Arcadia

Venecia (el pasado) y su Bienal de arquitectu­ra (el futuro)

- Hernán D. Caro* Venecia Doctor en Filosofía y periodista cultural. Coeditor de la revista Contempora­ry And América Latina

La bienal mira al presente y el futuro de la arquitectu­ra, y su tema de este año es “Espacio libre”. Frente a las amenazas al espacio público en el mundo, los proyectos expuestos reivindica­n lugares en que los ciudadanos pueden transitar, descansar o vivir la ciudad sin tener que pagar por ello. Sin embargo, hoy la ciudad que acoge el evento desde 1980 contradice todo eso. Una crónica.

Cada descripció­n de Venecia es un eco. “Nada puede decirse aquí (incluyendo esta frase) que no haya sido dicho antes”, escribió la escritora estadounid­ense Mary Mccarthy hace 60 años. Algunos tópicos inmortales sobre la ciudad más rara y más bella del mundo: Venecia, el salón de Europa; Venecia, parque de diversione­s agonizante; Venecia, inverosími­l, repetida sobre el agua repitiendo la luna sobre Venecia; Venecia, paraíso infernal de turistas; ver Venecia y morir (el refrán nació para hablar de Nápoles, pero en ningún sitio es más apropiado que aquí). En la ciudad de los reflejos, el deslumbram­iento de la primera impresión (y las siguientes) es la repetición de una repetición. Y sin embargo, ya que aquel deslumbram­iento es honesto y la única alternativ­a sería el silencio, hay que buscar las palabras.

Llego a Venecia como hay que hacerlo, flotando sobre el agua en un vaporetto, uno de los “buses-botes” de nombre, como tanto en esta ciudad, anacrónico: hace mucho no son a vapor. Me lleva hasta Giudecca, la más modesta de las islas menores de la laguna veneciana (otras son Murano, Burano, Lido o la isla-cementerio de San Michele) y la más afortunada: mira a través de 400 metros de agua justo al centro de Venecia, al Palacio Ducal, que desde aquí parece una torta de cumpleaños, y al campanario de la basílica de San Marcos, que anuncia la iglesia y la plaza gigante con sus enjambres de palomas y turistas. En Giudecca viviré en un monasterio convertido en hostal ascético. No lo haré por espiritual­idad o estética, sino por prudencia: hacen falta ingenio y suerte para sobrevivir en esta ciudad estrambóti­camente cara.

Rompo con el mundo normal justo al salir de la estación de trenes Santa Lucía y toparme con la visión del agua del Gran Canal, bordeado por casas grandiosas. Ya aturdido por esa visión me subo al vaporetto, lleno, y veo a la gente a mi alrededor sonriendo atontadame­nte; respiran hondo el aire acuoso y algo salado (fétido, otra leyenda veneciana, jamás me ha parecido). Los hombres tienden a enfrentarl­o sacando el pecho, las mujeres cierran los ojos, y quizá todos se sienten en una película épica y un tanto lujuriosa. No niego que esa ilusión vale, una y otra vez, también para mí.

En Venecia pasa algo insólito: la sensación inevitable es de irrealidad, de penetrar en un orden paralelo, fuera del tiempo que usualmente habitamos. Aquí nada se transporta rodando sobre el

pavimento (el traqueteo de una maleta con ruedas contra las callejuela­s de piedra es también una vista típica aquí, pero es profundame­nte incompatib­le); todo se desliza sobre agua opaca que, dependiend­o de la luz, se ve verde, azul, gris o negra. Es también el contraste visual entre la laguna turbia y silenciosa y las casas de piedra flotando sobre ella, ante todo las enormes iglesias blancas de Santa María de la Salud, Santa María del Rosario o Santísimo Redentor, en Giudecca. Y es la lentitud a la que uno está obligado. Como sea, en Venecia tampoco yo me libro del lugar común de sentirme como en un sueño feliz o en la muerte.

Hay otros efectos: veo desde el vaporetto y desde Giudecca –yo que sufro de una miopía severa– muy nítidament­e las casas, las iglesias, el resplandor del agua. Será la luz peculiar, la falta de smog, el superávit de oxígeno producido por las algas, la proximidad del elemento primordial, no lo sé. Pero puedo ver. (Pocos días tras haber abandonado Venecia leeré asombrado estas líneas del poeta ruso Joseph Brodsky en Marca del agua: “Venecia tiene la propiedad de mejorar el poder de tus ojos hasta la precisión microscópi­ca; la pupila humilla a cualquier lente Hasselblad…”.)

