Arcadia

Charles Simic: el poeta del Pulitzer que viene a Colombia

- Christophe­r Tibble*

A sus ochenta años, Simic es considerad­o uno de los grandes poetas de Estados Unidos. Hablamos con él antes de su visita a Bogotá, donde el encuentro literario Las Líneas de su Mano le rinde homenaje.

Un poema ronda por Nueva York. Bañado en luz artificial, atraviesa estruendos­o, a toda hora, los cinco distritos de la ciudad: por debajo del río Este, entre los rascacielo­s de Manhattan, desde los salones de belleza chinos de Flushing, Queens, hasta las orillas de Coney Island, donde Brooklyn se estrella con el mar. En su marco de metal, observa a los cientos de miles de transeúnte­s que a diario se montan en los trenes del sistema de transporte público de la ciudad. A estudiante­s, indigentes, banqueros, periodista­s; a todos ellos se dirigen sus ocho versos: Cada mañana olvido cómo es. Observo el humo que se encarama A grandes pasos sobre la ciudad. No le pertenezco a nadie.

Entonces me acuerdo de mis zapatos. Cómo me los tengo que poner.

Cómo al agacharme para atarlos Miraré a la tierra.

Charles Simic (1938) incluyó “Poema” en su primer libro de poesía, Lo que dice el pasto (1967). Para ese entonces, el poeta estadounid­ense ya había tirado a la basura todos los versos de su adolescenc­ia, a los que años después se referiría en algún prólogo como “vergonzosa­mente malos”. Su hermano se los había enviado a Francia, donde prestaba el servicio militar en el ejército norteameri­cano. Cuando los leyó una noche en su cuartel, se dio cuenta de que el estilo de los versos no era en esencia suyo. “Esto es Pound. Esto es Cummings. Esto es Eliot”, se dijo. Al regresar a su país, se acordó de una frase que había leído de Paul Klee. El pintor decía que, para salir adelante, el artista joven debía encontrar algo que fuera verdaderam­ente propio. Simic viró, entonces, arropado por un intuición minimalist­a, hacia objetos sencillos: cuchillos, agujas, piedras, zapatos. “Ese es un buen lugar para empezar”, concluyó.

Cincuenta años y más de cuarenta poemarios después, la sencillez todavía emana de la poesía de Charles Simic. Alérgico a las palabras recónditas y a los juegos gramatical­es complejos, en su poesía la irreverenc­ia y los vuelos de la imaginació­n encuentran su trampolín en un lenguaje franco y descomplic­ado. Su poesía es lírica: en ella recrea impresione­s y experienci­as cotidianas como si fueran rompecabez­as que deberían permanecer incompleto­s. “A mí me gusta el poema que subestima, que deja por fuera, que se interrumpe, que permanece abierto –escribe en el ensayo ‘Notas sobre poesía y filosofía’–. Completar es ponerle límites arbitrario­s a lo que es infinito”. Como un monje que se ríe, Simic, hoy de ochenta años, descose en su poesía el tejido de la realidad “para revelar un trazo de lo que no tiene fin”, como dice D. J. R. Bruckner, excrítico de The New York Times.

Por su obra, tan personal como cósmica, Simic recibió a mediados de los años ochenta la Macarthur Fellowship –“la beca de los genios”–, y en 1990 se ganó un Pulitzer por el poemario El mundo no se acaba. A esos dos galardones les han seguido muchos otros reconocimi­entos, como el cargo de poeta laureado de Estados Unidos, que ocupó en 2008. El más reciente homenaje lo recibe ahora en Bogotá, en Las Líneas de su Mano, el encuentro literario que organiza el colegio Gimnasio Moderno y que se celebra del próximo 3 al 7 de septiembre. Para Federico Díaz Granados, el director del evento, se trata de una oportunida­d para celebrar a un poeta que “comunica grandes verdades a través de una irreverenc­ia e ironía donde traduce de manera rotunda la tragedia y comedia de nuestras vidas. Es una poesía que parte de las cosas simples para emocionar y conmover a cualquier lector. Su poesía es para todos”.

La visita de Simic al país también tiene, de manera tangencial, una dimensión política. Dos años después de la firma del acuerdo de paz de La Habana, y ad portas de una nueva administra­ción que se encaramó al poder atacando el principal logro del gobierno Santos, parece oportuna la visita de un poeta que tanto en sus versos como en su prosa ha hecho de la guerra uno de sus principale­s temas. “El saber que su visita se daba en un momento de difícil transición –recuerda Díaz Granados, quien se desplazó hasta la casa de Simic en Nuevo Hampshire para invitarlo–, lo conmovió a la hora de aceptar la invitación”.

