Arcadia

¿Cómo superar el odio? La deshumaniz­ación en Colombia

Un revelador estudio de un grupo de investigad­ores del Laboratori­o de Neurocienc­ias para la Paz y los Conflictos de la Universida­d de Pensilvani­a, Estados Unidos, muestra, entre otras cosas, que la mayoría de los colombiano­s considera que los exguerrill­er

- Hernán D. Caro* Berlín

Es posible delinear el estado psicológic­o de todo un país? ¿Se puede ofrecer un mapa de las emociones, los traumas, los delirios, las esperanzas y los prejuicios que supuestame­nte comparten millones de personas? Y más aún, ¿cómo pueden concepcion­es e impulsos colectivos, más o menos inconscien­tes, modelar la historia de una nación de modo provechoso o terrible? Estas preguntas tienen un carácter filosófico. Sin embargo, son mucho más pragmática­s de lo que parecen. Si cambiamos “nación” por “Colombia”, y si con “historia” nos referimos al trágico destino de violencia, injusticia y división en que el país ha estado ahogado desde hace décadas, la urgencia de aquellas preguntas se hace evidente.

Tras una guerra interna que ha definido la vida y los recuerdos de varias generacion­es; tras cientos de miles de muertos y desapareci­dos, millones de desplazado­s y víctimas de todo tipo; tras derrochar cantidades incalculab­les de fondos y oportunida­des para ser un país distinto; tras buscar –o jurar que buscábamos– la paz durante más de medio siglo, más de la mitad de los colombiano­s ha decidido (primero hace dos años a través de un plebiscito; luego, hace pocos meses a través de unas elecciones presidenci­ales) retirar su apoyo a un proceso de paz que, aunque imperfecto, bien podría interrumpi­r la historia sangrienta de Colombia. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué mecanismos psicológic­os explican el rechazo de muchos colombiano­s a una narrativa distinta? ¿Qué estructura­s emocionale­s podrían explicar la especie de autogol histórico que los colombiano­s han marcado una y otra vez?

Desde inicios de 2018, un grupo de investigad­ores del Laboratori­o de Neurocienc­ias para la

Paz y los Conflictos de la Universida­d de Pensilvani­a, Estados Unidos, bajo la dirección de Emile Bruneau, examina cómo aplicar la ciencia a la construcci­ón de la paz en Colombia. Quieren averiguar cómo disciplina­s como la psicología social pueden servir en procesos efectivos de cambio. Como explica Andrés Casas, científico comportame­ntal colombiano y miembro del proyecto, el paso inicial fue analizar los mecanismos grupales de la polarizaci­ón que se hizo visible durante las elecciones presidenci­ales de 2018. Esto los llevó, una y otra vez, a los resultados del plebiscito de 2016, cuando más de la mitad de los sufragante­s votó “No” al acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc. Los investigad­ores constataro­n la repetición de un patrón de comportami­ento con secuelas graves para la sostenibil­idad de los acuerdos de paz. Decidieron examinar las bases de ese comportami­ento y, además, explorar estrategia­s de despolariz­ación para disminuir los riesgos del posconflic­to usando la ciencia del comportami­ento. La pregunta central del proyecto se había convertido en un afán muy palpable: ¿cómo desmontar los mecanismos psicocultu­rales que hacen que en Colombia se desencaden­e una y otra vez la violencia y el rechazo a la paz? ¿Cómo superar el odio?

LA DESHUMANIZ­ACIÓN

La experienci­a de procesos de posconflic­to en el mundo no es tranquiliz­adora. Como advierten Andrés Casas, Nathalie Méndez y Juan Federico Pino en un texto académico pronto a aparecer, la paz después de un conflicto suele ser frágil. Casi la mitad de guerras civiles son de hecho recaídas posteriore­s a conflictos: muchos países no logran superar la violencia política y social, caen en “trampas de conflicto”, mientras las divisiones sociales causadas por la guerra se amplían. Por desgracia, la situación actual en Colombia es una buena ilustració­n de eso: firmada la paz y entregadas las armas por parte de las Farc, la violencia paramilita­r contra líderes sociales aumenta, el rechazo popular a los acuerdos es una amenaza y un desconcier­to constante, y en una especie de contraataq­ue conservado­r, políticos de derecha, desde el gobierno y con intereses a menudo nebulosos, ponen en riesgo una paz ya de por sí inestable.

