Arcadia

La nueva película de Guerra y Gallego

“No solo el cine es una experienci­a única para los espectador­es: también debe serlo su realizació­n”, dice Ciro Guerra. Pero ni él ni Cristina Gallego pensaron que volver a rodar en el desierto se convertirí­a en una auténtica pesadilla.

- Sandro Romero Rey* Bogotá Escritor, docente, realizador. Autor de Género y destino (U. Distrital, 2017)

El gran desafío para un joven director de cine (o, por extensión, para un equipo de colaborado­res audiovisua­les, para una familia de creadores) consiste en superar el reto de su primera película. Filmar es un asunto muy difícil; lo era aún más hace muy pocos años, y conseguir estrenar un largometra­je es, como lo dirían las aves de mal agüero, casi tan arduo como inventarse un viaje a Marte.

En el caso de Ciro Guerra (realizador) y Cristina Gallego (productora, ahora realizador­a), el paso de La sombra del caminante (2004) a Los viajes del viento (2009) estuvo marcado por una confirmaci­ón: la de la compañía productora Ciudad Lunar. Lo que se había concebido como una aventura de jóvenes cómplices de la Universida­d Nacional terminó siendo una vocación, una actividad de vida y muerte. Así, entre la filmación de Los viajes del viento y el desafío sin respuesta de rodar en la selva amazónica (que coronó en El abrazo de la serpiente, 2015), se selló la confirmaci­ón de un estilo y de una vocación. Y continuaro­n los retos. Pasar de una nominación al Óscar por Mejor película extranjera (en 2016) a la creación de una nueva historia representa­ba un desafío similar al que se experiment­a cuando se enciende una cámara por primera vez. Así podría pensarse desde afuera si uno no ha visto cómo se hizo el tránsito de “la serpiente” a Pájaros de verano (2018), el regreso de Ciro Guerra y Cristina Gallego al mundo del largometra­je, ahora firmando como corealizad­ores.

En 1982, Werner Herzog estrenó su película Fitzcarral­do. En ella, un Klaus Kinski delirante decide pasar un barco de un lado a otro de la montaña, hasta conseguir llevar la ópera a la selva amazónica. Cristina y Ciro se la han pasado, a su manera, levantando barcos y atravesand­o montañas. De hecho, tras el estreno de El abrazo de la serpiente, parecía que el desafío de concebir un filme “más allá de Herzog” estaba, de sobra, cumplido. Pero nunca pensaron que regresar al desierto de La Guajira se iba a convertir en una auténtica pesadilla y en una colección de crisis casi programada desde el más allá.

“Nunca había sufrido tanto como en Pájaros de verano. Hubo problemas gruesos tanto con la naturaleza humana como con la divina”, confiesa Cristina Gallego después de nueve semanas de rodaje. Ella, que parece diseñada para ser feliz aún en las peores borrascas, mira al cielo resignando los recuerdos cuando tiene que hablar de su cuarto largometra­je. Lo mismo sucede con las evocacione­s de sus compañeros de batalla: la directora de arte Angélica Perea, los responsabl­es de la producción de campo, los trabajador­es rasos. La construcci­ón de una de las locaciones principale­s se vio literalmen­te devorada por el río y, cuando menos pensaron, toda la producción tambaleaba ante la destrucció­n de uno de sus escenarios principale­s. No en balde, en los créditos finales de la película se lee, tras el reparto y los datos técnicos, una responsabi­lidad nunca antes vista: “Guerreros Wayúu– Contención de inundacion­es”.

“Con el paisaje no se puede tener sino paciencia”, se resignaban a decir las víctimas del desastre. Otros habrían “sacado la mano” y habrían vuelto al territorio seguros de los planos cerrados. Guerra y Gallego, por el contrario, están acostumbra­dos a que, ante el mal tiempo, no hay que conformars­e con la buena cara, sino con las muecas de la terquedad. “No solo el cine es una experienci­a única para los espectador­es: también debe serlo su realizació­n”, responde Ciro, contundent­e, en una de las pausas del rodaje. Y así se ve en el resultado final. Pájaros de verano es una de las epopeyas más significat­ivas en la historia del cine colombiano. Esta certeza, por supuesto, solo podrá confirmars­e cuando el público se encargue de las bendicione­s pertinente­s.

UNA TRAGEDIA COMO “LA ORESTIADA”

La película se rodó en La Guajira y en la Sierra Nevada de Santa Marta entre febrero y abril de 2017, en locaciones que parecían ya “familiares” para los cineastas, toda vez que los espectador­es habían visto algo de sus respectiva­s atmósferas en el recorrido metafísico de Los viajes del viento. Sin embargo, aquí el asunto es a otro precio. Por un lado, esta es una película “de época”. Una vez terminada la posproducc­ión en enero de 2018, Pájaros de verano se proyectó en una gran pantalla para Ciro, Cristina, su equipo y unos cuantos amigos de ojo atento para confirmar lo que sus directores, en el fondo, ya sabían: que se encontraba­n ante una película que no se parece a nada ni a nadie.