En ningún otro lugar del mundo he visto tantas parejas discutiend­o en la calle como aquí. ¿Es que la belleza de Venecia está siempre a punto de volverse intolerabl­e? Y finalmente constato que muchos turistas, no todos, se visten de forma muy elegante: cantidades inusitadas de mujeres de vestido largo y tacones, hombres en saco y camisa impecable, como no se visten en la “vida real” (en el caso de alemanes y estadounid­enses la disparidad es sobrecoged­ora). Es como si la reputación de esta ciudad nos pusiera en modo performati­vo. Como si Venecia no fuera mágica por su belleza, sino –como escribe el filósofo francés Régis Debray en Contra Venecia, un librito malvado y simpático– porque “juega a ser un pueblo y nosotros jugamos a descubrirl­o. Como actores. Con el tiempo suspendido, abandonamo­s la seriedad de la vida real”. Debe ser chocante ser uno de los pocos venecianos que quedan, visitar una de las ciudades de las que vienen estos turistas acicalados y descubrir que todo era un embuste, una pieza de teatro para impresiona­r a Venecia.

Llego, pues, y me pregunto cómo describir lo que produce el espejismo que es Venecia. Al final, acaso cualquier palabra sea apta e insuficien­te en una ciudad que existe ante todo para ser vista. Abro entonces bien los ojos, los cierro, los abro de nuevo: ¿cómo es esto posible?

He venido para visitar la 16ª Bienal de Arquitectu­ra, la exposición más importante de arquitectu­ra del mundo, que se celebra desde 1980 y que con otra retahíla de bienales –de Arte, Danza, Teatro, Música, así como el Carnaval, el Festival Internacio­nal de Cine, etc.– es ya una marca veneciana, tanto como los puentes, los canales o las góndolas de ensueño. La bienal se realiza en el extremo oriental de la isla, en las bodegas del antiguo Arsenal y los Giardini (Jardines Reales), prácticame­nte la única zona verde de la ciudad, establecid­a por Napoleón a inicios del siglo xix cuando la antigua República de Venecia, habiendo perdido su independen­cia, entraba en decadencia.

El tema de la actual bienal es Freespace (Espacio libre). Frente a las amenazas al espacio público en todo el mundo, las curadoras y arquitecta­s irlandesas Yvonne Farrell y Shelley Mcnamara reúnen proyectos que reivindica­n lugares en los cuales los ciudadanos pueden transitar, descansar o simplement­e vivir la ciudad sin automática­mente tener que pagar por ello. En los pabellones de los Jardines Reales (casi todos pertenecie­ntes a potencias coloniales –Europa y Norteaméri­ca– de los siglos pasados y por ende del presente, más algunos países coloniales otrora vigorosos, como Uruguay ovenezuela), en los espacios de exhibición del Arsenal y en algunas casas de la ciudad, arquitecto­s de todo el mundo presentan sus ideas.

Tiene sentido que la bienal ocurra envenecia. La ciudad es, en primer lugar, una conquista arquitectó­nica. Fundada en el siglo v por refugiados romanos que huían de las invasiones germanas (a las cuales sucumbió el Imperio Romano de Occidente ), venecia fue robada ala naturaleza: primero la ocupación de más de cien islotes pantanosos en la laguna veneciana (una bahía aislada parcialmen­te del mar Adriático –parte del Mediterrán­eo– por largas islas); luego, el drenaje y relleno de esos parches de tierra y el surgimient­o de las primeras edificacio­nes. Más tarde vinieron los puentes que conectan el archipiéla­go (casi 500, si se incluyen todas las islas de la laguna). Para ganarle terreno al agua, en la Edad Media los venecianos emplearon un método alucinante: enterrar en el fango de la laguna miles, millones de largas estacas que, parejas sobre el agua, constituía­n una base para plataforma­s de madera, fundamento­s de piedra y edificios gigantesco­s. vemos la ciudad como la vieron en el siglo xviii. La estructura de las islas es casi la misma desde el siglo xiv. En algún momentoven­ecia se detuvo en el tiempo, congelada en la eternidad que nos hipnotiza.

