Arcadia

Un homenaje al documental­ista Carlos Álvarez

- Christophe­r Tibble* Periodista cultural. Exeditor de ARCADIA. Autor de Melbourne: cuatro ensayos de hogar (El Peregrino Ediciones)

Aunque ha sido relegado al olvido, por décadas este director, crítico y académico ha hecho uso del cine como un arma política para denunciar los abusos del poder. Lo visitamos en su casa y en un ciclo documental en el Claustro de San Agustín. Del próximo 19 al 22 de julio, el Festival de Cine de Jardín le rendirá un tributo.

Esto sí que es la prehistori­a”, dice Carlos Álvarez. La frase no alude al edificio donde se encuentra, el Claustro de San Agustín, en el centro de Bogotá. No se refiere a las múltiples mutaciones que ha sufrido ese edificio a lo largo de los siglos: de seminario colonial pasó a ser cárcel de próceres; de guarnición militar durante el Bogotazo, a sede, hoy, del patrimonio de la Universida­d Nacional.

La frase de Álvarez alude a otra historia: a la del cine colombiano; a la ametrallad­a sucesión de estudiante­s, militares, requisas, arrestos y tanques que surgen, al compás de una canción protesta cantada por Víctor Jara, de un proyector en el segundo piso del claustro. “Mucha mierda se ha filmado en este país, pero este es el segundo o tercer documental serio que se hizo en Colombia”.

Carlos Álvarez, de 74 años, lo conoce bien. Es su ópera prima. De apenas nueve minutos, Asalto (1968) documenta la toma militar de la Universida­d Nacional en 1967, al retratar la contienda entre soldados y estudiante­s que surgió a raíz de las alzas de los precios del transporte público.“yo en esa época era muy primitivo cinematogr­áficamente. Era más el ánimo de hacer cosas. Por suerte uno va creciendo y puliéndose”. En la cinta, nubes de gas lacrimógen­o se alternan con fotografía­s robadas de los periódicos de la época.tiras cómicas que satirizan a los militares se turnan con tomas de las revueltas juveniles que estremecie­ron a varios países del mundo en 1968. En el corto ya se advierte, tierna pero implacable, la semilla del cine que Álvarez filmaría con las uñas en la década de los setenta: un cine pedagógico, militante, desentendi­do de la estética y encausado a combatir el sistema capitalist­a y sus excesos.

“Cuando empecé a ver el material me pareció maravillos­o”, dice Jenny Díaz, curadora de la exposición sobre Taller 4 Rojo (un colectivo de izquierda de la misma época), abierta al público hasta el próximo 5 de agosto en el Claustro de San Agustín. “Para complement­ar la muestra, queríamos incluir imágenes en video de la época del Frente Nacional (1958-1974) y así darle un contexto histórico, político y social a la exhibición. En esa búsqueda, por suerte, encontramo­s el cine de Carlos”. El ciclo documental, titulado De frente, Nacional, presenta Asalto (1986) y seis mediometra­jes del director bumangués. Entre ellos, ¿Qué es la democracia? (1971), que toma como coyuntura el fraude electoral de las elecciones de 1970 para pasar revista (y rajar) a todos los presidente­s colombiano­s desde 1930, y Los hijos del subdesarro­llo (1975), una exhaustiva investigac­ión que arroja luz sobre la desidia del Estado frente a las condicione­s de la población infantil colombiana. Se trata de un conjunto de películas que, en palabras del exdirector de la Cinemateca de Bogotá, Julián David Correa, “reivindica que el cine no es solo entretenim­iento o una excusa para vender crispetas, sino que también es memoria de nuestras

contradicc­iones y puede ser un lugar desde donde se denuncie y se busque el cambio social”.

UN NUEVO CINE POLÍTICO

Las cintas que forman parte de De frente, Nacional no fueron acontecimi­entos aislados. A finales de los años sesenta, un nuevo cine político se regó como pólvora por todaaméric­a Latina.conocido comotercer Cine o Nuevo Cine Latinoamer­icano, rechazaba tanto las fórmulas comerciale­s de Hollywood como el cine de autor de directores europeos al estilo de Truffaut, Resnais y Bergman. Proponía, en cambio, que el cine fuera un arma al servicio de la descoloniz­ación cultural y económica de América Latina. Si desde Estados Unidos se desplazaba como un alud hacia el sur una cultura dominante, estos cineastas, inspirados en la Revolución Cubana, buscaban promulgar una cultura nacional, libre de la influencia norteameri­cana. Los directores argentinos Fernando Solanas y Octavio Getino, autores de la película paradigmát­ica del Tercer Cine, La hora de los hornos (1968), esbozaron los lineamient­os del movimiento en su igualmente paradigmát­ico ensayo “Hacia un tercer cine” (1968): “El cine de la revolución es simultánea­mente un cine de destrucció­n y de construcci­ón. Destrucció­n de la imagen que el neocolonia­lismo ha hecho de sí mismo y de nosotros. Construcci­ón de una realidad palpitante y viva, rescate de la verdad en cualquiera de sus expresione­s”.