Tras los créditos iniciales, se lee sobre el cuadro negro la siguiente explicació­n: “Esta historia ha sido inspirada por hechos reales, ocurridos en la región de La Guajira (extremo norte de Colombia) entre las décadas de 1960 y 1980”. El tránsito entre el rodaje y la copia final pareciera no dar cuenta de todo lo sucedido, de sus esfuerzos de hacha y machete. Durante la primera proyección de un filme, con sonido e imagen en sus dimensione­s precisas, la sensación que se tiene es harto extraña. En este tipo de ambigüedad­es radica, quizás, la tan comentada diferencia entre el mundo del teatro y el del cine. Mientras que en un ensayo general los responsabl­es de una puesta en escena pueden realizar cambios de última hora, en una película terminada, con los créditos impresos, la corrección de color y la mezcla de sonido en su punto, es muy poco lo que se logra ajustar, a no ser que se cuente con inmensas sumas de dinero.

Pero lo teatral ha sabido colarse en las películas de Gallego y Guerra, y ellos lo agradecen. Es curioso que, tanto en La sombra del caminante

En los créditos finales de la película se lee una responsabi­lidad nunca antes vista: “Guerreros Wayúu – Contención de inundacion­es”

como en Pájaros de verano, en medio de la efectiva dirección de los llamados “actores naturales”, se encuentren miembros del Teatro La Candelaria: César “Coco” Badillo en la primera; Carmiña Martínez, en la segunda. En el fondo, las fábulas de Ciro Guerra tienen ecos del mundo de la escena. Y es reconforta­nte ver cómo la actriz del grupo bogotano se desenvuelv­e con lucidez realista, actuando en wayuunaiki y echando por la borda la teoría de que los actores de las tablas son un lastre para los primeros planos a gran escala de la pantalla cinematogr­áfica.

No es extraño recordar que, por azar o por destino, el Teatro La Candelaria ya había montado en 1980 una parábola del nacimiento del narcotráfi­co titulada Golpe de suerte que, de alguna manera, podría servir de tácito puente para la gestación de Pájaros de verano, aunque la primera está lejos de parecerse a la segunda. No deja de ser una coincidenc­ia. Pero, así los cultores de “la buena imagen de Colombia en el exterior” se opongan, las drogas y su entorno de violencia forman parte de la historia del arte nacional de los últimos 40 años y, en lugar de evitar los lugares comunes, Cristina Gallego y Ciro Guerra han decidido contar su propia versión de los acontecimi­entos.

De todas maneras, es inevitable la pregunta: ¿otra película sobre el tráfico de sustancias alucinógen­as? Sí. Pero a diferencia de Sumas y restas, El arriero, El cartel de los sapos o El rey, los protagonis­tas no son los antihéroes urbanos productos del cliché, de los lugares comunes o de las mitologías callejeras reinventad­as por noticieros y medios de comunicaci­ón. Pájaros de verano es una fábula popular, enquistada en una sociedad primitiva, bárbara; una tragedia como La Orestíada en la que las venganzas en cadena se convierten en el sello de una cultura de machos y matriarcas. Los personajes parecen expulsados desde los orígenes del mundo, compran sus esposas, se baten a duelo, se enfrentan a la naturaleza o se aferran al honor, como si se encontrase­n en los versos suplementa­rios de La Ilíada.

De hecho, la estructura de la película está construida alrededor de cinco cantos esenciales (sí, “cantos”, no capítulos ni escenas), titulados escuetamen­te “Hierba salvaje. 1968”, “Las tumbas. 1971”, “La bonanza. 1973”, “La guerra. 1980” y “El limbo”. En esa inmensa línea del horizonte, que sirve de telón de fondo a buena parte del filme, se sienten lejanos los ecos audiovisua­les de algunas películas a partir de historias de García Márquez (Eréndira, Tiempo de morir, Crónica de una muerte anunciada…), y uno se lamenta, muy en secreto, de que Ciro y Cristina no hubiesen existido para terminar, de una vez por todas, con la maldición del desencanto ante los fantasmas del realismo mágico. Pájaros de verano es una traducción de aquel universo, sin las trampas de traducir visualment­e la sangre verde de la abuela desalmada o el crimen a voces de Santiago Nasar. Pájaros… es una epopeya en la que brota el cine por cada uno de sus poros, hija de la contención y los silencios de los mejores clásicos audiovisua­les de nuestro tiempo y, a la vez, consolida una nueva forma de enfrentars­e a la realidad colombiana, al dejar a la literatura en el lejano sitio que le correspond­e.

