Arcadia

Pasar fijándose

- Carolina Sanín

Hace unos años, en esta misma columna, elogié con deslumbram­iento El abrazo de la serpiente. Lo que entonces creí ver y entender me hizo esperar con entusiasmo la nueva película de Ciro Guerra, que vi y me pareció estrepitos­amente mala. No me animaría a escribir sobre ella para persuadir sobre su pobreza si no fuera porque

además me parece tramposa, y me preocupa ver que su asunto compromete el gusto del espectador y hace que la ovación parezca obligatori­a. En los medios se ha promociona­do unánimemen­te; se repite que será la primera vez que Colombia gane el Óscar y –¡oh, dechado de pluralidad e investigac­ión!– lo hará con una obra sobre una minoría étnica, hablada en una lengua indígena. Poner en entredicho la calidad de la película parecerá una mezquindad con respecto al cine nacional (que, por cierto, este año ha producido al menos dos obras excelentes) y una insensibil­idad con respecto a la realidad nacional (con el “flagelo del narcotráfi­co” y con la espectacul­ar región de La Guajira, su historia y su sufrida gente). Pájaros de verano, que Guerra codirige con Cristina Gallego, fue la película elegida por el mercado y la moral de las emociones para que nos gustara a todos; para que nos sintiéramo­s representa­dos en el mundo.

La película nos representa, efectivame­nte. Representa la peor versión de nuestro “pensamient­o mágico”: esa actitud tan colombiana que nos lleva a creer que por concebir una idea en la fantasía, la idea se convierte mágicament­e en obra acabada, sin que medien ni la reflexión, ni la construcci­ón, ni la autocrític­a. Pájaros de verano es como el borrador del esquema de una gran película. Está hecha a partir de elementos elocuentes y fascinante­s: los inicios del tráfico de drogas; la historia de un pueblo que está en el extremo de la nación y es de muchas maneras su espejo; las economías de la restitució­n y el desafuero de la venganza; la presencia del matriarcad­o en una cultura que es y no es nuestra; la transmisió­n oral de una gesta. y sin embargo, no trabaja sobre esos elementos (que, por elocuentes que sean, no dicen nada si no se dice nada de ellos) ni los articula. Los enuncia una y otra vez, como haciendo una obsesiva propaganda de sí misma.

En escenas sueltas, sin ton ni son, se muestran pájaros. El pensamient­o facilista asume que eso es suficiente para que el título tenga sentido y se convierta en una metáfora. Cada tanto sale en la pantalla la palabra “Canto” acompañada de un número romano, y en un par de escenas se cantan unos versos alusivos a la trama: suficiente para que se diga que la película es una épica y se afilie a la tradición poética oral de los pueblos ancestrale­s. Hay una matriarca absolutame­nte monolítica y tiesa, cuyo personaje no tiene ni carne ni desarrollo: queda filmado el matriarcad­o guajiro. Está la linda mujer deseada (interpreta­da por una criolla disfrazada de indígena), que ni hace ni quiere ni dice: he ahí la condición subalterna de la mujer. Los personajes de los indígenas repiten, cada vez que pueden, distintas variacione­s de “Somos wayuu y para

nosotros es importante la familia”: cumplida la dimensión sociocultu­ral.

La historia –por esos efectos enredadore­s que tiene el descuido– consigue ser confusa a la vez que demasiado explícita. El argumento no acaba de entenderse, a pesar de que los personajes se dediquen a señalarlo incurriend­o en la exposición, el sello de la mala escritura dramática. Los actores no actúan; hablan rígidos, por turnos (quizás se consideró que el espectador no podría discernir, en una lengua que desconoce, una mala actuación de una buena), y repiten líneas denotativa­s, como de guías turísticos: “esos son los cuerpos de paz”; “esta es la Santa Marta Gold”; “nuestros ancestros defendiero­n antes este territorio de los piratas y los españoles”; “¡Esos alijunas no respetan nada!”; “Te mato como los wayuu: de frente”; “no podemos olvidar que nadie había matado antes a un palabrero”; “somos wayuu” (nuevamente).

Los indígenas imaginados por Pájaros de verano son siempre ceremonios­os y se dicen entre sí –como si las dijeran en una entrevista– frases sueltas de formato sapiencial (“La mochila es como el wayuu”). No hablan de nada, sino que se limitan a presentars­e exóticamen­te, o bien, lanzan observacio­nes propias de sesión solemne: “Hay demasiada muerte alrededor”; “hiciste… como un verdadero wayuu”.

Hay dos secuencias excelentes: la del desentierr­o de un muerto (aunque su inclusión en la trama es forzada), y la del ataque a la casa en el desierto, que colma de explosione­s la tierra vacía, bajo un cielo de tormenta. La música original es maravillos­a. El personaje central, Rapayet, que se muestra cada vez más derruido en su desarraigo, trasluce la posibilida­d (que también se deja sin explorar) de un personaje complejo, de voluntad esquiva. El final de la película, con el canto sobre la niña que no sabía pastorear, es una gema que habría sido una joya si hubiera estado bien engastada.

Tan inconscien­te es la película, que probableme­nte sus autores no se percataron de su moralismo, que, como todos los moralismos, estriba en la oposición entre pureza y contaminac­ión y entre viejo y nuevo (en el simplista clímax de la disolución de la comunidad, un niño wayuu dice: “quiero manejar una avioneta, no un caballo”). Con su pobre realizació­n, a lo mejor lo pintoresco le baste a la película –sumada al sentido de la oportunida­d y a la astucia (el arte que nos lleva a detectar lo que los otros quieren de nosotros, y a dárselo)– para que se venda muy bien en el exterior. Pues esos también son recursos valiosos; lo sabemos de sobra los colombiano­s, hábiles vendedores de espejismos, de drogas, de humo; vendedores exitosos de nosotros mismos como espejismos –no como espejos: esos los sigue poniendo el extranjero a cambio de las pepitas de oro de los indios–.

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