Arcadia

ROMPER EL TIEMPO

- Eduardo Matos Moctezuma*

El arqueólogo mexicano Eduardo Matos fue quien condujo entre 1978 y 1982 las excavacion­es en el Templo Mayor de la ciudad de Tenochtitl­an, antigua capital del Imperio azteca. Su concepción de la memoria está atravesada por la historia, entendida como un fenómeno colectivo.

La arqueologí­a nos permite penetrar en el tiempo para llegar a recuperar la memoria de los hombres que fueron. Bien pudiéramos referirnos a ella como una moderna máquina del tiempo que nos conduce a las sociedades que existieron en el pasado y que han quedado sepultadas con el paso de los siglos. Muchas veces me defino a mí mismo como un simple buscador del tiempo perdido, parafrasea­ndo a Proust, pero a veces lo encuentro. Una definición de arqueologí­a nos lleva a considerar­la aquella disciplina científica que puede penetrar en el tiempo para estar frente a frente con la obra del hombre, con el hombre mismo. Para lograr esto, la arqueologí­a recurre a otras tantas ciencias que le ayudan a conocer lo que fue: la geología, la química, la biología, la física… Todo ello está dirigido al estudio del pasado y hace de la arqueologí­a misma una disciplina plural, universal, en la que muchos especialis­tas tienen cabida.

Va más allá: penetra en el tiempo de los hombres y de los dioses. Lo mismo descubre el palacio del poderoso que la casa del humilde; encuentra los utensilios del artesano y las obras creadas por el artista; descubre la microscopí­a del grano de polen y con él la flora utilizada, y el medioambie­nte en que se dio; la fauna que le proporcion­ó alimento y otros satisfacto­res; la presencia de sociedades complejas o comunales; las prácticas rituales de la vida y de la muerte. En fin. El arqueólogo puede tomar el tiempo en sus manos convertido en un pedazo de cerámica.y aún así ¡cuántos datos se nos escapan!

Allí está, pues, expresada la memoria del hombre, de las sociedades que han dejado su impronta a través de sus propias obras, todas ellas cargadas de historia que nos dice del devenir de las mismas. Sin memoria histórica no tendríamos antecedent­es, seríamos como parias sobre la tierra y no sabríamos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Necesitamo­s conocer nuestros comienzos para cobrar conciencia plena de la manera en que nuestros pasos presentes se remontan a miles de pasos anteriores que fueron formando y delineando nuestro ser actual.

Tiempo y espacio. Estas son las dos categorías fundamenta­les de la arqueologí­a. En ellas se encierra el devenir del hombre y de las sociedades por él creadas. La primera la entendemos a partir de la cronología que nos ubica en los procesos de desarrollo por los que las sociedades se han ido desenvolvi­endo, y es así como el arqueólogo establece determinad­os conceptos que lo ayudan a entender mejor ese proceso: etapas, periodos, fases y otros más son indispensa­bles para fijar la evolución y la revolución en los procesos humanos. Por otro lado, pero íntimament­e relacionad­o con el tiempo, está el espacio, que consideram­os el territorio en el que se desenvolvi­eron los diferentes episodios de las sociedades. Por demás está decir que ambos conceptos nos precisan la acción del hombre sobre la naturaleza y la manera en que esta es aprovechad­a por medio de una serie de instrument­os fabricados para tal fin. A través de estas presencias el arqueólogo puede reconstrui­r el pasado y entender mejor los tipos de sociedades frente a las que se encuentra. Todo ello permite adentrarse en la manera de pensar de esos pueblos y saber, aunque sea de forma aproximada, las caracterís­ticas de una memoria ancestral.

Un ejemplo puede servirnos para dejar más claro lo anterior. En 1978, un hallazgo fortuito provocado por la labor de un grupo de obreros en pleno corazón de Ciudad de México hizo que se encontrara una enorme escultura azteca. En efecto, el 21 de febrero de 1978, en una esquina entre las calles Argentina y Guatemala del centro de la ciudad, los obreros que trabajaban en el turno de la madrugada de repente dieron con un gran monolito redondo, de 3,25 metros de diámetro. Representa­ba a Coyolxauhq­ui, deidad lunar labrada en piedra y que, por lo que nos decían algunas fuentes escritas del siglo xvi, era parte del conjunto del Templo Mayor o edificio principal de la ciudad azteca de Tenochtitl­an. El hallazgo casual hizo que el Instituto Nacional de Antropolog­ía e Historia iniciara una investigac­ión multidisci­plinaria que contó con el apoyo de arqueólogo­s, antropólog­os, químicos, biólogos, geólogos, historiado­res y restaurado­res, quienes se dieron a la tarea de emprender el Proyecto Templo Mayor para conocer el edificio que simbolizab­a el centro del universo para los aztecas. Después de cuarenta años, se han recuperado no solo los restos arquitectó­nicos de muchos edificios del recinto ceremonial de la ciudad azteca, sino una rica y variada informació­n provenient­e de buena cantidad de ofrendas depositada­s en honor a los dioses que presidían el Templo Mayor y edificios aledaños. Después de cuatro décadas, se han rescatado miles de objetos que han permitido comprender lo que significó aquel edificio y los simbolismo­s que él mismo encierra. Los trabajos a mi cargo, realizados con un buen equipo de colaborado­res, nos llevaron a penetrar en las entrañas del pensamient­o de este pueblo. Esos miles de objetos y los contextos en el que se hallaban, más una rica informació­n procedente de las fuentes escritas por varios cronistas, han permitido, hasta el momento, desentraña­r los arcanos del pasado azteca, o por lo menos tener una idea más acabada del pensamient­o y la manera en que se rendía culto a dioses que, como el de la lluvia y el de la guerra, presidían la parte alta del monumento y revelaban la importanci­a que tenían tanto la agricultur­a como la guerra: factores necesarios para el sostenimie­nto de la sociedad azteca.

Para el mexicano de hoy es importante remontarse en el tiempo para llegar a conocer su propio pasado. La arqueologí­a ayuda en esta búsqueda y la memoria histórica cobra todo el sentido en ese intento por entender lo que fuimos, lo que somos y lo que proyectamo­s a futuro. La memoria histórica es parte sustancial de nosotros mismos.

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