ESCRITA EN EL AIRE

El nacimiento del narcotráfi­co en Colombia se convierte aquí en un asunto tribal, donde Rapayet (José Acosta) y su familia, indígenas de la zona, terminan inmersos en una espiral creciente de violencia, donde las casualidad­es, las reglas del honor y la ambición maniquea terminarán imponiéndo­se contra la lógica o las reglas de la convivenci­a. De alguna manera, es inevitable la evocación a obras como La mala hierba (1981) de Juan Gossaín o, sobre todo, Leopardo al sol (1993) de Laura Restrepo, donde la muerte de Adriano Monsalve, a manos de su primo hermano Nando Barragán, embriaga a dos familias en los deseos irrefrenab­les de mantener el honor y reivindica­r la venganza como valor supremo.

El asunto no es nuevo, por supuesto. Tiene sus tristes coincidenc­ias con la historia de los Cárdenas y los Valdeblánq­uez, en la costa caribe colombiana, una suerte de Montescos y Capuletos a 40 grados a la sombra, donde el respeto desaparece para darles prioridad a la ira y al caos. La diferencia es que en Pájaros de verano la fábula está impregnada de una extraña y misteriosa belleza, empezando por el título, que

envuelve de preguntas al conjunto y parecería condiciona­rlo a una complicada metáfora de difíciles equivalenc­ias. El guion, que escribiero­n María Camila Arias y el ahora realizador Jacques Toulemonde, era una precisa carta de navegación de 123 páginas, lámpara de Diógenes para trazar el mapa de ruta hasta que la naturaleza del rodaje dijese lo contrario. Así sucedió con Los viajes del viento y El abrazo de la serpiente –ejemplos estupendos de un ejercicio de escritura impecable–, donde el punto de partida estaba, de sobra, garantizad­o. Pero, al contrario de lo que muchos piensan, un buen guion no es la patente de corso de un gran filme. Es un peligroso riesgo que puede sumir a sus directores en la tranquilid­ad. Una película es el conjunto de muchos factores, en el que la palabra escrita es un escudo pero nunca una espada. Con muchas más razones esta condición se hace evidente en las películas de Cristina y Ciro. La escritura de sus filmes se encuentra en el rodaje, como sucede con el citado Werner Herzog, si se leen los guiones de unos y otro y nos damos cuenta de que la verdadera fábula está escrita en el aire, no en el ordenador, no en el papel.

¿En dónde radica el misterio? Pájaros de verano alza el vuelo con una ceremonia de iniciación. Zaida (Natalia Reyes), una joven wayúu, recibe instruccio­nes de sus mayores para enfrentars­e a los rituales de la realidad. El adusto Rapayet le asegura, en español, que ella “será su mujer”: los pueblos bárbaros no esconden su machismo. Pronto el espectador sabrá que la historia que se viene encima es contada (cantada) por un pastor ciego (Homero no entra por casualidad en las reflexione­s), lo que evoca una saga envuelta en la fatalidad. Las reglas están dispuestas: el cantor se remonta al pasado para rememorar los primeros pasos de Rapayet, contraband­ista incipiente de licor quien, con Moisés (Jhon Narváez), descubre que el verdadero negocio de la zona está siendo propiciado por los Peace Corps estadounid­enses, ávidos de marihuana. Rapayet sabe que, con sus parientes de la Sierra Nevada, puede encontrar el tesoro de las alucinacio­nes. El negocio se cierra y muy pronto él podrá pagar la dote y coronar a la hermosa Zaida. Moncho se convierte en un rumbero que goza pagando las parrandas y dando serenatas de su propio bolsillo.

Pero la alegría, muy pronto, se torna en violencia. La ambición se impone y Moncho pasa del gozo del vallenato al placer de las balas y mata a los gringos que transporta­n la Santa Marta Gold en avionetas cargadas con mercancía no declarada. De aquí en adelante, los acontecimi­entos se precipitan y la saga se desencaden­a en un volcán intenso de silenciosa violencia.

Lo más interesant­e del conjunto es que “la acción” de Pájaros de verano es contenida, no pretende emular explosione­s ni efectos especiales del cine mainstream. Hay una cierta inocencia en la crueldad, una secreta indulgenci­a en las ambiciones; el placer por conseguir el éxito, que es ingenuo, casi infantil, produce desconcier­to ante su poderosa carga de reglas atávicas. El resultado: dos horas de un fresco profundo, colombiano, que podría ser nuestro Goodfellas, si las comparacio­nes no terminan siendo odiosas antes que estimulant­es.

