LA VIOLENCIA DE LA HISTORIA
El texto es un brindis a la memoria del padre, y también el relato del devenir de la Argentina de los años setenta a nuestros días
Hay quienes comparan el más reciente libro del periodista argentino Martín Sivak con El olvido que seremos. La suya es la historia de Jorge, su padre, un banquero comunista que se suicidó en 1990. Ese relato íntimo, escrito a partir de recuerdos propios y testimonios de otros, es al mismo tiempo un espejo político y social de las contradicciones de la clase alta de Argentina.
El brindis, obligatorio, debía ser a la memoria de un familiar. Brodsky brindó por su hijo desaparecido. Papá, por su hermano asesinado. Los soviéticos, por sus parientes muertos en la Segunda Guerra Mundial. El vodka quebró a un par”. Esta microescena, casi marginal en El salto de papá (2017), de Martín Sivak, condensa el cruce que se da en cada página entre la historia íntima y social. El texto es un brindis a la memoria del padre, y también el relato del devenir de la Argentina desde los años setenta, o incluso antes, hasta nuestros días.
Jorge Sivak, banquero quebrado al final de su vida, “murió marxista leninista tal como se había reivindicado siempre” en diciembre de 1990, al tirarse “de palito” desde un edificio. Su retrato se arma, de manera alternada, a partir una mirada global o histórica, y una más próxima. El libro es, entonces, el relato de la vivencia de una ideología, vista desde las grandes ambiciones revolucionarias, en la teoría y en la praxis política (el protagonista formó parte de la Federación Juvenil Comunista de la Argentina, conocida como “La Fede” y las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL), y como abogado defendió a presos políticos). Pero también es un relato de lo que podría llamarse “un comunismo de las pequeñas cosas”, con sus bellezas y arbitrariedades. Y eso es posible gracias al punto de vista próximo y privilegiado del hijo, aunque solo haya podido convivir con su padre durante 15 años.
Para construir ese relato, Martín Sivak cuenta ciertos detalles de su padre que dicen mucho. Por ejemplo, que a pesar de tener dinero, nunca quiso tener una cuenta bancaria en Suiza, ni vivir en un country, y eso no era “la postura de la impostura. Simplemente era así. Mantenía las canas y no usaba champú por considerarlo un producto pequeño burgués”. Este hombre entrañable, obeso y desaliñado era, además, lo que en argentino se llama “rosquero”: alguien capaz de reunirse con personas incompatibles entre sí para influir sobre ellas. En su caso –en los momentos más extremos–, un dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo y un militar carapintada.
Martín Sivak cuenta que Jorge intentó varios negocios extravagantes, como llevar Pumper Nic (una cadena de comida rápida argentina) a Polonia o exportar tecnología oftalmológica soviética.
Podría decirse, entonces, que este libro se enmarca en aquella larga tradición de la literatura argentina que se centra en la reconstrucción de un personaje real; en biografías que, a la vez, dan cuenta de lo social. La primera piedra de esa tradición es Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas (1845), de Domingo Sarmiento, el texto fundacional de las letras nacionales. Pero mucho más acá se han escrito otros libros que permiten leer lo político desde una “literatura del yo”, como Black out de María Moreno –y de manera más mediada, su reciente Oración, sobre el escritor Rodolfo Walsh–, y las memorias de Ricardo Piglia, reunidas en Los diarios de Emilio Renzi. Más cercanos desde un punto de vista generacional, en diferentes modulaciones, los hijos e hijas de desaparecidos Félix Bruzzone, Laura Alcoba, Mariana Eva Perez, Raquel Robles o Marta Dillon, entre otros, también contaron a sus padres.
Y si del Ulises a hoy la búsqueda del padre es la búsqueda de la identidad, Sivak llega a ese lugar de una manera fluida. Al preguntarse quién era él, y en un intento de comprender su suicidio, retrata al mismo tiempo a un hombre y su época, mostrando el impacto de ambos sobre lo doméstico. El salto de papá podría leerse como una “educación sentimental” de un patriarca que le lega lecciones políticas, pasiones futboleras –algo central en la cultura argentina, y en la construcción de la figura del “macho”– y consumos culturales específicos: por ejemplo, una selección de música clásica y popular que debe escucharse sin hacer otra cosa. Esa, y otras enseñanzas, configuraron una forma de estar en el mundo.
