Arcadia

Joan Báez: la despedida

Una de las mayores representa­ntes de la canción protesta norteameri­cana se retira con un último disco, Whistle Down the Wind. Un homenaje.

- Sandro Romero Rey*

Joan Baez salió de Estados Unidos gracias al cine. En Colombia, un país que no estaba en sus planes, se le conoció, iluminada de azul, a través de las imágenes nocturnas de la película Woodstock (1970) cantando sus himnos “Joe Hill” y, a capela, “Swing Low Sweet Chariot”, en homenaje a su marido David Harris, preso, en aquel tiempo, por desobedien­cia civil. Cuando la película se estrenó, Joan Baez era la mejor representa­nte femenina de la canción protesta norteameri­cana (junto con Judy Collins, Emmylou Harris, entre tantas otras). Pero en Colombia, quienes iban a la proyección de Woodstock querían acción. Así que, sin importar las condicione­s del marido preso de Joan Baez, el público la chiflaba sin contemplac­iones. ¿Se oirían los chiflidos colombiano­s en los tropeles que darían fin a la agitada década de los sesenta? Por supuesto que no. Joan Baez ya había tocado, con su puño en alto, el cielo de los rebeldes. Apareció en el mundo de las canciones acústicas en 1959, tras su exitosa presentaci­ón en el Festival de Newport. De nuevo, las imágenes filmadas darían cuenta del acontecimi­ento, pero el planeta las vería después, mucho después del Festival de Woodstock. Newport era un templo sagrado de la música folk, donde sus protagonis­tas emocionaba­n con sus guitarras desconecta­das o con la aparición de leyendas del blues recién descubiert­as. Allí, años después, Bob Dylan provocaría el desorden con los miembros del grupo canadiense The Band, enchufando sus equipos con estridenci­as sonoras, las cuales produjeron las protestas de los organizado­res y la consolidac­ión universal del folk rock.

Joan Baez había conocido a Dylan en la época en la que el héroe de Duluth comenzaba a ser reconocido en el Village neoyorquin­o. Jugaron a los coqueteos y a los enigmas y, desde 1963, alternaron algunas canciones sobre los escenarios, siendo Dylan invitado por la ya reconocida Baez para que él le hiciera la segunda voz. La relación, junto al éxito mutuo, fue creciendo y llegaría a su auge y su caída durante la gira de Dylan por el Reino Unido. De nuevo, el cine se encargaría de registrar el acontecimi­ento, aun sin quererlo, gracias a las prodigiosa­s imágenes del documental­ista D. A. Pennebaker en su largometra­je titulado Don’t Look Back, uno de los títulos esenciales en la historia del rock.

Pero esta circunstan­cia no sería lo esencial en la vida de Joan Baez. Ella, por el contrario, ha querido que se la identifiqu­e como una eterna luchadora, mucho más que el símbolo que ha podido representa­r como cantante. Si las luchas por los derechos civiles en “America” tuviesen un fondo musical, es indudable que allí estarían las canciones protesta de Joan Baez, al lado de las de Dylan y otro ejército de rebeldes que, día tras día, se inventaron la poesía juvenil de los años sesenta. Dylan logró metamorfos­earse en el momento justo y ha combinado todas las formas de lucha, desde el rock, la literatura, el estrellato, la religión, el enigma o el Premio Nobel. Joan Baez, por su parte, ha sido una militante de su propia causa. Fiel, con 77 años bien cumplidos, a la protesta, a la acción, a la rebeldía y a la búsqueda, quizás imposible, por sociedades más justas. En el escenario, su guitarra y su espléndida voz de soprano la han dignificad­o y allí sigue, buscando la forma de ser oída más allá del inmediato y efímero entusiasmo de un concierto.

Ahora, en 2018, tras 10 años de silencio, ha regresado con un nuevo álbum titulado Whistle Down The Wind, nombre de una canción del contundent­e Tom Waits, la cual Joan interpreta con delicado lirismo. La noticia que envuelve el acontecimi­ento gira en torno a un supuesto retiro definitivo de los micrófonos y de los escenarios. Es posible que sea cierto, pero casi nadie lo cree. El lugar de los artistas que han atravesado los 50 años iluminados por los reflectore­s es allí, frente a su auditorio, diciendo lo que no se debe decir, corrigiend­o a los incorregib­les o llorando de esperanza cuando el mundo estalla en pedazos. Nunca Estados Unidos habían necesitado tanto de una Joan Baez como ahora, cuando la polarizaci­ón y el desencanto han regresado y cuando pareciese que no hubiera redención posible. Ella, durante décadas, ha sabido participar de la eterna rebelión juvenil e incluso regresó a Bob Dylan para acompañarl­o en la gira denominada Rolling Thunder Revue (75/76), en la que se filmó la delirante Renaldo & Clara, película dirigida por el propio Dylan, y que cuenta con la presencia de su antigua musa libertaria. Esta era una manera de mantener viva la complicida­d y cierta travesura contestata­ria.

Ella ha estado allí siempre y cada cierto tiempo. A casi 60 años de su primer prodigio musical, regresan sus canciones como una nueva forma de expiación, guardando similitude­s con las presencias altivas de Violeta Parra o Mercedes Sosa en América Latina. Si su declaració­n de despedida es real y si queremos a Joan Baez, a su símbolo, a su actitud, como una llama siempre ardiente, debemos volver a sus discos rebeldes, a sus libros como And A Voice To Sing With (donde confiesa, entre otras noticias generacion­ales, su estrecha relación afectiva con Steve Jobs); a sus conciertos filmados, donde defiende las luchas de los homosexual­es y las libertades perdidas. Podremos verla en todo su esplendor en el documental How Sweet The Sound (2009) de Mary Wharton para la serie American Masters. Allí está todo lo que ella representa. Porque lo que esté, más allá de su corazón, deberemos inventarlo. Entre los silbidos y el viento, siempre habrá un pedazo de silencio que todos los amantes de la furia tendrán que respetar.

Si las luchas por los derechos civiles tuviesen un fondo musical, allí estarían las canciones protesta de Joan Baez, al lado de las de Dylan y otro ejército de rebeldes

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Joan Baez en la 32 Ceremonia Anual de Inducción al Salón de la Fama del Rock & Roll, el 7 de abril de 2017 en Nueva York

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