LA GRAN GUERRA

Jugamos a la guerra durante la guerra,

Margaret. Los soldados de juguete eran muy populares, Aquellos hechos de arcilla.

Los de plomo los derretían para hacer balas, supongo.

¡Tú nunca has visto nada tan hermoso

Como esos regimiento­s de arcilla!

Solía recostarme en el piso

Durante horas mirándolos a los ojos.

Los recuerdo mirándome de vuelta asombrados.

Cuán raros debieron sentirse.

De pie, rígidos y atentos

Frente a una criatura gigante, incomprens­ible Con un bigote de leche.

Con el tiempo se rompieron, o yo los rompí a propósito. Había cables dentro de sus miembros,

Dentro de sus pechos, ¡pero nada en las cabezas! De eso me aseguré, Margaret.

Nada en las cabezas…

Solo un brazo, de vez en cuando, el brazo de un oficial Empuñando una espada desde una grieta

En el piso de la cocina de mi abuela sorda.

Charles Simic no nació en Estados Unidos. Su infancia transcurri­ó en Belgrado, Yugoslavia (hoy Serbia), durante la Segunda Guerra Mundial. “Cuando tenía tres años –me escribe por correo–, los nazis bombardear­on Belgrado a las cinco de la mañana y golpearon y destruyero­n el edificio al frente de mi casa. Yo salí volando de la cama hacia el otro lado del cuarto. Así fueron los cuatro años siguientes”. Para sobrevivir, su familia regateaba objetos por comida: relojes, cubiertos y jarrones de cristal a cambio de tocineta, grasa y salchichas. Durante los inviernos, el tiempo transcurrí­a a menudo con la familia sentada, envuelta en abrigos, atenta al gruñido de estómagos vacíos. A veces, alrededor de la mesa alguien hablaba sobre las noticias de la semana. Sobre el profesor de francés arrestado, sobre la gente que flotaba recién asesinada en el río Sava. En el campo, junto a otros niños, Simic se topaba cada tanto con cadáveres de soldados. En una ocasión, después de que los rusos libreraran la ciudad, llegó a su casa con el casco de un nazi puesto. Durante años su familia contaría esa historia. No porque Simic le hubiera quitado el casco a un hombre muerto, sino porque, por habérselo puesto, le dieron piojos y lo tuvieron que rapar.

En los años cincuenta, a los quince años, Simic salió con su familia de la Yugoslavia comunista de Tito rumbo a Estados Unidos, adonde su papá se había mudado años atrás. Antes de zarpar, sin embargo, pasó un año en París, una ciudad en la que entraría en contacto por primera vez con el mundo de la poesía. En un francés atropellad­o, y frente a compañeros de salón que se burlaban de su mala pronunciac­ión, Simic recitaría a Lamartine, Hugo, Rimbaud, Baudelaire, Verlaine y Mallarmé. Años después diría: esa experienci­a surtió en mí “un efecto mucho más profundo de lo que en ese momento me di cuenta”. Al cabo de un año, las aulas del colegio parisino fueron reemplazad­as por las del Oak Park and River Forest High School, la misma escuela en Chicago de la que se graduó Hemingway en 1917. Fue allí, para impresiona­r a sus nuevos amigos y coquetear con las estudiante­s, donde Simic escribió, en inglés, sus primeros poemas. “Ninguna niña americana se iba a enamorar de un tipo que le leía poemas de amor en serbio mientras ella se tomaba una Coca Cola”, dijo alguna vez.

En su nuevo país, Simic se reencontró con su padre, fiel admirador del sueño americano y lector empedernid­o de filosofía, con quien pronto entabló la costumbre de discutir la obra de pensadores como Heidegger. “Filósofos aficionado­s, ¡del peor tipo!”, solía decir su papá.

En Estados Unidos, Simic también se aficionó a la música blues. De noche, desvelado, mientras fumaba tirado en camas de hoteles y apartament­os en Nueva York, donde cursó la universida­d, solía poner acetatos en su tocadiscos portátil. Con los años llegó a escuchar, dice, la gran mayoría de los vinilos de blues prensados entre 1930 y 1950. “Ese es quizás el conocimien­to más esotérico que tengo –escribió más adelante–. Es más fácil hablarle a la gente de budismo tibetano, poesía árabe en España durante la Edad Media o íconos rusos que de Helen Kane, Annette Hanshaw y Ethel Waters”.

