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El artista colombiano acaba de ganar uno de los reconocimientos más prestigiosos de la fotografía. ¿Qué dice de esa técnica el hecho de que se lo hayan otorgado a un artista que no se concibe a sí mismo como fotógrafo?
Muchos se preguntan por qué Óscar Muñoz acaba de ganar el Premio Hasselblad si se trata de un reconocimiento para fotógrafos. La respuesta puede tener que ver con que un artista ya no debe mantenerse en el marco rígido de los medios tradicionales. Hoy, más bien, cuenta con algo muy poderoso a su favor: la posibilidad de ser infiel a sí mismo, de poder desdoblar y deshacer los bordes.y tal vez por eso Muñoz recibió el premio, justamente en tiempos en que el concepto de fotografía está en revisión y hay una preocupación por entenderla como metáfora y no como un simple oficio.
La historia de Hasselblad comenzó en 1841 en Gotemburgo, Suecia. En ese año, prácticamente el mismo en que nació la fotografía, se fundó allí una empresa para comercializar bienes, que abrió una sección de fotografía. Años más tarde, gracias al trabajo de Victor Hasselblad, nieto del fundador, el apellido se volvió un símbolo de cómo la cámara fotográfica podía incursionar en el diseño y la creatividad técnica. La reputación llevó a Hasselblad a viajar por el mundo, a aprender de ingeniería y técnica del medio y a convertirse en un protegido de George Eastman, el fundador de Kodak y creador de la película fotográfica.
Más adelante, durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno sueco le pidió a Hasselblad fabricar una cámara especial para las fuerzas militares en combate, mejor que la que usaban los alemanes. El resultado de la encomienda fue el inicio de una nueva era. Hasselblad construyó cámaras portátiles asequibles al bolsillo del ciudadano, cámaras de “detective” y cámaras para fotografiar en el espacio. Su propia pasión por la fotografía lo llevó incluso a hacer reconocidas series de pájaros y migraciones de aves.
Tras la muerte de Victor Hasselblad en 1878, su fortuna quedó a cargo de la Fundación Victor y Erna Hasselblad con el fin de promover la investigación y la creación en todo lo relacionado con la fotografía. El Premio Hasselblad, que la
fundación lanzó en 1980, pronto se convirtió en el más prestigioso del mundo, en especial por la calidad de los jurados (todos expertos en el medio) y también por estar dotado de 125.000 dólares, además de la producción de una publicación y la realización de una exposición del artista ganador. Entre las figuras que lo han recibido se encuentran los franceses Sophie Calle y Henri Cartier Bresson, el español Joan Fontcuberta, la mexicana Graciela Iturbide, los alemanes Bernd y Hilla Becher, el maliense Malick Sidibé y los estadounidenses Cindy Sherman, Ansel Adams y Nan Goldin. Al enterarse de que era el ganador de este año, Muñoz dijo que, además de ser un honor, se sentía ahora motivado a seguir trabajando con intensidad y pasión. Recibirá el premio en Gotemburgo en una ceremonia el próximo 8 de octubre.
De manera unánime, los miembros del jurado resaltaron que “el paso del tiempo, los caprichos de la historia y la desintegración de la imagen constituyen el núcleo de la investigación de Óscar Muñoz”. Según ellos, esto le permite al colombiano cuestionar la veracidad del medio fotográfico. Y prosiguen: “Sus instalaciones unen elementos como la sensibilidad a la luz y la imagen en movimiento con elementos como el agua, el carbón, el dibujo y la proyección. De manera ingeniosa, inventa estrategias experimentales que evocan la fugacidad de la imagen y su transfiguración en el espacio y el tiempo”. El trabajo de Muñoz, para los jurados, posee “una cualidad mágica que ofrece una metáfora de la condición humana”.
UNA FOTO QUE SE REINVENTA
Mi relación con Óscar Muñoz (Popayán, 1951) ha sido cercana gracias a colaboraciones en cinco proyectos de exposición. Los más importantes fueron un recorrido retrospectivo en el Museo de Arte del Banco de la República, al que José Roca me invitó como curadora adjunta, y un proyecto in situ realizado en unos baños abandonados en La Tabacalera de Madrid. Pongo esto de presente, pues al desarrollar una exposición uno conoce la obra del artista, pero también el proceso y la psicología de su acto creativo. De Muñoz he aprendido que la relación con el arte debe ser promiscua, dudosa e incierta, para poder revisar y reinventar lo hecho previamente. Su trabajo reflexiona sobre la memoria y nunca se vuelve redundante, pues siempre logra una nueva aproximación a la fotografía.
En esta miscelánea, la fotografía dialoga con otros medios y así consigue reinventarse a sí misma. Y ahí radica lo extraordinario de que se trate de un premio fotográfico como el Hasselblad: con él se reconoce a un artista que permite leer la foto desde la serigrafía, desde el dibujo, desde la instalación, desde el video. Su relación con la fotografía viene desde muy temprano. Sus dibujos de la década del setenta fueron inspirados en las fotografías de inquilinatos que surgían de los recorridos que Muñoz hacía por su ciudad adoptiva, Cali, junto con artistas como Éver Astudillo, Fernell Franco o Eduardo Carvajal. Muñoz no hacía las fotos. Entonces, la fotografía era apenas el punto de partida de un hiperrealismo que estaba en boga. Pero el dibujo se fue diluyendo, y así arrancó para Muñoz una relación con los procesos de impresión: no por el objetivo de fijar, sino, por el contrario, por la posibilidad que ofrecía de cuestionar la imagen y hacerla desaparecer como metáfora de la ruina y el olvido.
