El argentino Rafael Spregelburd, estrella del FITB
Una activista que sirvió de enlace de la organización Human Rights Watch en Colombia, durante el gobierno de Álvaro Uribe, acaba de publicar una investigación que muestra, mediante tres casos heroicos, el drama que significa buscar la verdad en el país.
El jurista y defensor de Derechos Humanos Jesús María Valle Jaramillo, asesinado en Medellín el 27 de febrero de 1998, marcó la vida de muchas personas. También la de María Mcfarland, una abogada peruana-estadounidense, que entre 2004 y 2010 observó la realidad colombiana como investigadora de la organización Human Rights Watch. Su conocimiento adquirido en esa época la llevó, primero, a una ardua tarea de investigación que le tomó seis años y, luego, a escribir el libro There Are No Dead Here: A Story of Murder and Denial in Colombia (Aquí no hay muertos: una historia de asesinato y negación en Colombia), publicado por la casa editorial Nation Books y lanzado el pasado 27 de febrero en Nueva York.
Mcfarland conoció la historia de Valle Jaramillo a través de Iván Velásquez, quien como magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia adelantó en el país los procesos de la llamada “parapolítica”. La labor de Velásquez destapó la infiltración de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en el Congreso de la República y en distintas instancias estatales, regionales y locales. Ambos abogados, unidos por un mismo origen en Antioquia, compartían un rasgo excepcional en tiempos de impunidad y silencio: la persistencia en determinar con claridad los vínculos del paramilitarismo con distintas instancias del Estado.
Esto motivó a la investigadora a adentrarse en la vida de Valle y Velásquez y a contar, desde lo que debió vivir como enlace de la organización estadounidense en Colombia, lo ocurrido en el país durante las décadas que duró esa macabra asociación y sus funestas consecuencias. A ese propósito Mcfarland le sumó otra historia: la de Ricardo Calderón, el director de investigaciones de la revista Semana, que con sus valerosos trabajos ha contribuido de manera decisiva a
establecer los nexos entre funcionarios del alto gobierno y grupos paramilitares.
“Detrás de algunas de estas amargas historias se encuentran lecciones sutiles sobre el bien y el mal, sobre la verdad y la esperanza”, escribe Mcfarland. “Aun viviendo en un enorme peligro, muchos colombianos muestran a diario una honestidad, un coraje y una nobleza que hasta hoy considero difícil de explicar. Quizá la mejor forma de entender esto tenga que ver con que en un lugar tan complejo [como Colombia] a veces la integridad es lo único firme a lo que uno puede aferrarse”.
Buena parte de la información del libro, según dijo la propia Mcfarland en una entrevista con el portal Verdad Abierta, ya había sido publicada en medios de comunicación del país. Pero se trataba apenas de “notas de prensa”. Según ella, el principal aporte de su trabajo es que logra contextualizar los hechos y, sobre todo, que explora las dimensiones humanas de los tres protagonistas.
De esta manera, la autora busca romper con el enfoque que por años se impuso, dentro y fuera del país, al tratar temas relacionados con los actores del conflicto. En el amplio repertorio de narraciones de la guerra en Colombia ha predominado la fijación en los personajes siniestros. Mcfarland voltea la mirada de manera radical y la pone en aquellos que han querido hacer el bien. De ahí que considere su trabajo “esperanzador”. Su ángulo refuerza el compromiso de quienes trabajan desde esa perspectiva y ofrece una versión de los hechos esclarecedora y cercana a la gente.
EL PROFETA
Con el fin de lograr descripciones precisas, la abogada accedió a una nutrida información documental. Los testimonios que reunió le permitieron reconstruir la vida de Valle, Velásquez y Calderón, y presentar los riesgos en que se dio su búsqueda de la verdad, en medio de una férrea oposición política y de la constante amenaza de grupos paramilitares.
Mcfarland cuenta que Valle Jaramillo llevaba una vida muy sencilla, que se negaba a “modernizarse” y que escribía sus memoriales en una vieja máquina Olivetti. En esto, según ella, se reflejaba su espíritu rural, forjado en las montañas de Ituango junto a sus padres, sus dos hermanos y sus ocho hermanas, del cual surgió en parte la indignación que lo dominó al escuchar las historias del campesinado de esa región de Antioquia, golpeado por las primeras expresiones de violencia paramilitar en 1996.
Largas entrevistas con familiares y amigos, y docenas de documentos, muestran que Valle Jaramillo fue una de las primeras personas en Antioquia que denunció la connivencia de sectores del Ejército con grupos paramilitares. Además, por muchos años avizoró y luego hizo público lo que más de una década después confirmaron fiscales, jueces y magistrados: “Paramilitares y las Convivir se confunden en los uniformes, en las sedes, en los vehículos que utilizan”. Así lo dijo en un discurso el 25 de agosto de 1997 en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, en Medellín, durante la conmemoración del décimo aniversario del asesinato de los defensores de Derechos Humanos Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur y Felipe Vélez, cometidos por comandos paramilitares.
Mcfarland dice que tituló el primer capítulo “El profeta” porque desde muy temprano Valle Jaramillo advirtió lo que se le vendría al país con el paramilitarismo y sus vínculos con el Estado. Su valor, su arrojo y su sensibilidad le costaron la vida, justo cuando presidía el Comité Permanente de Derechos Humanos de Antioquia. En la tarde del 27 de febrero de 1998, dos hombres y una mujer entraron a su oficina en el centro de Medellín. Tras intimidar a una de sus hermanas, que trabajaba con él, los sicarios le dijeron: “Usted para nosotros es muy importante, pero también es un problema”. Luego lo obligaron a tenderse en el piso, boca abajo, y le dieron dos balazos.