LA VIOLENCIA DE LA HISTORIA
Algo tiene de particular El salto de papá: si nuestra narrativa no suele frecuentar las clases altas, Sivak lo hace sin estridencias ni pudores, mostrando incluso la impronta que acarrea ser de izquierda en sectores de élite. “Solía burlarse de lo que llamaba ‘los zurdos con plata’ y preguntar: ‘¿Por qué no te vas a Cuba?’”, escribe sobre un compañero de curso con quien se pelea y termina debatiendo, en el colegio, sobre los indultos durante el gobierno de Carlos Menem.
Este clan, este padre, padecen el peso de la violencia de la historia, que los tocó fuerte y de cerca. Jorge Sivak fue preso político en los años setenta y se exilió, y su mejor amigo fue desaparecido. La familia, además, fue víctima de periodistas corruptos que se apropiaron del discurso antipolítico que permeó la sociedad en los años noventa. Pero tal vez el suceso más terrible para Jorge Sivak y los suyos fue el secuestro de su hermano Osvaldo Sivak, durante la dictadura primero y en 1985 después. Encontraron su cuerpo dos años más tarde. Entre tanto, se deslizaba la idea de llamarlo “el primer desaparecido en democracia”.
En la década de los ochenta, durante la llamada “primavera alfonsinista”, más propicia al disfrute de los derechos recuperados que a deslizar críticas a la coyuntura, el escritor Rodolfo
Fogwill fue de los pocos en denunciar la continuidad de la política cultural entre los regímenes militares y civiles. En las crueles peripecias del secuestro de su tío, Sivak reafirma la tesis de una continuidad material con la “mano de obra desocupada” de torturadores y asesinos militares que mantenían poder y cargos públicos.
Y es que Sivak conoce de cerca los vaivenes del financiamiento de la política, que es uno de los temas de su obra, y también ciertos turbios negocios del sistema de medios. Es autor, por ejemplo, de Jefazo, un retrato íntimo de Evo Morales, y también de dos tomos sobre la historia del diario argentino Clarín. En este caso, sin embargo, y al tocar esos temas, la cercanía afectiva no nubla la complejidad: la amplifica. Por nombrar solo uno de los tópicos a los que se aproxima, narra el negligente, y a veces coimero, tratamiento mediático ante la muerte de los Sivak.
Pero quizá gran parte del éxito del libro radique en dos decisiones inteligentes: por un lado, la investigación. Sivak parte de sus propios recuerdos y expone sus fallas. Luego sigue por la hemeroteca y realiza una enorme cantidad de entrevistas. Así arma un relato polifónico, tan enfático en su misión de no santificar al amado padre que decide no incluir ciertos testimonios que tienden a endiosarlo. “Su versión idealizada había ocupado el lugar casi completo de la memoria”.
La segunda decisión acertada es el uso de un recurso propio de los mejores cronistas: la observación particular que vuelve únicos a los personajes a partir de sus detalles. Como parte del desarrollo implícito de la pregunta sobre cómo procesar el dolor emerge, por ejemplo, la narración elegante y poderosa de un evento repetido: presta especial atención a si el padre, él mismo, u otros personajes como El Rolfi Montenegro, una estrella del Club Independiente, lloran o no: al modo en que lo hacen, o lo evitan, y por qué.
Además, para describir a las personas, Sivak recurre a descripciones que, aisladas, podrían resultar anodinas: “más flaco, más serio y más prolijo que papá”, o “usaba barba y a veces anteojos”. Pero a eso suma acciones específicas: “Cuando cambiaba los pañales de sus hijas se concentraba como en una operación a corazón abierto”. También conmueve sin bajar línea al pensar máximas desde lo cotidiano: “La declinación de un hombre o de su familia se puede observar en la parálisis frente a pequeños desperfectos domésticos”.
Sivak evita el drama y la cursilería por la vía del humor, y con una narración que da cuenta del valor de gestos y acciones sin regodearse en la explicación innecesaria. Y si, como afirma la historiadora Annette Wieviorka, vivimos en la “era del testigo”, El salto de papá demuestra que, cuando el testimonio se inserta en un entramado literario de tan buena factura, vemos el mundo con sus contradicciones y matices, y este se vuelve, como los mejores libros, irreductible.