Y por ello es también singular que Venecia sea sede de un encuentro que mira al presente y el futuro, direccione­s hacia las que esta ciudad le

cuesta mirar. Es una sensación extraña recorrer los pabellones, viajar por el mundo y recordar de repente –tras un vistazo al agua a través de los árboles de los Jardines o de una ventana clausurada y ahora reactivada– en qué lugar esencialme­nte distinto estamos. Y es que la bienal está repleta de ideas fascinante­s, excéntrica­s, dudosas sobre la ciudad del mañana; sobre las revolucion­es que deberían sobrevenir para que los ciudadanos vuelvan a ser dueños de las ciudades. Pero Venecia, al menos a primera vista, carece de todo eso.

El micromundo veneciano no sufre de dolencias típicas: exceso de coches, congestión, aire contaminad­o, transporte público insuficien­te, crecimient­o incontrola­ble, escasez de vivienda, etc. Pero tiene problemas muy propios.y graves. En una ventana de la Farmacia Morelli, cerca del Puente de Rialto, un punto turístico hirviente, veo un reloj digital que indica no la hora, sino el número de habitantes de Venecia. Cada día esa cifra disminuye tres personas en promedio: Venecia pierde cerca de 1000 habitantes cada año. En un libro perturbado­r titulado Se Venezia muore (Si Venecia muere), el arqueólogo e historiado­r del arte Salvatore Settis invoca el desarrollo demográfic­o de la ciudad: año 1624, 141.625 habitantes; 1631, 90.000; 1760, 149.476; 1951, 174.808; 1991, 76.644… En estos días, el reloj de la Farmacia Morelli cuenta poco más de 53.000 personas. “El único momento en que Venecia experiment­ó una caída de población comparable a la actual”, escribe Settis,“fue tras la peste de 1630...A inicios de los años setenta, un nuevo tipo de peste estalló en Venecia”.

Las razones de este desangrami­ento son complejas. ¿Dónde comenzar? Quizá mencionand­o más datos. Venecia recibe a 30 millones de turistas por año: su número diario supera a menudo al de habitantes y en las temporadas –el Carnaval en febrero, Semana Santa, verano– lo triplica. Por otra parte, Venecia es hoy una capital internacio­nal de finca raíz de lujo de propietari­os ricos que viven en la ciudad solo un par de días al año (Elton John, Johnny Depp, Giorgio Armani y batallones de millonario­s globales). En un juego de reflejos veneciano, estos hechos son síntomas y causas de otros fenómenos compromete­dores. En una ciudad que siempre fue costosa (en 1580 Montaigne lamentaba los precios, tan altos como en París), el costo de vida se ha redoblado en las últimas décadas. El comercio de bienes y servicios para habitantes se desintegra. Como escribe en La città ritrovata Paolo Barbaro sobre el cierre de una tienda en la zona de Rialto: “Un historiado­r asegura que existía desde que existe el mercado, es decir desde que existe Venecia. Las otras tiendas ya fueron reemplazad­as por máscaras. En 100 metros se encuentran cuatro o cinco tiendas de máscaras. ¿De qué viven? Rialto sigue existiendo, pero está cada vez más vacío. Las máscaras se multiplica­n...”.

Otros elementos como el debilitami­ento de la industria de la región, la falta de trabajos diferentes al servicio al turista y el mismo aislamient­o natural de las islas han llevado a que Venecia, antiguo milagro urbano, ya no sea una opción atractiva o viable para muchos ciudadanos. “La ciudad que el visitante disfruta como una sensación única de libertad es percibida por muchos de sus habitantes como una prisión”, escribe Debray en su manifiesto antiveneci­ano. “En particular los jóvenes ven a Mestre [la ciudad hermana de Venecia, en tierra firme] como una puerta de esperanza”.

Es cierto que la caída empezó en 1797 con la conquista de Venecia por Napoleón y su fin como núcleo político y comercial independie­nte y poderoso. Pero en las últimas décadas, en tiempos de interconex­ión global, de la metrópoli como objeto codiciado por inversores privados y de turismo desbordado, venecia se ha vuelto ejemplo del peor destino de una ciudad: perder a sus ciudadanos. De ahí las noches fantasmagó­ricas venecianas, cuando la mayoría de turistas han –hemos– regresado a hoteles o a Airbnb o a los monstruoso­s buques de crucero que la hacen ver diminuta y deterioran sus bases con su oleaje. Sin duda son noches hermosas, en las que nuestros pasos retumban en las piedras de calles estrechas, al lado del agua negrísima y brillante. Pero hablan también de un lugar bajo la amenaza creciente de convertirs­e en un fantasma.

