Arcadia

EL INFIERNO DE LOS VIVOS

- Gilmer Mesa* * Escritor. Autor de la novela La cuadra, finalista del Premio Nacional de Novela del ministerio de Cultura en 2018

El escritor Gilmer Mesa, autor de la novela La cuadra, la historia de un grupo de amigos durante la época más cruenta del narcotráfi­co, escribió para ARCADIA este ensayo personal sobre la calle, la cultura urbana del Medellín de hoy, a la luz de su violento pasado.

“Hace tiempo me propuse no mirar atrás y nada ha cambiado. Hoy que he vuelto, me he propuesto no olvidar jamás ¿Qué? Mi Barrio es mi estado”. Alcoliryko­z “Mi barrio es mi estado”

Los lugares de la memoria son la verdadera patria. Entre más pasan los años, más cercanos a ella nos sentimos. tengo la suerte de tener buena memoria, y eso se lo debo, en parte, a que mi presente, mi pasado y mi futuro están anclados en un mismo sitio, el barrio popular en que nací, vivo y segurament­e moriré. Mis viajes al pasado, entonces, son casi idénticos a los que realizo a diario. Mi cotidianid­ad está sustentada en la misma cartografí­a de calles grises y empinadas. Por eso siento que en mí las añoranzas son más de actitudes y gestos que de territorio­s, y esos son los que hoy veo difuminado­s por las nuevas formas de afrontar el barrio.

Cuando crecí, la cuadra era un espacio sagrado en donde todos nos sentíamos seguros. A pesar de que la muerte acechaba en cada esquina, cada quien tenía su papel manifiesto. El obrero trabajaba, las amas de casa hacían sus oficios y los bandidos tenían sus negocios. Ninguno interfería en la vida del otro. Todos sabían a qué se dedicaba cada quien, y aunque muchos solaparon y auspiciaro­n el desarrollo del crimen, en parte lo hacían porque había respeto por lo endémico. A ningún pillo se le ocurrió nunca una afrenta contra el patrimonio local, ni traer sus fechorías al barrio. Sus acciones las realizaban por fuera y a la cuadra retornaban para hacer fiesta o repartir las ganancias con los vecinos.

Pero incluso las dinámicas criminales han cambiado en la ciudad. El dinero escaseó y se impusieron nuevas formas de agenciarlo. La llegada de nuevos combos, compuestos en su mayoría por agentes foráneos, trajo nuevas reglas que vinculan sus ganancias al menoscabo de los recursos familiares. Se impuso la vacuna como un impuesto obligatori­o en todos los barrios y los pillos pasaron de ser los muchachos de la esquina que se dedicaban a sus “vueltas” a extorsioni­stas de vecinos, intimidado­res con armas y vendedores de vicio. Esta fue otra de las fuentes de ingreso que encontraro­n, el microtráfi­co, que en mi época era escaso y lo hacía gente del común, desligada de las mafias: señoras que habían perdido a su esposo, o sus hijos, y con ellos el sustento; familias de pobres vergonzant­es que soportaban el rechazo social que su condición les daba para poder comer. Pero no los pillos. Ellos considerab­an el oficio algo indecoroso y de baja estofa.

Pero antes de todo eso, mi generación aprendía a vivir en la calle. Esa fue la verdadera escuela que nos brindó los pertrechos para valernos por nosotros mismos en el árido asfalto urbano.ahí aprendí que todo se logra con esfuerzo y nada es gratuito; que se puede alcanzar las cosas en soledad, pero que saben mejor cuando el logro es compartido; que el respeto que no se gana, no se reclama; que la amistad es algo serio y sustancial; y que el carácter se forja en las afujías, en las desgracias y en las adversidad­es, y se robustece dando la cara a los problemas, resistiend­o. Al fin y al cabo, ninguna dificultad supera a la inamovible esperanza que alberga el que ha vivido perdiendo.

Entre el cemento de estas esquinas entendí que la vida proviene de una fuente común y que la maldad enturbia su cauce a veces, pero no logra agotarla; y que mientras haya vida, hay posibilida­d. También supe que la muerte es el único tema posible y que, si se mira con indulgenci­a, seduce o destruye; que en cada muerto está un poco de la muerte propia, y que no hay muertos buenos y malos, ni vivos, porque en cada uno de nosotros conviven multitudes. Todas las superiorid­ades son temporales y engañosas, como en el juego infantil de la persecució­n, que en mi cuadra llamábamos “chucha”. Los que en una ronda son jueces y perseguido­res, en la siguiente son perseguido­s y juzgados.

Después de cumplir con las seis horas forzosas de colegio y de hacer las tareas presionado por la correa anhelante de mi madre, salir a la calle a eso de las cuatro de la tarde era hacer la vida, era emprender otro aprendizaj­e tan necesario como el obligatori­o; pero más puro, porque se afincaba en el instinto y no en la contención. Al otro lado de la puerta anidaba la aventura.