Rastrear lo ocurrido con Valle Jaramillo llevó a la autora a profundizar en las entrañas de la impunidad, a conocer la apabullante prontitud y la dramática eficacia con que se impuso en Antioquia el fenómeno paramilitar en respuesta al yugo de los grupos guerrilleros. La llevó a conocer la historia de miles de ciudadanos, en campos y poblados, que salieron perjudicados de la violenta incursión. Y la llevó también a Iván Velásquez, el único que podía guiarla en su investigación.
El libro, de hecho, se gestó en 2012, tras las conversaciones que la autora sostuvo con el exmagistrado Velásquez. Catorce años atrás, en 1998, este había trabajado como coordinador de fiscales de Medellín y conocía como pocos cómo se orquestaba la impunidad para favorecer a los paramilitares y a quienes los financiaban. Precisamente uno de estos actores ocultos –la poderosa banda La Terraza, que prestaba sus servicios a los altos mandos de las AUC– cometió el asesinato de Valle Jaramillo.
LOS INVESTIGADORES
Tras conocer que Velásquez investigaba a los “parapolíticos” y ya comenzaba a desentrañar sus redes criminales, Mcfarland pensó en hacer un artículo de prensa. Pero, al advertir las presiones que Velásquez enfrentaba, sintió que debía ir más allá. Hizo numerosos viajes al país, entrevistó a cientos de personas y consiguió decenas de audios, videos y documentos, entre los cuales había explosivos expedientes judiciales. Así logró conseguir lo que quería sobre el magistrado y, durante dos años, se entregó a redactar su perfil.
Poco a poco, la investigadora reconstruyó la historia del drama y dolor que puede producir la búsqueda de la verdad en Colombia. Un momento arrollador de su narración se da al leer sobre los asesinatos de un puñado de funcionarios del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de la Fiscalía entre 1995 y 1999. Varios de ellos habían querido escarbar en las honduras del paramilitarismo y, en una pequeña oficina de un parqueadero en Medellín, encontraron libros contables con cientos de nombres de quienes, al parecer, financiaban esa poderosa máquina de guerra.
En 2010, la Corporación Jurídica Libertad y el Instituto Popular de Capacitación establecieron que detrás del crimen hubo sectores estatales, así como funcionarios judiciales que ayudaron a desaparecer las pruebas. “Conocer más de cerca cómo, uno a uno, los paramilitares asesinaron o provocaron la huida de investigadores y fiscales idealistas y valientes me generó una profunda tristeza e indignación”, dice Mcfarland. “A varios de los sobrevivientes esta experiencia los marcó de por vida porque estuvieron cerca de destapar gran parte de la verdad sobre el paramilitarismo, pero sintieron que esa oportunidad se perdió. Con tantos investigadores muertos, el costo fue altísimo”.
Siguiendo las pistas que le llegaron por documentos refundidos en viejos anaqueles y por los testimonios que reunió, incluidos algunos de exjefes paramilitares recluidos en cárceles de Estados Unidos, la abogada estableció conexiones que podrían explicar el asesinato de Valle Jaramillo. También pudo confirmar una de las cosas más graves que él mismo había intentado denunciar: que el avance paramilitar en Antioquia surgió en parte de una relación directa con la Gobernación de Antioquia, en ese entonces a cargo del expresidente y actual senador de la República Álvaro Uribe Vélez.
Un aspecto que le dio notoriedad al libro antes de su lanzamiento tuvo que ver con la difusión de una mínima parte, relacionada con un hecho ocurrido el 24 de febrero de 2006, cuando en las selvas del Urabá antioqueño cayó a tierra el helicóptero en que viajaban –y perdieron la vida– el político conservador Pedro Juan Moreno y tres personas más. Se trata de un correo electrónico que, desde una prisión en Estados Unidos, el exjefe paramilitar Diego Fernando Murillo, alias Don Berna, le envió a Mcfarland. En el mensaje, Murillo sostiene que Uribe Vélez ordenó la muerte de su amigo y exsecretario de Gobierno de Antioquia durante su administración. Todo ha sido negado por el líder político. Y por su parte, la autora no da nada por sentado e insiste que son circunstancias que deben ser investigadas por las autoridades colombianas.
Ante tanta impunidad, ante tantos hechos negados, tantos ocultamientos y tantos indicios, Mcfarland decidió incluir en el título del libro una pista de un fragmento de Cien años de soledad. Se trata del momento en que José Arcadio Segundo pregunta por la masacre de las bananeras: “La mujer lo midió con una mirada de lástima. ‘Aquí no ha habido muertos – dijo–. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo’. En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: ‘No hubo muertos’. Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre”.
Con su minuciosa investigación, Mcfarland responde con fuerza a las preguntas que ha venido abriendo nuestra sistemática negación de la historia de violencia de Colombia. Y así le responde a José Arcadio Segundo que sí, que tiene razón, que aquí hubo una masacre, pero que todavía muchos se empeñan en negarlo. Tal vez por ignorancia, tal vez por miedo, o tal vez por culpa.
El libro responde con fuerza a las preguntas que ha venido abriendo nuestra sistemática negación de la historia de violencia de Colombia