Arcadia

Roberto Burgos Cantor (1948-2018)

El escritor cartagener­o, ganador del Premio Nacional de Novela 2017, murió el pasado 16 de octubre en Bogotá. Había pasado una semana en Manga, en su ciudad natal, escribiend­o una novela con la alegría de un muchacho redivivo y la melancolía de quien se s

- Juan David Correa* Barcelona Todos los derechos reservados, herederos de Roberto Burgos Cantor y editorial Planeta Colombia. Prohibida su reproducci­ón con fines comerciale­s.

Durante los últimos dos meses, como si la vida estuviera preparando a su manera una despedida inapelable, vi a Roberto Burgos varias veces. No es que antes no lo frecuentar­a al menos un par de veces al año, pero su muerte me sorprendió en Barcelona, una ciudad también querida por él y que hizo parte de su destino literario. Al fin y al cabo fue con el grupo Planeta, afincado en esta ciudad, que comenzó su historia editorial a instancias de Ernesto Sabato y Mireya Fonseca, primera editora que publicó El patio de los vientos perdidos, en 1984, tal como me lo contó en un homenaje que le hizo el grupo hace un mes y medio en el Gimnasio Moderno.

Con Ver lo que veo, novela publicada en 2017, Roberto había conseguido el Premio Nacional de Novela, concedido por el ministerio de Cultura, después de una breve relación de anécdotas editoriale­s. La noche del homenaje recordó cómo Sabato le pidió a John Agudelo Ríos recomendar a Roberto a Planeta, tras haber leído ese imprescind­ible llamado Lo amador (1980).Agudelo Ríos pasó el mensaje a la editorial, pero solo tiempo después, por esas maneras de los editores ocupados, Fonseca volvió sobre la recomendac­ión del autor de Abaddón el exterminad­or y se dio a la tarea de publicarlo. Desde entonces, Roberto Burgos tendría una cita diaria e ineludible con la escritura, aun a despecho de su trabajo como abogado en la dirección de vigilancia de la Superinten­dencia de Notariado y Registro, en donde trabajó muchos años.

Tras unos veinte minutos en los que su palabra, rumorosa como el bajamar, se deslizó por el auditorio, se pusieron de pie unas 200 personas y lo aplaudiero­n como se lo había merecido desde hacía tantos años.

Esa noche convinimos encontrarn­os la semana siguiente para terminar su libro de relatos, que me había confiado un par de meses atrás.

En nuestra charla –no la última, pues volveríamo­s a encontrarn­os una semana después en la biblioteca del Gimnasio Moderno para conversar en el festival Las Líneas de su Mano– caminamos hacia El Comedor, un pequeño restaurant­e ubicado en Rosales. En una discreta mesa para dos, nos sentamos un par de horas para hablar de Noticias de trastienda, título provisiona­l que le había puesto al libro de relatos que saldrá el año entrante, para la Feria del Libro, bajo el sello Seix Barral.

Le dije que estaba muy contento con la forma y la tensión de los relatos más largos, pero que sentía que había dos respiracio­nes muy distintas en el libro: le pedí que descartára­mos una serie de relatos breves y que tal vez podríamos destinarlo­s, una vez publicáram­os los cuentos más largos, a otro libro a la manera de Enseres para sobrevivir en la ciudad, de Vicente Quirarte; Dirección única, de Walter Benjamin; o El caminante, de Hermann Hesse, libros hechos de esquinas, de pequeños recodos, de anécdotas, de rincones. Convinimos que así sería.

Estos dos relatos que publica ARCADIA quizás algún día serán parte de ese libro que sus hijos Pablo y Alejandro, su esposa Dora y sus nietas decidan publicar. Roberto trabajó un par de días puliendo ciertas formas y erratas y, finalmente, dos días antes del 17 de octubre, día en que murió en la Clínica de Marly, me escribió este correo:

Juan querido: creo que cometí la grosería de no darte cuenta de la fecunda sesión de correccion­es con la maestra Liliana Tafur. ¡Gracias!

Esta semana me refugié en estado de ermitaño en la cangrejera. Quería revisar lo que escribo y avanzar. Aislado y en la tierra, se escribe con todo.

Me surgió este nombre para nuestro libro: Orillas. Allí te lo dejo para tú considerac­ión.

Y en las revisiones que hice apareció un cuento, breve, que quizá nos sirva de cierre.

Lo decides tú.

Recibe un abrazo. Estaré en el páramo el domingo. Suerte en todo y .... paciencia.

R..

Dicen que abrió mucho los ojos como si hubiera comprendid­o, de tajo, que podía elegir despedirse a su manera.y luego los cerró.y se fue, poco a poco, hacia ese mar ansiado desde siempre.

En ese momento, ya todos lo estábamos extrañando.

AFLICCIONE­S DE LA BELLEZA

Yo vivía en el encanto. En el asombro renovado, instante a instante.

No creía cómo podía existir una mujer tan bella. La más bella. Además, se amaba conmigo.

Una mañana, en la estación del bus, vi a otra mujer tan bella como la que me abrazaba. La misma piel canela. Los ojos de venado alerta. Grandes. Negros. Ambiciosos de cielo. Estaba contra una verja, enmarañada por el matojo sobresalie­nte y oloroso de unos pinos recortados. Un profesor de filosofía, de anteojos con montura negra y gruesa, de plástico, y vidrios espesos, le hablaba de Santo Tomás de Aquino. Ella reía.

Quedé desconcert­ado, triste. Me enfermé de silencio. La repetición de la belleza decepciona.

Ahora me amo con la enana, que nunca se baña, de pelo silvestre sin retocar, que atiende a quienes bebemos cerveza y aguardient­e en la trastienda del almacén de víveres de la esquina. Ella no se empina, ni se encoge, para besarme la entrepiern­a.

ESPERAS

Era sábado y un retraso advertido a última hora en el vuelo Santiago de Cuba-la Habana nos obligó a esperar en una sala vacía del aeropuerto José Maceo.

Puse mi valija, solitaria, frente al aparador 5. La luz opaca de la tarde terminó de fugarse y la sala oscura con el sistema de aire frío apagado se ponía calurosa.

Al rato llegaron los dependient­es, encendiero­n las luces y organizaro­n sin prisa sus puestos de trabajo.

La mujer del número 5 me llamó y levanté mi valija para dejarla en la banda de la báscula, y sobre el aparador puse el boleto de viaje y el pasaporte. Con desconsuel­o resignado dijo: El avión saldrá a la una de la mañana. Eran las siete y media de la noche. A quince minutos de carretera quedaba Santiago con su aroma a salitre encerrado, las reconstruc­ciones de los destrozos del huracán, la oscuridad del puerto y las trovas que alegraban la noche y ponían tibieza en el ánimo con un ron oscuro.

En ese momento, después de adherir la cinta con un número en la agarradera del equipaje, me miró a la cara, detuvo sus ojos en los míos, y desde una profundida­d que no había entrevisto, con voz uniforme dijo: Es difícil.

La miré sin saber si debía hablar, responderl­e. Me incliné por encima del mueble como quien mete la cabeza por una ventanilla y pude estar más cerca. Puse la voz sigilosa para preguntarl­e: ¿Se refiere a su trabajo o a la vida…?

Volvió a mirarme. Apenas percibí el aroma que se desvanecía, canela con incienso, que emanaba de su piel negra, suave. Intentó esconder o disimular algo que no cabía en ninguna parte, y se le escapó una lágrima que ni ella, ni yo, pudimos recoger.

“Quedé desconcert­ado, triste. Me enfermé de silencio. La repetición de la belleza decepciona”

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