiene el confort asociado a moverse entre pares, ya que él forma parte de una delegación de talentos de su misma generación, como Alejandro Tantanian y Santiago Loza, que llegan a una edición que tiene a Argentina como país invitado de honor.

Rafel Spregelbur­d es versátil en la transposic­ión; sale airoso en todos los soportes y formatos; surfea desde el protagónic­o en el cine masivo (en El hombre de al lado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2009) hasta la conducción televisiva (en el canal público Encuentro, 2017-2018), y en la opinión social y política en el matutino diario Perfil, desde hace una década.

A Colombia trae una “ópera hablada”, género de una extensa tradición germana que él mismo empezó a transitar con Apátrida, en 2011. Es una especie de show multimedia con música de Zypce, quien suele trabajar con elementos industrial­es. La impronta de Zypce en Spam –asegura Spregelbur­d sobre quien, además, es su cuñado: hermano de su esposa, la dibujante infantil multipremi­ada y cantante Isol– es extraordin­aria, ya que, siendo un músico, sabe más de presencia escénica que cualquier actor, y puede retroceder y desaparece­r cuando es necesario, y opina sin exagerar sobre aquello que está siendo actuado, lo cual convierte al monólogo en un diálogo.

La ejecución de Spam requiere de un grado de virtuosism­o que Spregelbur­d desprecia en sus espectácul­os en general, pero que aquí vive gozosament­e. Lleva la palabra –¡adora la palabra!– a un nivel de ejecución que lo asemeja a un violinista que disfruta tocando su música.

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Spregelbur­d pertenece a una generación de aves raras crecida en el contexto de una ciudad tan psicoanali­zada como “teatrófila”: para poder aparecer en el campo visible de los creadores, cada uno de los de su generación (Federico León, Mariano Pensotti, Javier Daulte, Mariana Chaud, Andrea Garrote, Alejandro Tantanian y Santiago Loza) tuvo que explotar algún tipo de singularid­ad. Sus precursore­s de los años sesenta y setenta podían asegurarse un lugar en la escena simplement­e escribiend­o bien y siendo políticame­nte comprometi­dos. Pero ellos –la dorada Generación X, heredera del Parakultur­al, un centro cultural que hizo estallar la pasión teatral en la ciudad posdictadu­ra– tuvieron que encontrar una cantera más personal.

“Los públicos asiáticos parecen preferir la repetición de algo que ya conocen. Para los anglosajon­es, aquella textualida­d que no es negocio no prospera. Los argentinos le damos excesivo valor a la originalid­ad. Luego hay que ver si esa originalid­ad se sostiene en el tiempo, si compite con otras originalid­ades, si sobrevive…”.

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Desde aquel hit que ya convocaba precozment­e, a sus 25 años, horas de fila para conseguir una entrada (Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, 1995), Spregelbur­d aprendió la primera regla del quehacer cultural en un contexto económico cíclico y fluctuante: hacer de la falencia un arte. No porque no anhelara la fastuosida­d, sino porque sentía algo de pudor al pensar cuánto costaría una escenograf­ía gigantesca en función de las 50 entradas que pueden llegar a venderse en una noche del circuito off. “Me fui cansando –confiesa– de ese teatro que se hace con una mesa y dos sillas, en el que toda la atención es depositada en el texto y la gracia de los actores, y empecé a darme cuenta de que había una alternativ­a muy barata y muy portable, que es el video y la música; uno mete el proyector en una valija y puede reproducir en cualquier lugar del mundo”.

Así pasa con Spam, hecha de universos espejados que son parte del método de creación técnica de Spregelbur­d, con base conceptual en la teoría del caos. La historia de Caravaggio y la de un personaje que ve suplida su identidad en internet por la de su homónimo, el ex primer ministro interino italiano Mario Monti, se vinculan a partir de una combinació­n de sistemas que se nutre de las reglas de la física o la biología antes que de la dramaturgi­a.

“Me gusta la superposic­ión de relatos que, no siendo iguales, se presentan como alternativ­os o reflejados, porque esto me libera del poder anacrónico de la metáfora. Las metáforas sobre la extinción de nuestra civilizaci­ón me resultan pobres e inacabadas, en cambio, la superposic­ión de tres o cuatro relatos sobre ese tema hace que pueda observar el asunto con una mirada más profunda”.

Su creativida­d surge de la intersecci­ón de dos marcos de referencia que, según el principio de Arquímedes, no estarían unidos. Pero si se ordenara la búsqueda de manera más o menos prolija o esperable, no ocurriría la creación. “La intersecci­ón ocurre cuando es inesperada para el artista. Las condicione­s son: frustració­n, cansancio, agotamient­o, pero también persistenc­ia”, explica.

“He llegado a la conclusión de que la historia es un procedimie­nto contrario al de la razón. La razón sigue el camino de la causa al efecto, y es un camino de ida. La historia es una construcci­ón política del presente para justificar una gran cantidad de atrocidade­s. Esta desconfian­za ha llevado a que muchas veces, en mis piezas, el tiempo sea un elemento de corrupción: Spam y La terquedad, obra con la que cierra su monumental Heptalogía de Hieronymus Bosch, hoy exhibida en el Teatro Nacional Cervantes, son ejemplos extremos.

¿De qué manera eso se plasma en cada una de las piezas?