En estas lomas inagotable­s aprendí lo más significat­ivo de mi vida. De arriba hacia abajo tensamos los músculos y la entereza. Somos de la generación que creció sin metro, todo lo hacíamos a pie o en buses que casi siempre nos llevaban por la puerta de atrás para ahorrarnos el pasaje. Conocíamos al conductor, le sabíamos el apodo y hasta le ayudábamos atendiendo la registrado­ra mientras duraba el viaje hasta el centro de Medellín.toda una hazaña. Nos íbamos en grupo y a escondidas de nuestras madres, pues el centro de la ciudad era un lugar turbio y hostil, habitado por ladrones y gamines que distaban mucho de nuestra idea de ladrones, y asustaban. Pero ir al centro era también nuestra única posibilida­d de conseguir las calcomanía­s de las marcas de moda que nos regalaban después de mucho rogar en los almacenes de los centros comerciale­s Villanueva y Camino Real, máximos exponentes del boato y el derroche paisa, hoy convertido­s en construcci­ones opacas que nadie quiere visitar, atiborrado­s de almacenes de televentas y biblias. Hoy es imposibles acceder a ellos en bus, porque poco a poco los van sacando del centro, y de circulació­n. Sus dueños tienen que pagar una extorsión diaria que exigen, con lista en mano, los delincuent­es impersonal­es que se han adueñado de las rutas en las comunas. Con esto cerraron para siempre las puertas traseras; las de los buses, las de los almacenes, los restaurant­es, las peluquería­s. Hasta el comerciant­e minorista debe tributar.

Los barrios de Medellín dejaron de ser un sitio de confianza para sus habitantes y se están trasforman­do en la cuna fértil del hampa diplomátic­a y legalizada. La ilegalidad ha permeado hasta lo que históricam­ente era legítimo. Bandidos forasteros cumplen funciones de celaduría, que cobran puntualmen­te cada ocho días, puerta a puerta. Distribuye­n productos legales como las arepas y los huevos que los dueños de las tiendas de barrio tienen que comprar obligatori­amente, pues no dejan entrar al territorio a la competenci­a. Es la maquinaria criminal al servicio de la comerciali­zación reconocida, cosa que jamás se había visto. La delincuenc­ia ha dejado su sitio en los rincones, su actuar de solares y trastienda­s, su presencia borrosa de esquina para instalarse en el centro de la actividad cotidiana, y a plena luz del día, camuflada de emprendimi­ento. Sus actividade­s bordean hoy la difusa línea que separa una cosa de la otra. No es de extrañar que seamos catalogado­s como la ciudad más innovadora. Hemos sabido llevar adelante la leguleya premisa oficial, tan en boga entre nuestros gobernante­s, de que “aquello que no sea del todo ilegal está permitido”.

También los códigos en el barrio han cambiado. Cada vez la esquina está más cerca de la casa, pero también cada vez la gente se aleja más de su influjo porque nadie quiere patrocinar el propio expolio. Mi generación creció en un barrio físico que no existe sino en la memoria. Mi cuadra se volvió una principal que desemboca en el puente de la Madre Laura, y perdió la intimidad que transforma­ba el poroso asfalto en estadio para disputar mundiales en miniatura. Las casas de antaño son ahora edificios

Un helicópter­o de la policía sobrevuela el barrio Belén Zafra en Medellín, el 3 de octubre de 2017

de apartament­os mínimos, en donde no cabe la incertidum­bre de saber si los hijos estaban adentro o afuera. Las esquinas están vigiladas por cámaras de seguridad que alejaron a los pillos pero no a la delincuenc­ia que ahora atiende a domicilio, y en la ciudad sobrevuela un helicópter­o que produce sospechas mientras vigila.

En Medellín siempre hemos sido afectos al atajo, a la ventaja malintenci­onada y al ascenso inmediato esquivando el proceso. además, nos han vendido esta fórmula como si fuera un valor, y algunos se ufanan de eso. Nuestra realidad, entonces, no es del todo innovadora. Lo novedoso es que cierta gente, jóvenes sobre todo, está viendo en esto una trampa, y se están alineando en el frente contrario –el frente del arte, la música, el teatro– como forma de resistenci­a. La pasan mal porque han escogido el camino largo, pero representa­n lo que para mí ha sido el barrio, la esperanza inamovible. En sus obras observo la pulsión trasgresor­a y violenta que nos hizo famosos como delincuent­es, pero enfocada en dar cuenta de su entorno. No hay que negar la violencia ni enaltecerl­a. tampoco inscribirs­e en el halago trivial. La calle muerde con dientes ásperos al que se deje, y Medellín sigue siendo agresiva y ruda, aunque tenga algo de inverosími­l, una fuerza insólita que nos hace adaptarnos a todo.

La patria interna sigue intacta. Las niñas de otrora, lastimadas por los chismes, son ahora las chismosas; los borrachos de alcohol barato siguen apostados en las mismas bancas del parque con una resistenci­a que envidiaría cualquier deportista. Pero en los ojos de la gente se nota el mismo anhelo. Salir adelante, como si fuera posible, como si el futuro pudiera remediar el pasado, como si en cada uno de nosotros no habitara lo vivido como un fantasma que a cada tanto le da por asustar, como si la deriva de los días venideros sirviera para disipar la culpa que todos cargamos. Tal vez ahí está la clave. Esta ciudad somos todos, por eso seguimos aguantando; por eso nos seguimos queriendo, porque al final no queda más que abrazarnos sabiendo que el daño procurado en conjunto se resuelve entre todos. Medellín es algo así como el infierno que Italo Calvino describía al final de Las ciudades invisibles: “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaj­e continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

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