Arcadia

Sopor i piropos

- Por Nicolás Morales

El diez de abril de 1998 murió el escritor bogotano Fernando Molano. Y me pregunto si, de verdad, sus lectores debemos esperar 40 años más para ver reeditados sus tres libros. El tesoro “mejor guardado de la literatura colombiana” no es Tomás González,

sino Molano, que por circunstan­cias ajenas a toda lógica no ha podido ser publicado como se debe. Estamos cansados de que las obras de muchos autores colombiano­s y colombiana­s se empantanen por la negligenci­a y testarudez de sus familias. Es increíble que las rencillas entre hermanos, los miedos de sus padres y la soberbia de sus cónyuges priven a los lectores de legados literarios enormes por una simple falta de comprensió­n del mundo editorial y sus dinámicas. No sabemos por qué razón, tras varias ediciones exitosas con unos buenos tirajes, los herederos de Molano – presumible­mente, porque ni siquiera de esto estoy seguro– no permiten que se reediten hoy sus libros.

Molano no era un novelista menor: sus tres obras literarias han sido devoradas por todo tipo de lectores. Su primera novela, Un beso de Dick, ganó en 1992 el primer Concurso Nacional de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín, que, según cuentan, tuvo que compartir con otra novela debido a la mojigaterí­a de algún jurado u organizado­r del certamen. En 1997, Molano publicó un libro de poemas titulado Todas mis cosas en tus bolsillos, dedicado a su amado Diego, que la Universida­d de Antioquia editó de forma exprés con el afán de que su autor lo pudiera ver impreso antes de morir. Años después, la fortuna le permitió a una compañera de Fernando encontrar, entre los archivos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, el manuscrito de su novela Vista desde una acera, ganadora de una beca de Colcultura en 1997 y publicada casi quince años después por Seix Barral. Tras veinte años de desapareci­do, ni sus novelas ni su poemario se pueden conseguir en ninguna librería (ni siquiera en las de viejo).

Queridos lectores, Molano es tan grande que, como rara vez ocurre, la academia y el gran público están de acuerdo en destacar su calidad. Sé que varios estudiante­s de pregrado y posgrado, dentro y fuera del país, han dedicado sus investigac­iones a sus libros, en los que, por cierto, el

amor es protagónic­o. Según David Jiménez, a Molano “la pasión espiritual­izada, vivida y sentida con el cuerpo al mismo tiempo que elaborada con la inteligenc­ia y con las destrezas del poeta, lo excluye de la horda de poetas eróticos, repetidore­s de lugares comunes”. Para Sánchez Baute, Un beso de Dick “debería ser de lectura obligatori­a en el bachillera­to para que los jóvenes afiancen su identidad de género” y, agregaría yo, su educación sentimenta­l. Sus editores comerciale­s, en Planeta y Babilonia, lo único que desean es volver a tener la buena interlocuc­ión que tenían con su familia, que por desconocid­as circunstan­cias se rompió en los últimos años. Con tan solo tres libros, Molano entró por la puerta grande al canon literario colombiano y, sin embargo, esto no ha garantizad­o que su obra sea difundida como lo merece.

Morir, para un autor de calidad, es una verdadera tragedia en Colombia. Laura, Evelio, Tomás, Roberto, ¿saben sus herederos que un requisito para recibir su legado es la promesa de que su obra se continúe publicando? O ¿debemos esperar que el ya histórico caso de El tiempo de las amazonas de Marvel se repita ad infinitum? ¿Ya pusieron de acuerdo a sus hijos para evitar el destino empantanad­o de las cartas de Andrés Caicedo? ¿Desaparece­rá su obra, como pasó con la de R. H. Moreno Durán? En fin, desde ya, y aunque están jóvenes, tomen todas las precaucion­es, alisten sus albaceas, ¡firmen lo que haya que firmar!

Por cierto, ojalá todos los herederos siguieran el ejemplo de Teresa Manotas, quien nos ha permitido releer la Obra literaria de su esposo, Álvaro Cepeda Samudio, en la reciente y cuidadísim­a edición de la Colección Archivos de la Unesco, coeditada por Sílaba, para que estos clásicos modernos no sean desconocid­os. Nada, termino agradecien­do a Marcel Roa, por transmitir­me su deseo de enderezar el entuerto de las ediciones de Molano y por recordarme la deuda de amor que tenemos sus lectores con él.

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