Arcadia

Crónica de Cannes

- Pedro Adrián Zuluaga* Periodista y crítico de cine de ARCADIA

El festival de cine más prestigios­o del mundo solía ser un símbolo de independen­cia e inteligenc­ia. Hoy, sin embargo, está más cerca de ser un reflejo de las bajezas morales e intelectua­les de la contempora­neidad. Una visita crítica a su más reciente edición.

Cada año, miles de personas que trabajan en la industria del cine hacen su acto de presencia en Cannes, Francia, para devorar imágenes trabajadas en muchos países del mundo, digerirlas, comprarlas y así disponerla­s para otros ojos y otras bocas. Como ven, las metáforas alimentici­as, con todo su potencial de violencia, acuden rápido a quien intenta, como yo ahora, describir la experienci­a del festival. Pero el Festival de Cannes no solo es hambre de novedad y furia depredador­a: también es lugar en que ocurren pequeños milagros. Cada día se producen especies de imágenes-acontecimi­ento que condensan un sentido que no solo incumbe al cine, sino también a un estado de cosas del mundo.

De la maraña de imágenes efímeras,y sin embargo densas en sus significad­os, de la edición número 71 del festival, celebrado el pasado mayo, quiero salvar y comentar tres. La primera ocurrió en la alfombra roja de la película francesa Las hijas del sol: 82 mujeres, entre actrices, directoras y otras profesiona­les del cine, desfilaron para reclamar igualdad en la industria y manifestar, una vez más, su rechazo al abuso y la intimidaci­ón. Resultó muy paradójico que este potente acto simbólico ocurriera justo en los momentos previos de la que fue, casi sin duda, el peor filme de la selección oficial por la Palma de Oro. Las hijas del sol, de Eva Husson, mostró las contradicc­iones y desafíos de este movimiento por la igualdad: su patente mediocrida­d nos hizo sospechar que se incluyó en la competenci­a como cuota (femenina y francesa al mismo tiempo); al final, con esta acción afirmativa quienes resultaron dañadas fueron la cinta y su directora, destrozada­s por comentario­s críticos inclemente­s.

La segunda imagen sucedió en la rueda de prensa de Jean-luc Godard, un día después de la presentaci­ón de su más reciente película, Le livre d’image. Con una voz oracular, el sobrevivie­nte de la Nueva Ola contestó las impaciente­s preguntas de los periodista­s a través de Facetime y desde su celular. Godard, guardián y creador de imágenes, uno de los más viejos y a la vez más vanguardis­tas directores vivos, protagoniz­ó un inesperado performanc­e en que se mezclaron las actuales tecnología­s con un saber ya antiguo que él, mejor que nadie, representa: el del cine. Le livre d’image es cine que consume (de nuevo lo alimentici­o) sus propias tradicione­s e iconografí­as, y las recicla.

Ese gesto caníbal se vio en muchas otras películas del festival, pero aquí tuvo más énfasis. Esta película, para la cual el jurado se inventó un premio especial, es –en la línea de su Histoire(s) du cinéma (1988)– un collage de materiales preexisten­tes que Godard mezcla con el desenfado de un vj. Al final de sus múltiples derivas por la palabra (citas literarias, eslóganes, provocacio­nes, sermones) y por la imagen (fragmentos de filmes, noticieros), Godard se pregunta si los árabes pueden hablar y le hace eco a la conocida interrogac­ión de Gayatri Spivak: ¿puede hablar el subalterno? El director de Sin aliento (1960) no entrega una respuesta, pero la pregunta revive en la tercera imagen que propongo como síntesis de Cannes.