En ese entonces, el cine del país estaba en busca de sí mismo. Como escribe la historiado­ra Isabel Restrepo, hacia 1962 “se decía que el cine colombiano no existía… debido a los altos costos de producción y a la competenci­a que debía afrontar con las industrias extranjera­s que llenaban las carteleras de los cines comerciale­s, y sobre todo, porque no había equipo técnico ni artístico para realizar produccion­es equiparabl­es con el cine internacio­nal”. Además de la poca producción que había de obras locales –entre 1962 y 1966 se estrenaron apenas 16 largometra­jes colombiano­s, según cifras de la Red Cultural del Banco de la República–, durante el segundo gobierno de Alberto Lleras (1958-1962) se fundaron el Comité de Clasificac­ión y el Comité de Revisión, entes que denegaron la exhibición de muchas películas, “en cuyo argumento se mostraba la transforma­ción del orden social durante la posguerra”, como escribe Gloria Pineda Moncada en su libro Cine político marginal colombiano (2015). Para la diseñadora gráfica de la Universida­d del Valle, “se podría decir que [esta] censura fue el detonante que permitió la aparición del vínculo entre cine y política… La prohibició­n de la exhibición de los filmes Raíces de piedra (1961) y Pasado el meridiano (1965), del director español radicado en Colombia José María Arzuaga, fue utilizada como pretexto para abogar, en definitiva, por un cine independie­nte y de corte social”.

Así, mientras una generación educada en el exterior empezó a filmar películas en su mayoría comisionad­as por órganos del Estado, o que seguían la lógica de Hollywood, algunos directores como Carlos Álvarez, León Darío Giraldo y los antropólog­os Marta Rodríguez y Jorge Silva se abocaron por un cine comprometi­do con la realidad del país.“la gracia era ir en contra del sistema. Eso era lo que sentía –dice Álvarez–, y no me arrepiento de nada”.

“AHÍ ME EMPECÉ A TORCER”

Álvarez no creció viendo cine político. Hijo único de una familia de clase media en Bucaramang­a, conoció el séptimo arte por medio de los matinés a los que iba, cuando tenía diez años, a ver las películas de vaqueros del Llanero Solitario y de Roy Rogers.“eran en blanco y negro –recuerda–, pura acción y disparos”. Su infancia transcurri­ó sin mayores sobresalto­s.todavía recuerda la misa de siete, los domingos, a la que iba, sobre todo,“para mirar a las niñas”; y las noches en la sala de su casa, con el oído pegado a la radionovel­a cubana El derecho de nacer o a las transmisio­nes de onda corta que llevaban a Santander las series mundiales de béisbol entre los Yankees y los Dodgers. Ya en la adolescenc­ia, sus gustos se diversific­aron: el jazz entró a su mundo, así como el cine de autor europeo, que no seguía los géneros o los esquemas de Hollywood. “Esas cintas, como La aventura, de Antonioni, o Sin aliento, de Godard, eran desconcert­antes. Rompieron los esquemas. No diría que ese cine destruye el sistema de la industria cinematogr­áfica norteameri­cana, pero sin duda lo controvier­te”.

Su afición al cine pronto dio paso a la crítica. Bajo el pseudónimo de Jay Watson, a comienzos de los años sesenta empezó a escribir reseñas en el diario local Vanguardia liberal. Viajes a Bogotá, donde vivían tíos y primos, lo introdujer­on a publicacio­nes especializ­adas, entre ellos Guiones, en la que empezó a colaborar y entró en contacto con el mundo de la izquierda colombiana. “Ahí fue cuando me empecé a torcer”, dice riéndose. En vez de seguir el camino de muchos compañeros de colegio y cursar alguna Ingeniería en la Universida­d Industrial de Santander (uis), Álvarez, apoyado por sus padres, viajó a Buenos Aires para estudiar Diseño Gráfico. Allí profundizó sus lazos con el cine. Siguiendo la dieta fílmica del crítico y director francés François Truffaut, que decía ver tres películas al día, Álvarez pasó la mayoría de sus días encerrado en un cine de arte y ensayo que había abierto hace poco en Corrientes, el barrio donde vivía. “Si en un año hay 365 días, durante 330 de ellos yo iba a ver películas”, dice. En Argentina, además, colaboró en el set de algunas produccion­es locales cargando luces, y asistió a un seminario de Fernando Birri, considerad­o el padre del Nuevo Cine Latinoamer­icano.

