El fotógrafo y escritor Teju Cole
Lo anómalo –la combinación extravagante y muy difícil de clasificar de atributos y talentos, pensamientos y ciudades, culturas y saberes, opiniones y pasiones– es el elemento determinante, la única definición posible, de la literatura y la fotografía del
En las últimas páginas de las dos novelas que Teju Cole ha publicado hasta ahora, Ciudad abierta y Cada día es del ladrón –libros sobre pensativas excursiones a través de ciudades alucinantes–, y al final de su colección de artículos Known and Strange Things –que como todo libro de ensayos es a fin de cuentas también uno de viajes– ocurren algunas cosas siniestras. Hay de repente, en la primera novela, una revelación espantosa que enturbia cualquier impresión positiva que pudiésemos haber tenido del protagonista, quien a estas alturas ya nos resultaba familiar; en la segunda, una escena abre la puerta de par en par a la antipatía del lector; y en un último ensayo, a modo de obsequio engorroso, recibimos una noticia dramática sobre el autor. En cada caso el lector no está muy bien preparado para la sorpresa que Cole, como un aguafiestas genial, devela solo en el último momento.y al cerrar el libro quedamos con un sabor amargo en la boca. ¿Cómo ignorar u olvidar fácilmente a un escritor tan empeñado en incomodarnos?
Lo primero, quizá, que habría que decir acerca de Teju Cole es que es una anomalía. Es obvio: eso probablemente se puede decir de cualquier escritor notable. Dicho de Cole, sin embargo, adopta proporciones especiales. Pues parecería ser que lo anómalo –la combinación extravagante, y muy difícil de clasificar, de atributos y talentos, pensamientos y ciudades, culturas y saberes, opiniones y pasiones– es el elemento determinante, la única definición posible, de la literatura y la persona de Teju Cole. Ya decía el escritor mismo, hace algún tiempo, sobre su identidad personal algo que vale también para su obra: “Soy un problema para los categorizadores, en parte porque no discuto las categorías. Me siento cómodo siendo descrito como afropolita o africano o estadounidense o panafricano. O yoruba o de Brooklyn o negro o nigeriano. Lo que sea. Siempre que las etiquetas sean numerosas. Soy ‘local’ en muchos lugares”.
Teju Cole nació el 27 de junio de 1975 en la pequeña ciudad de Kalamazoo, Míchigan, en el noreste de los Estados Unidos, como el mayor de cuatro hijos de una pareja de nigerianos. Poco después de su nacimiento, Cole y su madre regresaron a Lagos, Nigeria; su padre los seguiría poco tiempo después. A los 17 años, Teju regresó a Estados Unidos para asistir a la universidad. Tras un año en la escuela de Medicina de la Universidad de Míchigan, se inscribió en el programa de Historia del Arte Africano de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, en Londres. Más tarde hizo en la Universidad de Columbia un doctorado en Historia del Arte. Hoy vive en Nueva York.
Hasta la fecha, Cole ha publicado dos novelas que le han dado reputación y fama literarias en todo el mundo, un celebrado libro de ensayos y una colección con sus fotografías y textos al respecto. Es además el crítico de fotografía de The New York Times Magazine y autor y columnista de algunos de los medios más reputados del mundo anglosajón.