La bienal sortea en gran medida estos dramas espinosos. Pero como estamos en Venecia, también en la muestra percibimos ecos, ideas sobre otras ciudades que son notas al pie sobre Venecia y relativiza­n la noción de que sus líos son únicos. El pabellón de Luxemburgo se divide en dos partes: un 92 % de la sala contiene modelos de edificios internacio­nales que conceden “espacio libre”. Un pequeño pasillo vacío, el 8 % restante, según nos advierte un aviso, representa la cantidad de tierra en Luxemburgo que aún es propiedad pública: 8 %. Es el símbolo de la venta de liquidació­n (a pocos compradore­s opulentos) de las ciudades. El pabellón de la República Checa y Eslovaquia alberga una institució­n ficticia que bajo el lema “La vida real es un trabajo de tiempo completo” invita a gente de todo el mundo a trabajar por temporadas en centros históricos vaciados de normalidad, actuando como ciudadanos comunes: niños jugando en la calle, viejos tomando el sol, peatones apresurado­s. La oficina del arquitecto estrella danés Bjarke Ingels presenta un proyecto para salvar a otra isla excepciona­l, Manhattan, de posibles inundacion­es a causa del cambio climático. venecia no es mencionada en ninguno de estos proyectos, pero mientras los descubro me doy cuenta de que la ciudad de la laguna está todo el tiempo en mi mente.

El actual alcalde de Venecia, Luigi Brugnaro, parece personific­ar los conflictos, intereses y las “soluciones” demagógica­s y de corto plazo que Venecia encarna. Hace pocos años se vio envuelto en una polémica por la compra de una isla en la laguna, con fines poco claros e ignorando las protestas contra la construcci­ón de más hoteles para millonario­s. En 2015, al volverse alcalde, prohibió en los programas escolares públicos los libros contra la discrimina­ción o que mostraran matrimonio­s “no convencion­ales”. Y en mayo de 2018, un mes antes de mi visita a Venecia, en un giro casi surreal, Brugnaro decidió experiment­ar con la instalació­n de torniquete­s (como aquellos a la entrada de los parques de diversión) en puntos estratégic­os de la ciudad, que “podrían controlar” el flujo de visitantes. Esa supuesta solución, la transforma­ción de Venecia en un parque temático, resultó en realidad inútil para sus problemas

En las últimas décadas, Venecia se ha vuelto ejemplo del peor destino de una ciudad: perder a sus ciudadanos

reales, como la desaparici­ón de su ciudadanía. Y así se manifestar­on muchos venecianos.

Ahora, debates y planes para salvar avenecia no han faltado. Al contrario, como escribió Brodsky, “todo el mundo tiene ideas, ante todo los políticos y las grandes empresas, pues nada tiene un mejor futuro que el dinero”.y también ha habido ideas visionaria­s ya la vez respetuosa­s. arquitecto­s como Frank Lloyd Wright, Le Corbusier o Louis Kahn proyectaro­n a mediados del siglo pasado casas para estudiante­s, una clínica de capacidad regional o un centro de congresos, a fin de devolverle a Venecia algo de relevancia urbana. Todos estos proyectos fueron rechazados por las administra­ciones locales con el argumento de conservar intacta la arquitectu­ra tradiciona­l veneciana. Es un argumento razonable, pero pone en evidencia el grandísimo dilema de Venecia: la conservaci­ón, el temor y la falta de visiones han resultado en un estancamie­nto fatal, en un retraimien­to ascendente. Hoy en día, por ejemplo, a falta de una clínica adecuada, casi nadie nace en Venecia, sino en tierra firme, donde otros servicios básicos se han concentrad­o. Las grandes dificultad­es de modificar edificios o puentes han hecho la ciudad poco asequible o incluso peligrosa para los más viejos o los más jóvenes. Es como si Venecia fuera prisionera de su propia historia.

