DELIRIO Y MUTILACIÓN
Zama, el cuarto largometraje de la argentina Lucrecia Martel, es, llanamente, una hazaña. Para valorarla en su justa medida –y aprender de sus lecciones– hay que detenerse en dos inmensos escollos que superó. El primero, enfrentarse a una obra maestra, la novela homónima de Antonio Di Benedetto, que Juan José Saer describió como “un turbio ronroneo, subjetivo, continuo y universal”, una narrativa reflexiva sobre la frustración y la soledad con un centro difuso: la conciencia de su personaje, Diego de Zama, funcionario de la corona española que espera la autorización para un traslado. El segundo, pulir una ficción de época en un espacio que nos han querido hacer creer que no tiene historia: el Paraguay del siglo XVIII.
Martel asumió los dos riesgos despedazando todos los tópicos. Para hacer visible la interioridad de su personaje sin acudir al recurso literal de la voz en off, Zama elabora una rigurosa puesta en escena donde abundan los planos cortos del excepcional Daniel Giménez Cacho. Las “imágenes afección” del rostro de Zama se vuelven el mapa de su conciencia; él intenta captar su entorno y volverlo comprensible, pero su mente solo percibe un amontonamiento de cuerpos, amenazantes algunos, otros cargados de violencia erótica: un intersticio por el que divagan negros e indios, mulatos y españoles que parecen invenciones de su psiquis astillada. Esa población de orígenes indefinidos, que habla lenguas “incomprensibles” y reprimidas, ya había protagonizado una ficción anterior de Martel: el cortometraje Nueva Argirópolis (2010), inspirado en Domingo Faustino Sarmiento y que hizo parte de un largo colectivo sobre el bicentenario de la independencia argentina; el corto cuestiona, como Zama, las ficciones de identidad argentinas y latinoamericanas y reivindica un mestizaje conflictivo, cuyo único punto de contacto es una amenaza exterior: el bandido Vicuña Porto, al que Zama, en la parte final de la película, intenta “cazar”.
El otro vehículo que la película emplea para revelar la pérdida de unidad psíquica de Zama es el sonido. Los diálogos y otros elementos de la banda sonora tienen una naturaleza obsesiva que nos lleva al territorio de lo siniestro. palabras son parloteo, materialidades que circulan y se repiten, que ocultan en vez de comunicar. En la trilogía de Salta (La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza) Martel desarrolló una personalísima narrativa de lo oblicuo, donde todas las promesas colapsaban, con diálogos y acciones que rara vez llegaban a su fin. Las herramientas que la directora argentina usó para diseccionar a la burguesía estancada y provinciana de sus tres primeras películas se trasladan de siglo y de lugar en su cuarto largo. En Zama, de nuevo, las conversaciones son puro artificio: su sentido está sumergido.
La época colonial, a los ojos de Martel, está revestida de teatralidad y sumida en jerarquías, convencionalismos y documentos de no poca sofisticación: pertenece plenamente a la historia y sus ejercicios de poder. Zama muestra cómo todos los intercambios, privados y públicos, están regulados por esa violencia. La espera del personaje es, primero, la imposición de un orden burocrático que luego se vuelve una realidad de la conciencia. Es Kafka en el Río de la Plata. Cuando Di Benedetto dedica su novela a las víctimas de la espera entiende, como Roland Barthes, que todo poder se hace esperar. Diego de Zama es nuestro contemporáneo porque la violencia que lo devasta es la misma que nos condena a todos: no poder ajustar la realidad y el deseo.
En el sistema narrativo de Martel no hay lugar para la libertad. Por un lado, las instituciones sociales (desde la familia hasta el Estado) determinan el rango de acción de los personajes levantando un anillo que los aleja del mundo de la vida o de la experiencia inmediata. Del otro, su propio deseo los aprisiona. En Zama ese doble cerco solo puede resolverse en la mutilación y el delirio. Ese que fue el origen de América también parece ser su presente.