Que de ser un autor desconocido Teju Cole saltara al estrellato literario internacional tras la publicación de Ciudad abierta en 2012 parece contribuir a la anomalía. En un mundo enamorado de narraciones literarias y televisivas presurosas, tramas emocionantes, relaciones humanas intensas, misterios que invariablemente serán resueltos en los últimos capítulos o episodios, Cole va en contravía. Ciudad abierta reúne las experiencias y reflexiones de Julius, un estudiante de medicina nigeriano-alemán inmensamente culto, mientras camina, casi siempre sin un objetivo claro, por las calles de Nueva York –y, brevemente, de Bruselas y de Nigeria– en tiempos posteriores a los ataques contra las Torres Gemelas de septiembre de 2001. De no ser porque la palabra “novela” puede ser usada para describir prácticamente cualquier experimento narrativo, uno casi querría decir que el libro de Cole es otra cosa. En Ciudad abierta no pasa nada. O mejor: pasan muchísimas cosas, sin que una escena o una vivencia particular lleven a algún sitio preciso. Hay encuentros cargados de gran significado: con un viejo profesor japonés de medicina, con una olvidada amiga de infancia en Lagos, con un joven tendero árabe que quiere comprender el mundo, con un mejor amigo de cuyo nombre jamás nos enteramos. Hay diálogos vehementes y enigmáticos. Hay búsquedas de personas hace tiempo perdidas de vista. Pero los encuentros se disuelven, los diálogos se cortan por la mitad, las búsquedas se interrumpen y las personas permanecen perdidas. La sorpresa misma que cambia nuestra perspectiva por completo al final del libro permanece suspendida como un insulto terrible en el aire, irresuelta. Atrás queda solamente la infinita e impasible ciudad de Nueva York.
Los pensamientos inagotables del caminante-protagonista, como sus experiencias urbanas, se bifurcan, difuminan y se conectan unos con otros de formas imprevistas: el supervisor de la calefacción en el metro neoyorquino lleva a Julius a cavilar sobre el Holocausto nazi; un jardín de hierbas lo lleva a la figura de Paracelso y a los orígenes del racismo; un paseo por Wall Street se convierte en una digresión histórica, apasionante, sobre un antiguo cementerio de esclavos africanos en el corazón de Nueva York. Así, Ciudad abierta evade cualquier clasificación clara: es el paseo de un flâneur contemporáneo, erudito, transnacional y muy consciente de los embustes y privilegios raciales
actuales; un juego borgiano de referencias literarias, artísticas y culturales exquisitas; un nuevo mapa literario, tan fiel como arbitrario, de Nueva York; el cuaderno de notas de un agudo intelectual negro; un reportaje urbano de un fotógrafo perspicaz, sin imágenes, solo en palabras; una autobiografía perversa y engañosa que lleva al lector –usualmente dispuesto a ofrecer su simpatía a cualquier narrador en primera persona– hasta sus límites.
En el tono en que está escrita Ciudad abierta hay una cierta frialdad, una distancia que, junto con la trama nebulosa, hacen que el libro cause una impresión similar a la de aquellos sueños donde pasan muchas cosas que uno presiente importantes, pero que no puede recordar muy bien después de haberse despertado. Esto hace parte del atractivo del libro y constituye, al mismo tiempo, una de sus limitaciones.
La segunda novela de Teju Cole, Cada día es del ladrón (2014), en muchos sentidos comparte un molde con Ciudad abierta. A menudo, es considerada solo en comparación con la novela más popular, como una especie de producto secundario. Y sin embargo, Cada día es del ladrón posee una fuerza, una naturalidad y una frescura que en algunos instantes se podrían echar de menos en Ciudad abierta. (Por lo demás, estrictamente hablando, el segundo libro de Cole es en realidad su primero: una versión original apareció en 2007 en Nigeria, pero solo fue editado internacionalmente en 2014, tras el éxito de Ciudad abierta).
Cada día es del ladrón es el diario del viaje que el narrador anónimo –otro estudiante de medicina nigeriano que vive en Nueva York– realiza a Lagos, Nigeria, la ciudad donde nació y que no visita desde hace años, y que es uno de los lugares más populosos, vertiginosos, de mayor crecimiento humano y más energéticos, para bien y para mal, de todo el planeta. Aquí están de nuevo el caminante-narrador sabelotodo y melancólico, las escenas y los diálogos cargados de una trascendencia que uno no termina de descifrar. Pero hay algo más: una presencia más concreta, más palpable, de la ciudad, de sus habitantes y de la relación del protagonista con ellos. Mientras que en Ciudad abierta Nueva York a veces se siente como una entidad abstracta, un escenario impávido donde el narrador se mueve y piensa, en Cada día es del ladrón Lagos es una coprotagonista que está muy viva, en todo su dinamismo y su contradicción, su corrupción y generosidad; en toda la fascinación, el fastidio y el desconsuelo que causa en el visitante.