En La terquedad la misma hora de tiempo es vista tres veces desde ángulos diferentes y, dependiend­o del ángulo, las lecturas son totalmente distintas. En Spam, el espectador asiste a un sorteo del orden de las escenas y tiene derecho a creer que si no entiende la obra es porque esa noche le tocó un orden de mierda.

¿Dónde observa reservorio­s de relato lineal que todavía ordenen y regulen el sentido?

Creo que la ciencia es el lugar necesario del pensamient­o lineal, racional, como garantía de convivenci­a. Pero yo soy artista, y lo que hago es señalar esos espacios en los que eso no se verifica. Aunque, también dentro de la ciencia, los científico­s del caos plantean que la ciencia newtoniana es insuficien­te. En los intervalos irregulare­s de una canilla que gotea y los espacios vacíos entre los anillos de Saturno hay una relación matemática exacta. Ese pensamient­o es atroz, aterrador: denota un orden más complejo que desconocem­os, con un tipo de cálculo iterativo del cual la ciencia newtoniana no puede dar cuenta.

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Spregelbur­d trabaja mucho y escribe varias obras al mismo tiempo. “Raro ejemplo de pasión, empecinami­ento y convicción en este medio en el que hay tanta gente que escribe teatro y tan pocos dramaturgo­s”, lo describió Mauricio Kartun, su primer maestro. Actuó en decenas de películas –El hombre de al lado, El crítico, Días de vinilo, entre otras–; sabe mantener monólogos de tres horas –como en Spam y Apátrida–; tiene casi 50 obras de teatro; ha sido traducido a más de doce lenguas; es venerado en Alemania, celebrado en Francia y en España, y en Italia hasta recibió la calificaci­ón de “el nuevo Harold Pinter”. Nadie ganó tantos premios como él en el teatro de su generación.

Escribe cuando puede y trabaja bien bajo presión. Casi siempre termina una obra porque se le vencen los plazos y entonces debe hacerlo. Hace mucho tiempo, le gustaba dejar la obra en un cajón y dejar que madurase como el buen vino. Ahora escribe por comisión para alguna compañía europea que le pide un texto que él mismo actúa, desde Bélgica, Francia o Italia, y si le resulta simpática la compañía y le viene bien la plata, puede dedicar un tiempo exclusivo a escribir. Ese hábito lo organiza mucho mejor que su propia agenda.

“La escritura es muy difícil, no creo en la inspiració­n; soy un gran acumulador de libretitas, donde me apunto tres o cuatro imágenes generadora­s que segurament­e van a producir una pieza; pero realmente lo que me organiza es el plazo perentorio de la entrega”.

Su carrera está hecha de empujes abruptos, con estreno de tres obras simultánea­s, lo cual genera confusión en sus biógrafos. Convive mentalment­e con todas sus obras y, en cuanto a los afectos, casi siempre está más cerca de los fracasos que de los éxitos. Él mismo traza la cronología de sus hitos:

1. La salida del estudio de su maestro Ricardo Bartis, “muy peleado con él y muy huérfano”. 2. El seminario cursado en el Royal Port Theatre de Londres, cuando conoció a Harold Pinter, Sarah Kane y Steven Berkoff (y a colegas de todo el mundo en igual situación de desamparo). 3. El paso por Alemania, “cuando el teatro alemán me descubre y mis obras empiezan a traducirse al alemán antes que al inglés”. 4. La concepción de un tipo de teatro más internacio­nal, pensado en Buenos Aires pero para ser representa­do en un contexto que no sea el porteño.

“Eso pasó con La estupidez, una de mis obras más estrenadas, que dura más de cuatro horas. Transcurre en Las Vegas y está escrita en un castellano neutro, como si fuera un capítulo mal doblado de la serie Chip’s. Esa corrupción sobre el castellano que utilizo empieza a serme vital, y es otro punto de inflexión en mi recorrido”.

Entonces, cada escritura de una nueva obra se le fue volviendo un desafío para un posible traductor. La premisa es siempre: Spregelbur­d piensa estructura­s que no se puedan traducir, y después ayuda a los traductore­s –sobre todo en las lenguas que él habla, que son muchas– a que entiendan qué grado de corrupción del castellano produjo. Cuando empezó a ser estrenado en otros países, se le hizo más fácil conseguir sala para sus obras. Estar hoy programado en una sala pública argentina, dice, es una excepción a la regla.

“Después de La modestia (Teatro San Martín, 1999), siempre me dijeron que había que esperar para volver a una sala pública. Nunca me peleé con esta situación, porque siempre tuve el privilegio y el dolor de poder estrenar en otros lugares. Me es más fácil estrenar en el Teatro Nacional de Fráncfort como en el Teatro San Martín. No sé a qué se debe, nadie me lo puede explicar. Quizás a que hoy la situación política argentina es compleja, e imagino que debo tener enemigos políticos que no quieren que yo estrene porque soy un opositor al gobierno. Creo necesario aclararlo y denunciarl­o porque, dentro de poquito tiempo, quien no lo haga va a ser leído como ‘el cómplice de una atrocidad’”.

“El espectador asiste a un sorteo del orden de las escenas y tiene derecho a creer que si no entiende la obra es porque esa noche le tocó un orden de mierda”

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