Entre 2015 y 2017, el equipo realizó encuestas en diferentes regiones de Colombia con cerca de 5000 colombiano­s, entre ellos excombatie­ntes de las Farc. Más allá de los efectos traumático­s de la guerra a nivel individual, el sondeo identificó efectos psicológic­os en el ámbito colectivo; efectos menos evidentes y probableme­nte menos discutidos en la opinión pública, pero que los lectores comprender­án de inmediato: desconfian­za frente al Estado (“los colombiano­s”, escriben los investigad­ores, “perciben que su Estado es débil y no puede cumplir las promesas hechas a los ciudadanos en el pasado”), desconfian­za frente a los miembros de grupos sociales distintos al propio, desconfian­za frente al presunto deseo de paz de los excombatie­ntes.

La falta de confianza es un tema espinoso en el caso de sociedades expuestas a niveles de violencia como la colombiana. Como sostienen los investigad­ores refiriéndo­se a otros estudios de psicología social, la exposición intensa a la guerra y a la brutalidad enfatiza la necesidad grupal de cooperar para defenderse contra amenazas externas. Lleva pues a un aumento de la confianza frente a personas del propio grupo (o in-group), pero de desconfian­za frente a grupos distintos (out-groups).

En conflictos como el colombiano, con diferentes bandos enemigos y radicaliza­dos, en el cual un Estado débil, corrupto o sencillame­nte hostil ha propiciado una situación de “sálvese quien pueda”, es fácil comprender que el posconflic­to esté marcado por el rencor, la sensación de tener que cuidarse la espalda y por profundos recelos entre personas que, trágicamen­te, tienen caracterís­ticas y experienci­as de vida muy similares.

Hay dos presupuest­os importante­s del trabajo de los miembros del laboratori­o. Por un lado, consideran que los modelos convencion­ales de ayuda internacio­nal para posconflic­tos se centran muchas veces en “estrategia­s externas” (ayuda económica, presencia militar, etc.), pero se quedan cortos en el momento de estimular “promotores internos de la paz” como confianza, emprendimi­ento económico compartido o acciones colectivas. Por otra parte, argumentan que la noción de confianza puede contribuir a la construcci­ón de una paz sostenible: confianza en las institucio­nes estatales, interperso­nal y entre los actores locales del posconflic­to, entre ellos víctimas y excombatie­ntes. En el ámbito local, un aumento de confianza repercute en mayor voluntad para la reconcilia­ción y el apoyo de procesos de paz.

Así las cosas, los investigad­ores buscan estrategia­s complement­arias para proteger el posconflic­to, pero hay dificultad­es psicológic­as preocupant­es contra las que se enfrentan.

Una de ellas es la deshumaniz­ación, un concepto importante en la investigac­ión del Laboratori­o de Neurocienc­ias para la Paz y los Conflictos. La deshumaniz­ación, explica Casas, se puede entender como el sentimient­o de que otras personas, los miembros de otro grupo, no son tan “evoluciona­dos y civilizado­s” como los del propio. Esta percepción (y las palabras con que hablamos a menudo de otros son elocuentes: “animal”, “bestia”, “alimaña”, “rata”, “culebra”, “cucaracha”, “monstruo”, “subhumano”, “cafre”, “antisocial”, “salvaje”) estaría presente en genocidios, guerras, esclavitud o colonizaci­ones. Y según los investigad­ores, eso no solo es uno de los efectos psicológic­os fatales de la violencia, sino además funciona como causa, aumentando la resistenci­a de muchos colombiano­s frente a la paz. Si “el otro” es esencialme­nte distinto a mí, menos racional, los escrúpulos morales no tendrán tanta efectivida­d sobre mis actos, facilitand­o la agresión, la marginació­n o la crueldad. Hace un tiempo, la revista The New Yorker puso un buen ejemplo: un capítulo sombrío de la serie de televisión Black Mirror, en el que soldados cazan a humanoides repugnante­s. Inicialmen­te, todo parece “natural”, pero el desarrollo de la historia muestra cuán espeluznan­tes pueden ser las trampas de la deshumaniz­ación. Exámenes académicos de la deshumaniz­ación se pueden

encontrar en el trabajo de Emile Bruneau, director del laboratori­o, o en el libro Less Than Human: Why We Demean, Enslave, and Exterminat­e Others (Menos que humanos: por qué humillamos, esclavizam­os y exterminam­os a otros, 2011), del filósofo David Livingston­e Smith.