En algún momento, el narrador de Cada día es del ladrón reflexiona irritado: “La desconexión de Nigeria de la realidad es ilustrada claramente en tres reclamaciones a la fama que el país ha recibido en los medios internacionales. Nigeria fue declarado el país más religioso del mundo. Los nigerianos resultaron ser la gente más feliz del mundo, y en un reporte de Transparencia Internacional Nigeria recibió el tercer puesto en un grupo de 159 países examinados para el índice de percepción de corrupción”. Más tarde leemos: “La palabra ‘hogar’ reposa en mi boca como comida extranjera. Una palabra tan simple, y su significado tan difícil de precisar. No nos hemos ido aún y ya hay algo que me atrae de regreso a esta ciudad, a este país”. Es probable que un lector latinoamericano, versado en el trato cotidiano con ciudades esquizofrénicas que ofrecen tantas razones para ser aborrecidas como para ser queridas, que repugnan y atraen, descubra en Cada día es del ladrón una buena guía para entender sus propias sensaciones urbanas (o, tratándose de un libro de Teju Cole, para entender que, en realidad, no hay nada que entender).
En los últimos años, Teju Cole ha sabido aprovechar bien el destino que se les abre a los escritores exitosos: observar –en periódicos y revistas y entrevistas y mesas de discusión– su propio tiempo y sus propias aficiones, comentarlos, buscar claves para comprenderlos. Ha sabido hacerlo a su manera. En 2016 apareció una extraordinaria colección de ensayos y reseñas titulada Known and Strange Things. Para infortunio de los lectores en castellano, el libro aún no ha sido traducido a esta lengua. La variedad temática de los artículos de Cole es sobrecogedora. De fotógrafos africanos y europeos a la presidencia y los gustos literarios de Barack Obama, del cinema de Krzysztof Kie lowski a los conflictos raciales en Brasil, de las montañas de Suiza a los años de cautiverio infame de Nelson Mandela en Sudáfrica, de los diarios de Virginia Wolff a los antiguos puertos esclavistas en África. Todo parece interesarle a Cole, todo parece causarle asombro. Con sus frases elegantes y su tono siempre reposado y de visos poéticos, sus conexiones inesperadas de ideas, sus escenas y fotos que exigen tiempo para ser desentrañadas, cada uno de los ensayos de Known and Strange Things es una invitación a ver detrás de temas que a veces –gran error– creíamos conocer bien. Y acaso lo más impactante sea que Cole casi nunca nos da la satisfacción de expresar una opinión definitiva, un juicio concluyente. Es más bien como un fotógrafo que nos ofrece una toma bien iluminada, muy detallada, de un objeto o una persona que podemos reconocer bien, pero que ahora vemos desde un ángulo completamente novedoso y raro. Ese acto de magia creativa lo repite Cole en su libro más reciente, Blind Spot (2017), una colección de sus fotos oníricas y textos sobre ellas.
Los precursores intelectuales de Teju Cole son descomunales. Quien lo lee, logra reconocer la influencia de James Baldwin, Jorge Luis Borges, W. G. Sebald, John Berger, bien sea por los temas que lo obsesionan, su talante de bibliotecario o la forma en que mezcla ficción y realidad, imágenes del mundo, ideas disparatadas sobre él y un eterno retorno a su propia persona, la cual nunca se nos revela por completo. Y sin embargo, Teju Cole nos conmueve una y otra vez con su rareza contundente, con la peculiaridad de su forma de ver el mundo, absorberlo y escribir sobre él, como si las palabras que emplea fueran una invención muy reciente. Un elemento más para añadir a la lista de anomalías.
“Me siento cómodo como yoruba o de Brooklyn, negro o nigeriano. Lo que sea. Siempre que las etiquetas sean numerosas”