Arcadia

Emerjo de las alcantaril­las: el regreso de 1280 Almas

- Juan Álvarez* Bogotá Escritor. Su más reciente novela se titula La ruidosa marcha de los mudos (2015).

Un pueblo remoto en el País Vasco acogió a la banda de rock bogotana para la grabación de su nuevo disco, Marteko Euriak (Lluvias de Marte), que se lanza el próximo 7 de julio en un concierto en Bogotá. El álbum es, en palabras del escritor Juan Álvarez, lo más potente que las Almas han creado hasta hoy.

La historia de una banda de rock y culto en América Latina es siempre un relato de superviven­cia. Se nace de cara a la alienación. Se gatea en medio del placer y el abismo de los vicios y la calle y los amigos de nudillos afilados y lenguas venenosas. Se crece sobrevivie­ndo a los recursos escasos y a los recursos abundantes, pero atados a hacer de payasos. Se comprende un barrio. Se habita un barrio. Se desarraiga de aquel barrio.

Las bandas de culto de América Latina pueden sufrir también el tipo de problemas que sufren las agrupacion­es brandeadas del primer mundo: que un miembro fundador aspire a cosas distintas y los abandone; que el sujeto tenga hijos, envejezca o se harte de las exigencias hepáticas del rock and roll.

Como es de rigor, y ha sido contado, 1280 Almas ha sobrevivid­o a las ráfagas destructiv­as de un mundo y otro, porque vivieron tanto el exilio de su barrio Kennedy, en Bogotá, como la sonoridad de los varios bateristas que han honrado su butaca.

Lo que no habían experiment­ado, lo que casi los mata, fue la retirada ambigua, sinuosa, estrictame­nte incompleta, en abril de 2015, de una de sus voces fundadoras: el gen de los dedos inquietos de guitarra. Hernando “El Mono” Sierra se mudó a Miami, y su partida del país, pero no del adn de la banda, dejó a los demás en la contradicc­ión de genes a la espera de instruccio­nes. “Entramos en un limbo chisguero.parecíamos un grupo homenaje. Éramos nosotros enterrándo­nos a nosotros mismos. Llegamos a pensar que la salida era acabar”.

¿La salida de qué? ¿La salida hacia dónde? En parte, del vacío de estar tocando sin otro estímulo que la paga. En parte, de la ansiedad de andar repitiendo a diestra y siniestra un repertorio clásico que a sus oídos había perdido brillo. Seguro, del recuerdo de su compromiso de no tocar nunca más en Rock al Parque, así Rock al Parque los toque siempre a ellos. O quizá, de nuevo, del fastidio ideológico que siempre han sostenido con este país, que entiende cada vez más como si fuera una falange del franquismo. “Colombia es fascismo tibio. Eso es el uribismo”.

Pero la salida estaba ahí. La conocen porque la inventaron hace 25 años con sus propias manos; porque la tatuaron en nuestra memoria sonora: impugnar el mundo con canciones.

Para un poema, sostiene Meschonnic en su “Manifiesto por un partido del ritmo”, hay que entrañarse el hábito de impugnar. Impugnar palabras y sonidos e impugnar los trazos y las trayectori­as. Impugnar el propio poema.

Un artista es la aguja pinchando el núcleo de la cicatriz. Un artista es ese hábito de la impugnació­n.

1280 Almas solo conoce una manera de estar viva y estaba olvidándos­e de ella: hacer un nuevo disco; hacer de nuevo un disco. Soplar –aquí vamos otra vez– en el polvo sideral de los sonidos.

A 100.000 años luz de cualquier parte/ un corrimient­o al rojo inexorable/ yo vengo de una exótica galaxia/ de estrellas caídas en desgracia/

Aunque mudado, Sierra volvió a aparecer. Fue a mediados de 2016 en la ciudad de Berlín. Allí desembarca­ron las Almas para arrancar su primera gira internacio­nal: 14 toques en barsuchos marginales de ciudades como Praga, Linz, Bruselas o Madrid.

A los oídos de quienes para bien o para mal crecimos en los años noventa, parte del respeto hacia este parche de desadaptad­os irradió del hecho de habernos enseñado a apropiarno­s de la distorsión de la guitarra y el charles abierto golpeado como si no hubiera mañana.y de hacerlo sin el alarde del label internacio­nal.

Hoy, sin embargo, a juicio de ellos mismos, aquella relación que constituye­ron con lo local fue fruto del tipo de sujetos geográfico­s que éramos todos los colombiano­s, y no de una decisión artística cabal. “Los años noventa fueron una época tarada. Nosotros venimos de esa época tarada. No podíamos salir, Colombia estaba aislada, éramos todos delincuent­es porque se nos impuso fácil el lugar común del narcotráfi­co. Éramos desperdici­o irreparabl­e”.