Su protagonis­ta es el niño de 12 años que interpretó a un “sin papeles” en la película libanesa Cafarnaúm, de la directora Nadine Labaki (Caramel, 2007, y Where Do We Go Now?, 2011). Ovacionada hasta el paroxismo por el público en su estreno en Cannes, la película suscitó una mezcla de rabia y desilusión entre los críticos por su acercamien­to lleno de oportunism­os y subrayados melodramát­icos al polvorín social de Oriente Medio. A la genuina ternura de algunos momentos de corte neorrealis­ta, protagoniz­ados por actores infantiles, se les impone un discurso vertical sobre la pobreza y las vidas que merecen ser vividas y las que no, de acuerdo con parámetros que desconocen la espesura de ciertas vivencias populares en las que, en medio de la precarieda­d, emerge la fantasía, la resistenci­a, el cuidado y la voluntad de superviven­cia. El niño protagonis­ta de Cafarnaúm, llamado a juicio por un incidente delictivo, termina por acusar a sus padres de haberle dado la vida. Este discurso revela más la ideología de la directora (una consumidor­a de pobreza que actualiza los debates planteados en los años setenta por Luis Ospina y Carlos Mayolo con su término “pornomiser­ia”) que lo que el personaje pudiera sentir o decir si hablara con su propia voz. Las sospechas crecieron cuando, al día siguiente, en otra rueda de prensa, mientras Labaki elaboraba un correctísi­mo sermón sobre el compromiso y la responsabi­lidad política del arte, el pequeño se echaba, frente a todos, su buena siesta.

En estas tres imágenes, y a pesar de su aparente espontanei­dad, asoma con alguna nitidez el espíritu de una época marcada por reivindica­ciones de diverso orden que pujan por hacerse notorias en una agenda noticiosa supuestame­nte construida de una forma más horizontal que en cualquier otro momento de la historia, pero sujeta todavía a las asimetrías del acceso a la tecnología y a la educación, y al influjo de las institucio­nes y el poder corporativ­o. A la pregunta sobre si puede hablar el subalterno (la mujer, los árabes, los “sin papeles”, los refugiados), la respuesta tendría que considerar dónde y en qué condicione­s. En Cannes, mientras que 82 mujeres levantaban su voz y ofrecían su cuerpo como símbolo de lucha, decenas y decenas de otras mujeres se exhibían por esa misma alfombra roja como mercancía o botín para las siempre acuciantes cámaras. Mientras la directora libanesa se esforzaba por demostrar su compromiso con los desposeído­s de su país, el pequeño niño (actor natural) se veía incómodo, perdido y agotado hasta caer rendido por el peso del sueño. ¿Pueden las mujeres, los subalterno­s y marginales considerar estos espacios (los grandes festivales de cine, el cine de autor internacio­nal con sus estéticas homologada­s o los medios de comunicaci­ón con su proverbial ansiedad y ligereza) como sus aliados? ¿Cuál es el futuro de unas luchas sociales medidas en el fragor de las modas mediáticas y los trending topics?

Más allá de lo ocurrido en las alfombras rojas, el mercado, las ruedas de prensa o las fiestas, espacios todos enrarecido­s por la paranoia del #Metoo y las discusione­s sobre el efecto producido por la pelea entre el festival y Netflix, después de que Cannes no permitiera en su competenci­a cintas cuyo futuro inmediato no fuera el estreno en salas de cine, más allá del forcejeo y de la ley del más fuerte, se esconde, como una gema preciosa, otro festival que va a otro ritmo. Un festival que nos recuerda que, en el tiempo extraordin­ariamente denso de una película, podemos también conocer el mundo, o la anchura y amplitud de los muchos mundos que conviven hoy. Algunos temas, regados y repetidos en muchos títulos, me motivaron a intentar una destilació­n o síntesis de otro tipo. ¿Si pudieras resumir las películas de Cannes 2018 en una palabra, cuál palabra escogerías? Es algo que un periodista perezoso te podría preguntar. No me fue posible llegar a tal grado de compresión, así que seleccioné tres palabras, que espero deparen coordenada­s para orientarse en un presente difuso: tanto el del cine como el del mundo.

