POLÍTICA FEROZ
En Argentina, mi país, la política fue, es y será protagonista. El lazo afectivo que nos une a ella parece indisoluble. Pero la emoción en juego no suele ser el amor sino la pelea, el enfrentamiento, la grieta. Unitarios y federales, peronistas y antiperonistas, izquierda y derecha nos embarcamos a lo largo de nuestra historia, una y otra vez, en discusiones viscerales que pueden arrasar amistades, matrimonios, familias. Así somos. En los medios de transporte, en la cola de un supermercado, en la mesa familiar, en la sala de espera de un médico, en la cama, el tema dominante suele ser el nuevo caso de corrupción, las últimas y escandalosas declaraciones de algún líder político, las barrabasadas de cierto diputado, senador o ministro. No importa qué partido gobierne, en la Argentina siempre hay un hecho político a discutir y del cual escandalizarse con pasión, vehemencia y fruición. Tanto es así que si un día la política no nos da tema nos sentimos traicionados, “¿cómo que hoy no pasó nada?”. O temerosos, “¿qué tormenta estará por desatarse?”. O desconectados, “¿me estará funcionando bien Twitter?”.
Cuando apareció en mi cabeza la imagen disparadora de mi última novela, Las maldiciones (2017), yo no sabía que transcurriría en el mundo de la política. Sí sabía que había un líder, o maestro, o jefe que le pediría a su discípulo un sacrificio mayor. Puesto en esa disyuntiva enmarcada en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, el discípulo tendría que decidir si obedecería o no. Mientras la escena tomaba forma, mientras se repetía esa conversación una y otra vez, me pregunté dónde, en qué ambiente resultaría más verosímil y potente un pedido semejante. De inmediato apareció la respuesta: en la política. Un campo fértil de traiciones, engaños, estafas, contradicciones, luchas de poder, sometimiento hasta las últimas consecuencias. Un mundo demasiado rico desde el punto de vista dramático. Entonces Frankenstein tomó vida. Una vez que llevé allí a mis personajes, me di cuenta de que había subestimado mi pretensión de apenas darles un escenario. La política excedió el marco previsto y por prepotencia se convirtió en protagonista. Como escritora, metida en ese barro, encontré que era imposible no hablar de cómo se construye hoy un partido político, del marketing versus la ideología –o del marketing como nueva ideología–, del discurso vacío de contenido, de las frases dichas como texto “publicitario” para convencer no ya a un ciudadano sino a un cliente. Cómo no hablar de que el objetivo de cualquier acto o dicho político es hoy, antes que nada, conseguir votos para las próximas elecciones, respondiendo a rajatablas a los nuevos brujos de la política: los focus group y los asesores de imagen. Ficción, pura ficción, en la política y en la literatura.
En Las maldiciones también aparece la dicotomía. Por un lado, lo que llamamos la nueva política, la política de los gerentes de empresas, de los hombres exitosos en el mundo privado que quieren trasladar sus recetas a lo público. Por el otro, la añoranza de lo que fue una política de ideales, de objetivos a largo plazo, de discurso rebosante de contenido. En ese contexto se mueven los personajes de Las maldiciones. En ese contexto nos movemos los argentinos. En ese contexto, me atrevo a decir, se mueven muchos ciudadanos del mundo en las primeras décadas de este siglo XXI.