Viajaron como banda y descubrier­on que es fácil e ilustrador, porque a partir de la apertura de sentido implicada en el descubrimi­ento de gentes de lenguas europeas que disfrutaba­n sus coplas ásperas bogotanas, figuró también el siguiente escenario que habría de mantenerlo­s vivos, una cosa estrictame­nte distinta a “ser actuales”: trasladar aquella experienci­a clásica del viaje y la apertura cultural a la de crear y grabar un disco; encontrar la sonoridad 1280 Almas en la geografía mental y política de algún rincón remoto de esa Europa hecha también de millones de individuos desarraiga­dos.

Tantearse las manos.

Sentir en el ritmo de otra lengua algún pico del beat de su propia lengua.

Pero Sierra seguía sin estar. De nada servía que enviara desde Miami cualquier riff nuevo. Y no servía porque, si bien llevaban añ ostra ns parentán do lo en el ensaya de ro donde se huelen el aliento, el sonido 1280 Almas no es el agregado de aportes por instrument­o. No es la suma virtuosa y ordenada de partituras.

El sonido 1280 Almas es un encuentro de voces; melodías, en estricto sentido, que para ser convertida­s en fuerzas dentro de canciones deben pasar por “un proceso de composició­n o deformació­n colectiva”. Esa es la manera empírica como intuyeron que podían inventar música hace más de 25 años, cuando se lanzaron a hacerlo sin saber hacerlo. Fue su manera de agarrarse al mundo.

Es la naturaleza de un diálogo ruidoso; es la presencia pugnaz del otro.

¿Quién podía ser entonces esa voz de guitarra presente, que, sin ánimo de “reemplazar” a Sierra, pudiera entrar en el diálogo recio de composició­n de la banda, y llevarla consigo, de nuevo, al soplo en el polvo sideral de los sonidos?

No tuvieron que pensarlo. Era una tarea para una leyenda viva del rock nacional.y solo una, en la guitarra, era tan auténtica como apasionada, desde sus inicios, al espíritu vagabundo de ellos mismos.“más de una vez lo vimos subirse a tocar con La Derecha vistiendo camiseta nuestra”. Consultaro­n con Sierra. Asintió sin reservas. No todos los días se te releva tu propio ídolo.

Francisco Nieto descubrió a los 15 años que podía sacar en cuerdas las canciones que escuchaba. Un par de años después fue a un toque en Cajicá y se ofendió al descubrir que el cantante ponía al frente un cancionero con las letras de The Beatles y sus acordes principale­s. “Me dio rabia. Empecé a gritarle al ‘man’. La gente se dio cuenta de que eso que el tipo hacía era aburrido y empezaron a gritarle también”.

Era el instinto de originalid­ad. Y se aferró a él. En 1985 empezó a explorar líneas del punk con Héctor Buitrago, que vendía música en la calle 19; en 1986 sumó a un paisa flaco, distraído y temerario de nombre Dilson Díaz. Fundó así La Pestilenci­a. Participó después en la concepción de La Derecha. Se inventó más tarde Perro Muerto y Vértigo. Palmarés es poco. Bastó una llamada. Dice que llevaba años esperándol­a.

Emerjo de las alcantaril­las/ cuando la mañana apenas brilla/ la buena suciedad es mi sombrilla/ y espero que llegue la pandilla/ yo soy el rey en harapos/ el príncipe de los cacos/

Montaron así a un príncipe de la escena junto a sus harapos respetados. ¿A dónde alzarse ahora?

Al remedio, sin duda, del peso en la espalda que Juan Carlos Rojas, bajista, “grabador” y cerebro productor de la banda, no quería cargar más. “Nunca salíamos de grabar diciendo ‘esto quedó del megaputas’. No podía morirme con esa mierda encima”.

1280 Almas ha grabado en el mejor estudio de Colombia. En uno chiquito y pecueco. En el suyo propio: La Coneja Ciega. En otro que en el pasado se inventaron. Y nunca quedaron satisfecho­s. “La música sobrevive, está bien y tales, pero quedábamos siempre con ese sentimient­o amargo de un tope sonoro, una capa en la atmósfera que no podíamos superar”.

Se lanzaron a hacerlo. Fue un lance meticuloso; como una jugada maestra: soplar de nuevo en el polvo sideral de los sonidos, de la mano eléctrica de un segundo rey en harapos, ahora desde una geografía distinta: a la altura del mar, aunque igual entre montañas.

Pudo ser Barcelona. Pudo ser Berlín. No podía ser el sonido colorido de Los Ángeles. “Los europeos en la manera de producir rock lo hacen más en caliente”.

Vichy Duque, booker de la banda en Europa, fue clave en la decisión. Su cercanía con la escena musical del norte de España les suministró informació­n de primera mano. Así llegaron al rincón del mundo que buscaban: el estudio Higain del productor Haritz Harreguy, en el pueblo de Usúrbil, provincia de Guipúzcoa, País Vasco.

“Era una aventura y teníamos miedo”. Pero Haritz resultó fantástico: disciplina­do y obsesivo como Rojas, y montador y desfachata­do como Del Castillo y los demás micos. Fueron seis semanas de trabajo intenso entre finales de 2017 y principios de 2018. Las Almas llevaban las maquetas más sólidas que en su vida habían construido.

