Otra tierra
Filoctetes es una tragedia extraña. A su protagonista lo muerde una serpiente en el pie. Sus lamentos y gemidos, su llanto continuo y sus gritos, sumados al hedor de su herida, hacen de él una compañía hostil. Su sufrimiento es salvaje. Así que sus compañeros lo abandonan en una isla, asilado y solitario, como quedan confinados todos los que sufren: separados del mundo
y de sus intercambios, de la suavidad en el trato, de las buenas maneras y de la vida en sociedad. Filoctetes pasa diez años en esa isla, aullando, o casi. Por razones puramente utilitarias, y sin que los mueva en absoluto la compasión, un puñado de guerreros vuelve a la isla a buscar a Filoctetes porque se necesita su arco para ganar la guerra. Al ver que después de tantos años un igual se le acerca, el viejo Filoctetes, “enfermo de una enfermedad salvaje”, les pide que no teman su aspecto ni su presencia; les pide que su soledad no los espante. Filoctetes pide humildemente que le hablen. Eso es todo lo que pide. El griego encargado de tender una trampa a Filoctetes, de fingir interés y simpatía para robarle su arco, lo saluda. Un saludo simple, convencional. Nada muy emotivo. Soy tal y tal, soy heleno, etc. Al saludo, pero no a su contenido, sino simplemente al sonido del lenguaje del otro, Filoctetes responde con unas palabras sobrecogedoras. “¡Oh, queridísimo lenguaje!”, dice.
De todas las palabras que Sófocles eligió para decir el dolor de Filoctetes, estas me parecen las más devastadoras. Es una especie de alivio y de gratitud ante el simple hecho – tan extraordinario– de que a su soledad puedan llegar las palabras de otro.
Es extraña esta relación entre lenguaje y sufrimiento, porque en principio el dolor y el lenguaje son incompatibles. El que sufre no puede decir su sufrimiento, y las palabras no pueden curar el dolor, ni tocarlo siquiera. Cuando tratamos de acercarnos con palabras a alguien que sufre, no podemos hacerlo con las palabras de la razón; no podemos explicar su dolor, ni medirlo, ni compararlo con otros dolores. El dolor tiene siempre algo de absoluto y no tiene medida sobre la tierra. Así que no hay razón para el dolor. No es la potencia racional del lenguaje la que se activa en el consuelo, sino
su potencia afectiva, la voz del otro, el rastro de la cercanía: aquí estoy, tan cerca como puedo, qué puedo decir, que lo siento, que siento tu dolor, que sufro contigo, que quizá tu dolor pueda aliviarse un día. Estas son las palabras del consuelo. No son mucho; son nada, casi nada.
Seguramente hemos tenido en nuestra vida la experiencia de un sufrimiento intenso y la experiencia del consuelo. Son experiencias valiosas y raras, las dos, sobre todo porque en el mundo en que vivimos la saturación anestésica de la experiencia tiende a encubrir la falta total de experiencia. En el caso del dolor en particular, carecemos ya de acceso a él, al dolor propio y al de los demás, y solemos tener vedado el acceso al consuelo. Consolar es tan impúdico como sufrir.
Por eso Filoctetes es una tragedia muy contemporánea. Habla de la apatía y de la necesidad utilitaria de normalizar el dolor del que sufre para superar un impasse colectivo. Se hacen entonces necesarios los trucos, el falso interés, el interés interesado y no el interés desinteresado del auténtico consuelo.
La compasión no es una fuerza que opere en este mundo. Lo que opera son las redes terapéuticas, los recursos sedantes, narcotizantes y farmacéuticos con los que sofocamos o regulamos el dolor propio y el de los otros. Excepto en espacios muy íntimos, o en espacios que son compartidos pero excepcionales, el lenguaje está completamente olvidado. La gratitud y el alivio de Filoctetes ante el lenguaje del otro podrían parecer hoy simplemente ridículos. Sufrimos en silencio, sin saber siquiera que sufrimos, sin saber que ansiamos tanto las palabras de otro. La inhibición del lamento, tanto como la inhibición de las palabras de consuelo, son parte constitutiva de nuestras buenas maneras. Pero esa inhibición no es en realidad sino una forma tortuosa de lamento.