Arcadia

El Cauca, cuna de futbolista­s

- William Martínez* * Periodista

Los caucanos Yerry Mina y Yeison Gordillo libraron verdaderas batallas para ganarse la vida pateando un balón. Les contamos cómo construyer­on sus caminos para llegar al fútbol profesiona­l y por qué son ejemplo en sus municipios.

Los éueblos del Cauca éarecen balcones ubicados en los filos de las cumbres. Esas montañas recias, que comunican a este departamen­to con el Tolima y el Valle, sirvieron por décadas a los grupos ilegales como un corredor de armas y drogas. Antes del acuerdo de paz, las Farc se disputaban esa selva inexplorad­a con el Ejército y los paramilita­res. Ahora, los líderes sociales luchan por preservar su vida y la de las comunidade­s. Este ambiente montuoso también ha hecho que sus habitantes sean hombres y mujeres aguerridos. Los pueblos indígenas y afrodescen­dientes han resistido los vejámenes de la guerra y se han movilizado para hacer respetar sus tierras como pocas poblacione­s del país. Hoy, cuando los turistas pasean con más frecuencia por el departamen­to, el pasado de la guerra parece difuso. A pesar de eso, los habitantes del Cauca suelen andar con cuidado. Mirándose a los ojos, como diciendo que de su territorio nadie los saca.

Hace 12 años, Cauca constituyó formalment­e su último municipio: Guachené, un pueblo de 20.000 habitantes, con 98 % de su población afrodescen­diente y 2 % indígena, productor de plátano y caña de azúcar. Pero, sobre todo, cuna de futbolista­s. Hace 19 años llegó a la única cancha del pueblo un niño llamado Yerry Mina. Iba colgado del brazo de María Nella, su mamá; iba con ganas de ser aquero, como su papá. Sin embargo, no tenía los reflejos de José Eulises Mina, portero en las inferiores del Deportivo Cali. Seifar Aponzá, primer entrenador de Yerry, cuenta que tomó una decisión que cambiaría su vida: aprovechan­do su lomo (1,95 de estatura), lo puso a liderar la defensa.

Lo que vino después es una historia ya contada: a los 18 años debutó en el Deportivo Pasto. Un año más tarde, en 2014, saltó a Independie­nte Santa Fe, en el que fue titular indiscutid­o en el plantel que alzó la Copa Suramerica­na 2015. Luego arribó al Palmeiras, de Brasil, y el año pasado al Barcelona, de España. El mismo hombre que en la infancia hacía domicilios en bicicleta por 500 pesos y pateaba pelotas descalzo se convirtió, a los 23 años, en uno de los defensas colombiano­s más caros de la historia: 11,8 millones de euros costó su pase.

Pero el fenómeno social que desató Mina en su pueblo ocurrió antes de su llegaba al club catalán. Y esta es la parte menos mediática de su historia. Cuando jugaba en Palmeiras decidió materializ­ar uno de sus sueños: construir una fundación que formara niños futbolista­s en Guachené, un lugar donde no existe siquiera un escenario deportivo. Hoy, la Fundación Yerry Mina atiende a cerca de 200 niños, entre 8 y 15 años, y planea expandir su proyecto a municipios como Caloto, Padilla y Puerto Tejada. La fundación no solo está en la cancha: sirve además de comedor comunitari­o y fomenta el cuidado del medioambie­nte a través de la siembra de árboles. Para Brayan Mina, primo del futbolista y coordinado­r de la entidad, el objetivo principal es lograr que los niños se convenzan del valor del aguante del espíritu a pesar de la pobreza; cambiar la cultura de la escasez, en sus palabras.

Las cantadoras del Cauca no solo les cantan a sus muertos. Cuando el futbolista visita su pueblo, el nombre de Yerry Mina se escucha en los coros como un himno. También el de Yeison Gordillo, un volante de 25 años nacido en Miranda, a 50 minutos de Guachené, que Independie­nte Santa Fe acaba de transferir a Puebla, en México. Ambos jugadores han tenido un crecimient­o vertiginos­o –no han durado más de tres temporadas en sus anteriores equipos porque son fichados por mejores clubes– y son referentes para las nuevas generacion­es de caucanos. No solo por su éxito deportivo, sino porque representa­n cantos de esperanza, estandarte­s para quienes nunca han tenido ningún talento particular: la demostraci­ón de que todos, como sea, podemos. Ni Mina ni Gordillo son cracks propiament­e. Eso lo tenían claro sus primeros entrenador­es. Al primero no le va bien jugando a ras del césped y suele estar en aprietos cuando lo encaran; al segundo le falta marca y lo tarjetean rápido. Sin embargo, a punta de disciplina, de correr con tres pulmones los 90 minutos y de explotar sus biotipos robustos han sido piezas necesarias en sus equipos.

En su adolescenc­ia, Gordillo viajaba casi todos los días de la semana a Cali, donde entrenaba por las tardes. María Janeth, su madre, cuenta que costeaba los transporte­s con su criadero de pollos. Cuando el negocio no daba lo suficiente, convencía a los conductore­s de los buses para que dejaran subir a su hijo por la puerta de atrás. Él, por su lado, organizaba rifas. Un balón. Un pollo. Lo que fuera para seguir entrenando. Tanto Gordillo como Mina tuvieron siempre el espaldaraz­o de sus madres. Cuando no podían adaptarse al fútbol profesiona­l, cuando los ahogaba la altura (Pasto, en el caso de Mina; Boyacá, en el de Gordillo), sus madres les pidieron lo mismo: no volver a sus tierras, no soltar la bandera de lucha. El futuro estaba en otra parte. •

Este artículo surge de un esfuerzo conjunto del Grupo para la Política Pública de Víctimas del Conflicto Armado del Ministerio del Interior y la Organizaci­ón Internacio­nal para las Migracione­s (OIM).

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Yerry Mina
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Yeison Gordillo

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