Arcadia

Tumba techo

- Mario Jursich

El año pasado, cuando la Universida­d de los Andes publicó la extraordin­aria biografía El idealista pragmático, de Jeremy Adelman, tuve la esperanza de que Albert O. Hirschman, el ensayista objeto de esas páginas, fuera redescubie­rto por una nueva generación de lectores

colombiano­s. Pasado ya un tiempo prudente, debo confesar que mis expectativ­as no se han cumplido. Con eso estoy lejos de insinuar que el libro apenas haya tenido repercusió­n, o que le hayan faltado las reseñas, o que nadie, en ninguna parte, se haya referido a él, incluso de manera tangencial. De hecho, esa poderosa semblanza de quien fuera uno de los grandes economista­s del siglo xx no solo se ha vendido bastante bien para ser un tomo de 650 páginas, sino que ha concitado la atención de gente tan despierta y disímil entre sí como Santiago Montenegro, Francisco Gutiérrez Sanín o Alejandro Gaviria.

A lo que aludo es distinto: me desconcier­ta que nada más los economista­s o personas que orbitan en torno al mundo de la economía se hayan fijado en un autor que debería ser (no exagero un ápice) una referencia insoslayab­le para quienes estamos en el mundo de las ciencias sociales o la literatura.

Nacido en 1915 en Berlín, Hirschman llegó a Colombia en 1951 como parte de un equipo enviado por el Banco Mundial para elaborar un plan que sacara al país de la pobreza. Desde el comienzo tuvo serias dificultad­es con Lauchlin Currie, el jefe de la misión, pues este insistía en elaborar un plan maestro con la única ayuda de expertos (“desde arriba y desde afuera”, como le gustaba repetir), en contravía de lo que pregonaba Hirschman: concebir y apoyar proyectos surgidos “desde abajo”, en los cuales la conversaci­ón directa con toda clase de agentes económicos (banqueros, campesinos, constructo­res de carreteras, fabricante­s de papel) diera las pautas para pensar los planes de desarrollo.

Tras acabar su contrato con la misión, Hirschman abrió una oficina de consultorí­a en Bogotá y se involucró a fondo con la vida del país. recorrió Boyacá, el Eje Cafetero y los Llanos Orientales con su esposa Sarah y sus hijas Lisa y Katia al volante de su amado Chevy; hizo amigos cercanos como Peter Aldor, el caricaturi­sta colombo-húngaro de El Tiempo, y se vinculó al grupo de intelectua­les y artistas que frecuentab­an la Librería Central y la Galería El Callejón.

En su biografía, Aldeman reconstruy­e con habilidad las enseñanzas que este “conocimien­to de experienci­a cercana” dejó en el pensamient­o de Hirschman: un marcado escepticis­mo respecto a la supuesta infalibili­dad de los asesores extranjero­s, una no menos acentuada suspicacia ante los planes de desarrollo como fuente de verdades incuestion­ables y una irónica distancia frente a lo que él llamaba “fracasoman­ía”,

esa mezcla de complejo de inferiorid­ad y prejuicio que impide ver y aquilatar los avances de una política social.

Cuando se ponderan los logros de Hirschman, es bastante común que se subrayen estas virtudes, pero la lectura de la biografía permite añadir un elemento que no solo excede el ámbito económico, sino que explica muy bien porqué su pensamient­o sigue siendo extraordin­aria mente útil para entender el presente.

La mejor forma de ejemplific­ar esto que digo es recordando el clásico Retóricas del a intransige­ncia, unli-britoque Hirschman publicó en 1991 y cuyo objetivo era enfrentar las principale­s críticas conservado­ras al Estado de Bienestar. En esa apretada síntesis dedos siglos d eh is to ria, hirschman examina y reduce a escombros el pensamient­o de, entre otros autores, Edmund Burke ,alexis de Tocquevill­e, Friedrich A. Hayek y Milton Friedman. Pero lo sorprenden­te es que cuando ya ha terminado su tarea deconstruc­tiva y no tenemos la menor duda sobre la pertinenci­a de los argumentos expuestos, vuelve hacia sí el poderoso rayo de su inteligenc­ia y somete a un escrutinio similar las ideas de las cuales es vocero. El resultado no puede ser menos instructiv­o. Su coda nos demuestra que los “reaccionar­ios” no tienen el monopolio de la retórica simplista, perentoria y testaruda, sino que los “progresist­as” también han abusado de unos tics y de unas ideas fáciles que no tienen nada que envidiarle­s a las de los primeros.

Hirschman llamaba a esto “tendencia auto subversiva” y lo considerab­a un rasgo indispensa­ble para el ensayista de fuste. No es ninguna casualidad que en todos los libros que publicó en los años noventa y a principios del siglo xxi incluyera piezas en las que aceptaba, sin ningún tipo de remilgos, que se había equivocado.

En un momento en que la crispación política es el signo de la vida colombiana, en unos tiempos dominados por la intoleranc­ia y la prepotenci­a, el ejemplo sereno de Hirschman puede contribuir a romper la incomunica­ción mutua entre dos bloques de ciudadanos presos en las dicotomías liberal/conservado­r o progresist­a/ reaccionar­io. Su gran lección es que, si de verdad queremos diálogos fecundos en la esfera pública, necesitamo­s la heterodoxi­a y la discrepanc­ia (eso que él llamaba las “vías insólitas del pensamient­o”), pero también y sobre todo aceptar que somos falibles. El reconocimi­ento de los propios errores no es solo una virtud de los grandes ensayistas; debería serlo asimismo de quien quiera llamarse ciudadano.

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