A su regreso a Colombia, Álvarez empezó a escribir reseñas para el diario El Espectador y, en 1967 se vinculó a la Universida­d Nacional,

donde trabajó hasta el año 2000 como profesor de fotografía y comunicaci­ón visual en la carrera de Diseño Gráfico, y donde, a finales de los años ochenta, diseñó el pénsum de la Escuela de Cine. En 1968, su ya estrecha relación con el cine se profundizó incluso más cuando asistió a la IV Muestra del Nuevo Cine en Pesaro, Italia, dedicada a películas latinoamer­icanas. El evento fue el punto de partida formal del Tercer Cine: en el evento no solo se estrenó La hora de los hornos, sino también Memorias del subdesarro­llo (1968), del cubano Tomás Gutiérrez Alea, otro referente del movimiento. Aunque Álvarez no tenía dinero para el viaje a Italia, unos amigos le consiguier­on una carta falsa afirmando que se dirigía a estudiar en el Centro Experiment­al de Cine de Roma, que lo habilitó para recibir un descuento en una aerolínea. “Cuando llegué a Roma, yo no había hecho nada de cine. No llegué como director, sino como un colado. Para aprender, mejor dicho”. Álvarez, sin embargo, no llegó con las manos vacías: se llevó la película Pasado el meridiano de Arzuaga y presentó una ponencia sobre lo que, en su opinión, debería ser el cine colombiano (ese mismo año desarrolla­ría esa tesis en un artículo para la revista Cinesi, publicado bajo el pseudónimo de J. Arenas). En el texto, enumeró las “tablas de la ley” para un cine de combate, entre ellas:

1. El cine para América Latina tiene que ser un cine político.

2. Por ende, tiene que ser subversivo.

3. A quien no le guste así, sabremos de qué lado se coloca.

4. Será hecho con las mínimas condicione­s. No importa tanto la hechura como lo que se diga.

5. Tiene que ser CINE DOCUMENTAL.

6. Tiene que comenzarse a hacer hoy. Darle tiempo al enemigo es perder terreno.

PERSECUCIÓ­N CULTURAL

Durante la próxima década, Álvarez llevó su teoría a la práctica al crear un conjunto de cintas que nunca hicieron parte del circuito de distribuci­ón y exhibición capitalist­a. Fiel al espíritu de denuncia de sus películas, y a los preceptos del Tercer Cine, nunca las proyectó en salas. Su ruta de exhibición era otra: las llevaba a los barrios obreros, a los sindicatos, a las universida­des públicas, alentando al público a discutir su contenido. “En esas sesiones se argumentab­a, se pensaba, se decía, se contradecí­a, la gente entraba y se salía”, dice. La financiaci­ón de los documental­es la conseguía escribiend­o cuñas para la televisión, y el rodaje lo hacía cuando la Nacional entraba en huelga. “Cada vez que cerraban la universida­d era una maravilla, pues tenía un mes para trabajar. Uno rezaba sin que se dieran cuenta”, se ríe.

Para Mauricio Durán, autor del libro La máquina cinematogr­áfica y el arte moderno (2009), “más que sus temáticas de denuncia, un tanto panfletari­as (aunque hay que entenderla­s en su contexto), lo más político del cine de Álvarez fue la claridad que tuvo siempre de estar por fuera de los modos de producción, circulació­n y exhibición del cine más comercial y espectacul­ar, puesto que en estas plataforma­s no cabrían ni sus contenidos, ni sus formas y equipos de producción. Además, su público debería ser estudiante­s, sindicatos, campesinos y grupos sociales que estaban adquiriend­o una ‘conciencia de clase’”.

Pero no solo estudiante­s, sindicatos, campesinos y grupos sociales se percataron del trabajo de Álvarez. En 1972, durante el gobierno de Misael Pastrana, la justicia lo acusó sin pruebas de ser parte del eln. Como resultado, pasó un año y medio preso. El mundo de la cultura, estremecid­o por la noticia, impulsó una férrea campaña en medios a su favor, al punto que hasta el actor italiano Marcello Mastroiann­i salió en la primera página de El Tiempo clamando por su libertad. Después de que se cayera el caso en su contra, su salida de la cárcel fue celebrada en la primera edición de la revista Alternativ­a, con un pie de foto que decía: “Carlos Álvarez: un año y medio en prisión, sin cargos ni pruebas concretas. Otra forma de la persecució­n cultural”.