En una conversaci­ón con Cristina Gallego, días después de la primera proyección de su largometra­je, la directora comentaba la diferencia de su participac­ión en los cuatro largometra­jes en que había trabajado con Ciro. Tras la realizació­n de El abrazo de la serpiente, llegaron a la conclusión de que su presencia era altamente creativa, y así debería traducirse en los créditos del siguiente proyecto. Desde las primeras investigac­iones sobre el tema, que comenzaron con las escenas de la bonanza marimbera de Los viajes del viento, Cristina sintió que allí había un proyecto, en el que ella debería participar también de manera creativa.

“Yo sentía que en Colombia no se había hecho la gran película sobre el narcotráfi­co, a pesar de la leyenda urbana que existe al respecto”, admitía. “Al conocer semejante universo, anhelaba hacer un Padrino en La Guajira. Así que nos dividimos responsabi­lidades: Ciro se concentró en la planificac­ión, en la parte visual. Yo atendía más, en el rodaje, a la relación con los actores. Me involucré desde un principio en la gestación de la historia. Y la complement­é participan­do activament­e en el montaje. Siempre pensamos en el público. Aunque en el fondo pensamos en un público con gustos similares a los nuestros”. Y sonríe, esperando no tener que dar muchas explicacio­nes al respecto. “Hay una gran familia en el cine independie­nte de hoy en día, porque el mundo está más conectado. Muchos realizador­es hemos crecido juntos en foros y festivales. Hemos aprendido en muchos países. Somos colegas generacion­ales, entre los que producimos películas en el orden del millón y medio de dólares. Nos encontramo­s con mucha frecuencia”, dice.

Ante la pregunta por la mirada femenina, tan en boga en nuestros tiempos, Cristina no tarda en responder: “La película tiene una postura femenina muy clara. Aunque suene absurdo, es la historia de una sociedad matrilinea­l absolutame­nte machista. La mujer tiene una gran fuerza en la comunidad wayúu; hay una dialéctica entre la fuerza femenina y su imposibili­dad de imponerse. Pero la mirada cambia. Por eso no es casual que yo pase de la producción a la dirección. Es una tendencia mundial. Y el equilibrio entre María Camila y Jacques como guionistas ayudó a establecer una armonía en los puntos de vista de la película. Por otra parte, filmar en wayuunaki fue todo un desafío, puesto que actores y figurantes, si bien es cierto que hablaban español, no lo hicieron sino mucho después, cuando hicimos una fiesta luego de la primera semana de rodaje. Hasta ese momento, no habíamos dejado de ser ‘alijunas’. A pesar de que teníamos actrices como Carmiña Martínez, la relación con ellos fue compleja, muy delicada. Porque ella tenía familia guajira y un universo preconcebi­do con su personaje. Pero las fuentes reales para una historia como estas había que reinventar­las, porque simplement­e no existían. El arte de la película es fantasmagó­rico; como la casa, que es una suerte de cárcel en medio de un desierto. Lo mitológico se cuela siempre en el relato (los pájaros, los sueños, la tragedia mental y física de los personajes). La dirección de arte no es ‘realista’. Todo está tamizado por la narración del ‘palabrero’. Y, al mismo tiempo, cada detalle se consultaba, por respeto a las comunidade­s. Había, por otro lado, guiños a otras películas, a El francotira­dor, a No Country For Old Men… incluso a libros como Cien años de soledad. Pero pronto los referentes se esfuman, porque la realidad impone sus reglas”, concluye.

Coda personal: Hace un año viajé a Riohacha a curiosear el rodaje de Pájaros de verano. Estuve 24 horas, durante las cuales se filmó una escena de sexo en la noche, un crimen y la llegada de Rapayet a la casa de Moncho. No tuve que vivir tormentas de arena, ni locaciones inundadas, ni accidentes laborales. Solo una eyaculació­n urgente cuyo rodaje duró doce horas y que, en pantalla, no representa más de dos minutos. Así es el cine. En la madrugada, cuando la luz del sol obligó a Ciro y a Cristina a suspender la filmación de las escenas nocturnas, regresé al hotel y me desplomé, sin vida, contra el fantasma de la paciencia. Ahora, cuando la terquedad ha dado sus frutos, celebro que los Pájaros de verano hayan levantado el vuelo y que, como en el poema de las sombras, alcancen los cielos donde Dios se reinventa al mundo. Por lo pronto, los dos realizador­es siguen sus caminos respectivo­s: Ciro prepara el rodaje de Esperando a los bárbaros, a partir de la novela del nobel J. M. Coetzee. Cristina combina su rol de productora (Brakland, de Martin Skovbjerg; Ruben Blades Is Not My Name, de Abner Benaim) y promociona Pájaros de verano para el año que se le viene encima. El mundo del cine ya les pertenece.

La película está inspirada en hechos reales, ocurridos en La Guajira entre las décadas de 1960 y 1980

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 ??  ?? Algunas fotografía­s del rodaje de Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego
Algunas fotografía­s del rodaje de Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego
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