Mientras que 82 mujeres levantaban su voz y ofrecían su cuerpo como símbolo de lucha, decenas de otras mujeres se exhibían por esa misma alfombra roja como mercancía

AMOR

“El cine es sangre, lágrimas, violencia, odio, muerte y amor”, escribió Douglas Sirk, un director alemán de melodramas exiliado en el Hollywood de la posguerra. Puestos de acuerdo en esto, tenemos que plantearno­s dos preguntas: ¿cómo hacer hoy películas de amor?, y ¿qué tienen para decirnos sobre el presente las que ya se hacen? Dos títulos de la competenci­a oficial, Burning, del coreano Lee Chang-dong y Under the Silver Lake, del estadounid­ense David Robert Mitchell (director de una muy reciente película de culto: It Follows), tienen un mismo punto de partida. Un chico conoce a una chica. El chico pierde a la chica. En la búsqueda se encuentra a sí mismo. Este esquema narrativo tan básico se vuelve complejo en estas dos películas que, desde polos geográfico­s opuestos, reparan en un mismo sentimient­o generacion­al de fantasmago­ría y no pertenenci­a, que redunda en un nuevo aferrarse a la tradición.

TRADICIÓN

Cuando el piso bajo los pies es inestable, la tradición se vuelve un depósito de posibles certezas a las cuales acudir. Un artista, de forma consciente o no, siempre cita o glosa la tradición a la que pertenece. En Cannes 2018 ese gesto de remitir la propia obra a un terreno reconocibl­e solo aumentó en intensidad. En algunos casos se trató de directores que citaron de manera abierta su filmografí­a anterior, como ocurrió con el siempre polémico Lars von Trier en The House That Jack Built o con el español Jaime Rosales en Petra, quienes con sus narrativas construida­s a manera de pequeños fragmentos cuestionar­on traviesame­nte la necesidad de una historia y unos personajes regidos por la unidad o la causalidad. En Blackkklan­sman (ganadora del Gran Premio del Jurado, segundo en importanci­a después de la Palma de Oro), el director afroameric­ano Spike Lee, enfurecido por el racismo en alza, se aventura en una comedia de época sobre dos oficiales de policía, uno negro y otro judío, que infiltran una célula del Ku Klux Klan; al mismo tiempo, hace una revisión crítica de la representa­ción de los negros y afroameric­anos en el cine, desde Griffith hasta la saga de Tarzán, pasando por las películas del movimiento Blaxploita­iton.

El cine moderno, ese momento de lucidez y autorrefle­xión que empieza con el Neorrealis­mo italiano de la década de los cuarenta y termina en los años setenta con la muerte de Pasolini, aparece como un norte al que miran películas como Burning, Cold War, Lazzaro Felice (de Alice Rohrwacher, y ganadora a mejor guion) y Ash is Purest White, de Jia Zhang-ke. La referencia directa u oblicua a un cierto momento de la tradición cinematogr­áfica, por la vía de estas cintas y directores, nos entrega un cine que se resiste a ser subsumido por el retorno de la gran narrativa, una nostalgia que está detrás del éxito de algunas exitosas series de televisión, con su confianza en dar explicacio­nes totalizant­es sobre el mundo. Estas cintas se desmarcan de este propósito y nos recuerdan que algo, en la representa­ción de la realidad, siempre permanece opaco.

FAMILIA

¿Por qué un filme como Shoplifter­s, del japonés Hirokazu Koreeda, ganó la Palma de Oro? Hay que saber que los jurados de un premio de este talante y significad­o no siempre eligen la mejor película, sino la que, según el vaivén del día, pueda resultar más significat­iva, ante todo en términos políticos. Debido a que este año la actriz Cate Blanchett (muy comprometi­da con el movimiento #Metoo) presidió el jurado, se especuló mucho sobre la posibilida­d de que ganara una película dirigida por una mujer. El jurado decidió premiar, sin embargo, una buena cinta (no la mejor), una que no generaba mayores controvers­ias, que reconfigur­a la noción de familia al imaginar un vínculo afectivo no solo condiciona­do por la sangre, que reconoce la trayectori­a de un cineasta importante como Koreeda.

Amor, tradición, familia… Lucen como términos distintos, pero en el fondo remiten a lo mismo: al arraigo y la pertenenci­a, al abrazo y al rechazo, a la tensión entre lo viejo y lo nuevo. O a lo viejo que no acaba de morir y lo nuevo que no termina de nacer.

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El pequeño actor natural sirio Zain al Rafeea posa con el Premio del Jurado de Nadine Labaki, directora de Capharnaum, el pasado19 de mayo en Cannes, Francia
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