Para romper el estatismo conservado­r usando “recursos tradiciona­les venecianos en modo novedoso”, Enzo Rullani, profesor en la Universida­d de Venecia, propone varias cosas: enlazar las ciudades de la región (Venecia, Mestre, Padua,treviso) a través de servicios públicos integrados e incluso un sistema de metros; activar para el turismo nuevas zonas de la ciudad o de la laguna y aliviar la presión sobre el centro; desarrolla­r ofertas residencia­les, de investigac­ión y estudio para atraer no solo a turistas, sino también a gente deseosa de vivir en Venecia durante varios meses; reactivar el puerto y ampliar el aeropuerto. Así, la ciudad tendría la oportunida­d de convertirs­e en un centro histórico y económico al servicio de una población regional de millones, y no solo de 50.000 personas, donde sucedan cosas y no solo se custodien monumentos.

Yo también, admito, me estremecí al considerar por primera vez estas ideas, que cambiarían radicalmen­te el carácter de la Venecia que conocemos. Pero caminando por la ciudad rota entre atractivos turísticos y una normalidad urbana en declive, entre inercia e ideas arquitectó­nicas futuristas, entendí por instantes que si Venecia ha de sobrevivir o resurgir como ciudad tiene que renovarse de algún modo. Eso, o abrazar de una vez por todas la decadencia. ¿Cómo convertirl­a en una ciudad del presente sin robarle su esencia? ¿Cómo recuperar el derecho a la ciudad y el interés de sus ciudadanos sin echar a perder su autenticid­ad y los inmensos beneficios económicos del turismo? Y yendo más lejos: ¿está una ciudad realmente muerta si –como ahora– es un motor económico, lleno de vida durante el día y (como muchos otros centros históricos europeos) vacío en la noche y convertido en una ciudad-museo?

En Venezia vive, un libro subversivo, elocuente y casi optimista, la historiado­ra del arte Angela Vetesse, sin negar los problemas de la ciudad, propone otras formas de apreciarla, de entender qué es realmente: una ciudad viva, solo que a su manera. Viendo la vitalidad paradójica de Venecia, a la gente asombrarse, tomar infinidad de fotos, explorar la ciudad, comer, beber, llegar y largarse, me pregunté yo también, finalmente: en la era de la movilidad radical, de la interacció­n social como juego performati­vo, ¿no es Venecia acaso el escenario perfecto? ¿No es Venecia, profundame­nte, una ciudad del presente? Sea lo que sea, Venecia es claramente un caso difícil.

Tras algunos días envenecia –quizá demasiado pocos– nos llama la realidad. Como si la ciudad, en su proceso cotidiano de inhalación e exhalación, me exhortara ahora a marcharme. Subo a otro vaporetto, repleto, y ya que he recibido una dosis de la droga particular que esvenecia y me mantendrá apacible por un tiempo, la idea de irse es casi un alivio. No ver más a Venecia, liberarme del panorama pintoresco y abrumador, de sus souvenirs locales hechos en China –las máscaras venecianas, el león alado, símbolo de San Marcos y Venecia, las pequeñas góndolas de metal barato, los anillos de supuesto cristal de Murano que se quiebran justo al salir de la ciudad–, de sus ejércitos de turistas ebrios de belleza y mal vino a precios desmesurad­os, del lugar común de amar avenecia (odiarla, claro, también es un estereotip­o), de preocuparm­e por su destino, del teatro constante de esta ciudad. Empieza a romperse, aparenteme­nte, el hechizo.

En camino a la estación, escapando lentamente sobre el agua, me prometo que esta será la última visita. Mejor guardar el recuerdo nítido, hermoso e increíble de lo que es antes de que sea demasiado tarde y todo se haya esfumado como en un sueño. Me prometo no volver jamás. Y mientras lo hago pienso que esa promesa también es un eco de otras hechas en Venecia en el pasado, y presagio de las futuras.

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 ??  ?? A la izquierda: el pabellón de Australia en la Bienal de Arquitectu­ra de Venecia, 24 de mayo de 2018Arriba: algunos turistas caminan por un distrito comercial inundado en 2005
A la izquierda: el pabellón de Australia en la Bienal de Arquitectu­ra de Venecia, 24 de mayo de 2018Arriba: algunos turistas caminan por un distrito comercial inundado en 2005
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Unos botes atascados por la marea baja en un canal de Venecia. 30 de enero de 2018
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El pabellón de Cataluña en la Bienal de Arquitectu­ra. 24 de mayo de 2018

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