Haritz aportó el bastión técnico con el que habían soñado: enloqueció con el golpe “flemiado” al redoblante de Camilo Bartelsman. Un golpe como papayero, como irremediab­lemente latino. Quiso moderarlo por la vía de la computador­a. Fueron entonces las Almas las que enloquecie­ron. “Era extravagan­temente ortodoxo”.

La batalla de registro terminó el 2 de febrero: ahí están las 14 joyas labradas. Serán presentada­s en vivo el sábado 7 de julio en el antiguo teatro Downtown Majestic, hoy Auditorio Mayor, una reliquia del centro de Bogotá.

Aunque son 50 más las anécdotas ansiosas respecto a la tensión entre el brillo técnico del estudio de Haritz y la aspereza congénita a las composicio­nes, 1280 Almas de lo que realmente quieren hablar es de la empatía política y cultural que acabaron sintiendo por los vascos de vereda de ese pueblo remoto de Euskal Herria. De la sonoridad añosa de su lengua. De la historia de resistenci­a de esa lengua atada a la escena del Rock Radikal Vasco de los años ochenta. Del sonido de Kortatu; de la autogestió­n de Negu Gorriak; de la

“Los años noventa fueron una época tarada. Nosotros venimos de esa época tarada. No podíamos salir, Colombia estaba aislada, éramos todos delincuent­es porque se nos impuso fácil el lugar común del narcotráfi­co. Éramos desperdici­o irreparabl­e”

independen­cia construida con la saliva de una lengua marciana. “Como marcianos somos nosotros ante nuestra patria”.

Fernando del Castillo, en el primer toque invernal en el barrio Aguinaga, en Usúrbil, levantó el puño cerrado y honró y contestó, en un mismo gesto, esa memoria musical vasca: “Nosotros también hemos aguantado haciendo música. Pero nos tocó cantar en español, porque a nosotros las otras lenguas nos las desapareci­eron”.

Vino luego el estruendo de la descarga sonora. El señalamien­to del hartazgo y su remedio; la vida que se pudre y también la belleza de esa podredumbr­e. La batalla. La zona de candela humana. La música 1280 Almas en torno a la alucinació­n.

La gente de Usúrbil nunca había visto a un colombiano. Ni qué decir una furgoneta con 15. “Al final empezamos a sentir que pertenecía­mos a ese pueblito”. Por eso el título del disco en euskera: Marteko Euriak (Lluvias de Marte). Viviendo allá, soplando allá, contemplan­do aquella geografía cantábrica, las Almas encontraro­n hermanos siderales: gente unida en evitar la tristeza del desarraigo.

Ay, quisiera verte sonreír desde una ventana del tren del olvido ay, pero como te vi llorar algo, algo mío debe quedarse contigo

y por eso sentirás en ti la caricia del viento y sé que percibirás allí mi presencia sin tiempo

Marteko Euriak es un disco sembrado de reggae que muta a la psicodelia, de bundes malcarados, de skas que pisan la cumbia y de cumbias eléctricas que van tan de prisa que son un único viento de rock and roll y guiños a la vejez y a la partida.

El corte tres, “Barricada”, arranca con una copla que bien podría escucharse, de frente a algunos círculos jóvenes del país, politizado­s tras la reciente contienda presidenci­al, como premonició­n del escenario por venir: “Abro los ojos a este día gris/ con un hueco en el corazón/ soy bien consciente de que otra vez perdí/ aunque nunca fui ganador”.

El tema avanza, paulatinam­ente, hacia esas tierras de la juventud y su ímpetu crítico y transforma­dor. Aparecen barricadas, gritos, corazones palpitando; la soberbia marcial de quienes triunfan y marchan su triunfo por encima del reguero de cadáveres que siembran a su paso.

Y la imagen final, que lanza por delante un grito de batalla presente pero que es, en esencia, la invocación de otro futuro por venir: “¡No pasarán!/ murmuran por lo bajo las semillas que nutrirán/ la sangre que sangremos estos días/ ¡no pasarán, no!”.

Es la primera vez que un disco de 1280 Almas registra con tal nitidez la versatilid­ad de matices de la voz de Fernando del Castillo. Es la primera vez que un disco de 1280 Almas libera a Juan Carlos Rojas del fantasma irritante del tope sonoro. Es la primera vez que un disco de 1280 Almas graba dos leyendas vivas de la guitarra eléctrica nacional. Es la primera vez que un disco de 1280 Almas confronta la ejecución latina de su departamen­to rítmico agitado.

Al tiempo, no es la primera vez de nada, porque a las cúspides sonoras, como a las estrellas, no se llega con la gloria del último paso, sino con la orfebrería del trayecto.

En Marteko Euriak oímos la distancia de una geografía ajena porque oímos, más que nunca, la lengua rebelde, alimaña y antipatrió­tico de una leyenda viva que reconocemo­s como el ebrio a la botella. En Marteko Euriak oímos el espacio donde arranca, sereno, definitivo, el encuentro entre lo material y lo sagrado: es el asombro de empezar a desaparece­r.

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