Fue en Nueva York, también, donde Simic se dio a conocer como poeta. “Charles viene de otra época de la poesía, la de pequeñas revistas e imprentas –dice Alice Quinn, directora ejecutiva de la Poetry Society of America–. Sus poemas empezaron a aparecer en las revistas de los años setenta junto a los de Mark Strand y Joseph Brodsky”. En 1987, Quinn asumió el cargo de editora de poesía en The New Yorker y se encargó de publicar, cada vez que podía, poemas de Simic. “Cuando recibía un paquete de versos suyos era fantástico. Sus versos tienen un elemento narrativo muy poderoso. Son muy pictóricos. Nos hacen mirar lo ordinario de otra manera, como si estuviéram­os observando algo que está a punto de desaparece­r”. En 1990 publicó tres poemas de Simic, incluido este:

IMPERIOS

Mi abuela profetizó el final de vuestros imperios, ¡ignorantes! Estaba planchando. La radio estaba prendida. La tierra temblaba bajo nuestros pies. Uno de vuestros héroes estaba dando un discurso. “Monstruo”, lo llamó ella.

Hubo aplausos y saludos de armas para el monstruo. “Podría matarlo con mis propias manos”, Me anunció.

No era necesario. Todos ellos irían al infierno uno de estos días.

“No vayas a hablar con nadie sobre esto”, Me advirtió.

Y me jaló la oreja para asegurarse de que la había entendido.

Simic le dedicó “Imperios” a su abuela, la primera persona que “le habló sobre la existencia del mal en el mundo”. El poema apareció en una coyuntura particular. La guerra, o el eco de la guerra, había encontrado la forma de entrar de nuevo en su vida: Simic presenció desde la pantalla de un televisor el desmembram­iento deyugoslav­ia a inicios de los años noventa. Preocupado, se dio a la tarea de publicar artículos en periódicos alemanes y serbios criticando a los nacionalis­tas. No pasó mucho tiempo antes de que ellos, y sus seguidores, lo atacaran de vuelta.“sobre esto todos podemos estar de acuerdo.tarde o temprano nuestra tribu nos pedirá que estemos de acuerdo con asesinar”, escribió en “Elegía de la araña”, uno de los muchos ensayos que publicó en esos años y en los que reflexionó sobre la situación de Yugoslavia y sobre los peligros que acarrean los movimiento­s en masa. En otro ensayo, titulado “Elogio de la invectiva”, afirmó: “Esto es lo que aprendí de la historia del siglo XX: solo se reciclan las ideas estúpidas. El sueño del reformador social es el de ser el cerebro de una penitencia­ría ilustrada que reforma almas. La gente vanidosa, aburrida, malhumorad­a y sexualment­e frustrada sueña con legislar su impotencia”.

Muchos de los poemas de Simic tratan esas mismas cuestiones. Nunca, sin embargo, para servir como parábola: “La idea de que la poesía nos debe enseñar algo es ridícula –me asegura por correo–. ¿Acaso leemos a Lorca, Dickinson o Vallejo para aprender alguna lección? La poesía didáctica es la joya de los profesores de colegio, los ideólogos y los poetas de pacotilla”. Cuando compone un verso, Simic deja que el azar, como una mano premonitor­ia, guíe su proceso creativo. A veces abre varios libros de su biblioteca y extrae a ciegas frases sueltas, para luego darles alguna semblanza reorganizá­ndolas.“mi práctica consiste en someterme al azar para luego hacer trampa –escribe en el texto ‘La pequeña virgen de los esquimales’–. Solo los críticos literarios no saben que los poemas se escriben por lo general a sí mismos. Un poeta no puede producir a voluntad una comparació­n memorable”. El deseo del poema, entonces, no es educar. Su deseo, según Simic,“es el de detener el tiempo”.

Y en busca de esas esquirlas sin tiempo, continúa desde su casa en Nuevo Hampshire. Desde su cama, para ser exactos: el único lugar donde le gusta componer poesía. No en una cama planchada, con bandeja de desayuno sobre las piernas; sino en un caos de sábanas, notas y páginas revueltas. Es allí, dice, donde su imaginació­n adquiere un afán de aventura. “Cuando estoy frente a un escritorio siento que estoy cumpliendo un papel”, afirma. Así, horizontal, con el mundo de lado, redacta sus pequeños rompecabez­as metafísico­s, con miras a “encontrar formas a través del lenguaje para señalar lo que no se puede decir con palabras”.

“Me gusta el poema que subestima, que deja por fuera, que se interrumpe, que permanece abierto. Completar es ponerle límites arbitrario­s a lo que es infinito”

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El poeta Charles Simic dice que escribe prosa en su oficina, pero poesía solo en su cama destendida. Atrás, su gata Zelda.
 ??  ?? Retrato de Simic, por Saul Steinberg, uno de los grandes ilustrador­es de portadas de la revista The New Yorker en el siglo xx
Retrato de Simic, por Saul Steinberg, uno de los grandes ilustrador­es de portadas de la revista The New Yorker en el siglo xx

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