Por esta vía concretó sus primeros Narcisos (1994), en los que un autorretrato fotográfico del artista flota hasta evaporarse en una cubeta de agua. Al final, solo quedan los rastros del carbón y otros materiales con que fue elaborado. La relación de la imagen con el agua proviene de las experiencias iniciáticas en el cuarto oscuro. Al respecto Muñoz dice: “Esa noche entré por primera vez a un cuarto oscuro. Esta casa en la oscuridad, en medio del cerro, solo recibía el resplandor de la luz de la ciudad abajo en el valle. Entonces, de repente, en la penumbra se prende la ampliadora, luego meten el papel al revelador y empieza a aparecer algo… Mi cara en el papel sumergido. Yo quedé atónito. Tan petrificado como en la fotografía... Asistí por primera vez a la aparición de una imagen desde el blanco del papel. Iba a decir: sobre el blanco del papel, pero, no, la imagen estaba allí, embebida en el papel, siendo parte de su materialidad. Fue una revelación, un instante de perplejidad que me quedó fijado”.
Se da entonces otra aproximación ambigua a lo fotográfico: la relación experimental entre la fotografía y los procesos de grabado. A partir de la década del noventa , Muñoz empieza a trabajar la imagen desde la serigrafía y el pirograbado (impresiones con calor que hace inicialmente con un cigarrillo). Y luego, motivado por su interés en lo efímero, llega al video. Mediante procesos de edición y aceleración logra efectos fantasmagóricos en que la imagen huye de nosotros, en muchos casos para irse por un sifón: un gran cíclope que absorbe los recuerdos.
RECUERDOS VIVOS
Dice Muñoz que una vez leyó en un estudio sobre Wittgenstein que la imagen mnemónica no es una fotografía, que no es estática, ni plana. “Por otro lado, me pregunto si el recuerdo de una imagen fotográfica será necesariamente el de una imagen congelada”, dice. “A mí, más que recuerdos estáticos, me llegan vivencias. Las cosas que me llegan de la infancia tienen que ver mucho con momentos en que me relaciono con los materiales”. Luego cuenta que, al pensar en las “únicas dos fotografías en que aparezco con mi familia”, no recuerda el momento vivido, ni el lugar, pero sí haber tenido en sus manos la “maravillosa y delicada sombrilla con innumerables radios de bambú con que salimos en la foto”. Ahí reconoce un interés por la materia, por las superficies. “En esto tiene mucho que ver la vida del juego, de la infancia, del niño agachado como un hombre primitivo, curioso por comprender el mundo a partir de las superficies, los sabores y los olores”.
A Muñoz, según me dijo durante una conversación, no le interesan sus fotos, sino aquellas que otros toman. Sobre esa convicción se erige otra dimensión de su obra: su trabajo con material de archivo, su obsesión por coleccionar imágenes de anticuarios o pulgueros, imágenes recortadas de periódicos o imágenes icónicas de los libros de historia. Aquí vale la pena recordar su intervención en el río Cali en 2004, cuando desde el Puente Ortiz proyectó sobre el agua imágenes de transeúntes de los años cincuenta que había comprado en los laboratorios de los fotógrafos callejeros. Nueve años atrás, en 1995, con retratos de obituarios y anónimos sacados de los periódicos, ya había hecho la obra Aliento, compuesta de imágenes impresas con grasa en un espejo, que solo podían verse cuando el visitante exhalaba aire caliente sobre la superficie.
Su depósito de imágenes recopiladas le permite a Muñoz reflexionar sobre “el archivo del mal”, una idea que usó el filósofo Jacques Derrida para señalar la impaciencia del ser humano al recordar, sediento de memoria y propenso a reconstruir versiones nefastas de la historia: “Los desastres que marcan este fin de milenio son también archivos del mal: disimulados o destruidos, prohibidos, desviados, ‘reprimidos’ (...). Nunca se renuncia, en el inconsciente mismo, a apropiarse de un poder sobre el documento, sobre su posesión, su retención o su interpretación”.
Para terminar, hay que mencionar que, en la obra reciente de Muñoz, la aproximación a la historia de la imagen no puede ser más pertinente en el mundo virtual en que vivimos, que ha eliminado la importancia de los documentos. La imagen fotográfica ha sido violentada y descontextualizada, lo vemos a diario en Google Images, en Facebook, en Instagram. En obras como Sedimentaciones (2011) o El Coleccionista (2015), él ya había venido trabajando sobre la cultura de la imagen sin jerarquía, sobre cómo esta cultura nos hace pensar hoy en una fotografía o relacionarnos con ella de una manera radicalmente distinta a como nos vinculábamos, por ejemplo, con un álbum fotográfico. Para Muñoz, hoy somos todo y somos nada, porque nuestros recuerdos ya no son nuestros. Los construimos a través de imágenes de otros.
De Muñoz he aprendido que la relación con el arte debe ser promiscua, dudosa e incierta, para poder revisar y reinventar lo que se ha hecho previamente