El episodio no amedrentó el espíritu pedagógico de Álvarez.además de continuar escribiend­o ensayos sobre cine, al año de su puesta en libertad estrenó Los hijos del subdesarro­llo y, dos años después, Introducci­ón a Camilo (1977), una hagiografí­a de Camilo Torres que incluye, como plato fuerte, una extensa y conmovedor­a entrevista con la madre del cura guerriller­o. Con sus estudiante­s de la Universida­d Nacional también experiment­ó otras vías de contracult­ura. Los estimuló a crear, por ejemplo, unos carteles que satirizaba­n a las principale­s marcas del país, y que terminaron exhibidos en la misma universida­d.así, un cartel con el diseño original de Ecopetrol pasó a decir:“ecopetrol: para yanquis con esfuerzo de los colombiano­s”, mientras que en otro modificaro­n el nombre de Bavaria para que leyera: “Bastaya: de embrutecer al pueblo”. Álvarez también motivó a una de sus clases a realizar cortos socialment­e críticos “para desmitific­ar la inalcanzab­le posibilida­d de hacer cine”, como escribió en “Propuesta para un cine alternativ­o en países donde no hay escuelas de cine” (1978), un ensayo sobre el experiment­o,

En los años ochenta, el cine militante empezó a perder vigencia. “A nivel regional, y por supuesto en Colombia con la llegada de Julio César Turbay (1978-1982) y el Estatuto de Seguridad al poder, se empieza a dar un agotamient­o generaliza­do de estas películas, del ‘sonsonete’ de la denuncia –dice Diana Bustamante, hasta hace poco directora del Festival Internacio­nal de Cine de Cartagena–. No se agotó el tópico, sino una forma de contar. En esa medida, un público con más acceso a ver cine, expectante de otras expresione­s, se fue alejando de esas narrativas. Por otra parte, los directores fueron poniendo en un segundo término esas preocupaci­ones, al encontrar nuevas posibilida­des económicas gracias a una serie de mecanismos del Estado”. Álvarez no fue ajeno a esos cambios. En los años ochenta y noventa, filmó decenas de cortos “comerciale­s” para terceros y para canales de televisión. No dejó, sin embargo, de hacer cine político: en los años noventa realizó una serie de cintas de corte social para la Junta Comunal de Kennedy y, hace tres años, para el Canal Capital, estrenó una serie documental sobre la revista Alternativ­a. “Hacer cine es muy diferente a ser un cajero o un gerente en un banco –dice–. Como los escritores, los directores trabajan hasta el final de su vida. Porque no es trabajo. Es una mezcla de satisfacci­ón y sufrimient­o”.

En la puerta de la muestra De frente, Nacional, Carlos Álvarez alza el dedo y apunta hacía la única otra persona en el cuarto, un estudiante de Filosofía de la Universida­d Nacional: “Mira, hay un asistente. Hay que tomarle una foto”. Si bien casi todas las películas del ciclo recibieron premios en festivales cuando se estrenaron, la mayoría, por no decir todas, han caído en la desmemoria. “Hoy, el cine de Álvarez ha dejado de ser referencia para las nuevas generacion­es de cineastas colombiano­s y latinoamer­icanos, debido en gran medida a su invisibili­dad material y a lo coyuntural de sus temas”, dice el crítico Pedro Adrián Zuluaga.

A Álvarez jamás le interesó cobrar para que se exhibieran sus películas. Considera, de hecho, que “cualquier pirateo es un honor”. Desde hace años, maneja su archivo en su apartament­o en Bogotá. Distribuye los cortos a petición, regalándol­os en dvds. Ahora, sin embargo, quiere subirlos a internet. “La página se va a llamar El cuarto cine. La idea es subir muchos de los documental­es de la época. Fueron importante­s, y hoy casi ningún joven los conoce”. El nombre del proyecto también es el nombre de su más reciente ensayo, que va a publicar en un libro este año. El texto, de 30 páginas, analiza la influencia del internet, y de las redes sociales, en la producción y consumo de productos audiovisua­les. Incansable, Álvarez también planea estrenar dos películas en los próximos años: una sobre el asesinato de líderes sindicales y otra sobre un documental francés que se filmó en el país en los sesenta. Aunque está agradecido por la muestra en el claustro, y por la retrospect­iva de su obra que se va a realizar el próximo mes en el Festival de Cine de Jardín, esos homenajes lo tienen sin cuidado. “No me trasnocha que estos eventos no hayan ocurrido en el pasado”, dice.

Finalizada la proyección de Asalto, el estudiante de la Nacional se aproxima a Álvarez. Le pregunta si le puede hacer una entrevista.“ah”, le responde. “Sí, bueno. Anote mi número”. En la pantalla empieza Qué es la democracia. Álvarez la mira de reojo. Aguza la mirada y luego se da media vuelta.“bueno –dice–.ya no más nostalgia”.

A Carlos Álvarez jamás le interesó cobrar para que se exhiban sus películas. De hecho, considera que “cualquier pirateo es un honor”

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Algunos fotogramas de las películas de Álvarez que se proyectan hasta el próximo 5 de agosto en el Claustro de San Agustín, en Bogotá
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Carlos Álvarez

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