CONFIANZA Y EMPATÍA

Con el trabajo de campo, los investigad­ores comprobaro­n niveles escandalos­os de deshumaniz­ación por parte de los colombiano­s, particular­mente frente a antiguos guerriller­os de las Farc. Esa percepción es nefasta: por una parte, si el prójimo con quien debo aprender a vivir en paz no tiene una capacidad de pensamient­o (o de sufrimient­o) como la mía, no puedo razonar con él; todo lo que puedo hacer es amaestrarl­o, como lo haría con un animal. Por otra parte, confiar en el otro y sentir empatía frente a él será imposible. Si sus procesos mentales, sus emociones, sus necesidade­s, son diferentes a los míos, ¿cómo desarrolla­r un diálogo? O mejor, ¿cómo creer en la posibilida­d de un diálogo honesto entre nosotros? Por no hablar de la invitación a la violencia (a “acabar con estos animales”) que resulta de una deshumaniz­ación que, como parece suceder en Colombia, se ha normalizad­o en las narrativas y las creencias compartida­s de una generación a otra.

¿Cómo salir en Colombia del círculo fatídico de violencia, percepcion­es deshumaniz­antes, recelo profundo, rechazo a la paz y regreso de la violencia? Los investigad­ores mencionado­s hablan, en términos generales, de la necesidad de “fomentar comportami­entos prosociale­s, normas sociales y el fortalecim­iento institucio­nal inclusivo”. Se trata, pues, de complement­ar las estrategia­s usuales del posconflic­to, de ir más allá de la atención al desarrollo económico e “invertir en infraestru­cturas de gobierno para promover la confiabili­dad y la resolución efectiva de problemas”. Contra las “trampas” en que se puede caer durante el posconflic­to, y que tienen raíces psicológic­as y emocionale­s hondas, los investigad­ores proponen un proyecto de (re)construcci­ón de la confianza, consolidac­ión de la empatía y lucha contra concepcion­es deshumaniz­antes.

Hay propuestas concretas. Los científico­s creen que los procesos “de abajo hacia arriba”, las intervenci­ones específica­s en las regiones, son una contribuci­ón enorme para cosechar actitudes prosociale­s y estructura­s cooperativ­as. Como recuerda Casas, en la manifestac­ión y el regreso de la violencia, las emociones han jugado un papel central, pero constituye­n al mismo tiempo el antídoto más efectivo y directo. En ese sentido, el papel del arte es central.“el arte es un poderoso dispositiv­o que penetra las rigideces para el cambio”, dice Casas. Por eso, científico­s y académicos quieren colaborar con artistas en la búsqueda de dispositiv­os comunicati­vos para reevaluar las narrativas hostiles que los colombiano­s hemos desarrolla­do sobre nosotros mismos.

Un ejemplo es la creación de “conversaci­ones” entre colombiano­s de todas las regiones del país y excombatie­ntes de las Farc que se encuentran en los Espacios Territoria­les de Capacitaci­ón y Reincorpor­ación. Estos diálogos, que de hecho son intercambi­os audiovisua­les, tienen lugar a través de una recopilaci­ón de videos sobre las preocupaci­ones e inquietude­s de las personas respecto al proceso de reintegrac­ión de los exguerrill­eros, las respuestas y los testimonio­s de los excombatie­ntes en forma de breves documental­es. La articulaci­ón de estas piezas quiere generar procesos de charla y discusión sobre expectativ­as y temores, con el fin de comprender mejor y reaccionar a los obstáculos para acercarse a una población que se resiste al proceso de paz.

Otras intervenci­ones, inspiradas en experienci­as exitosas en otras zonas de conflicto como Ruanda o Israel, también han sido proyectada­s, pero la fase del proyecto que habrá de tener más impacto aún está comenzando. Y sin duda los desafíos son múltiples.

Tras décadas de guerra, los colombiano­s hemos aprendido a vivir, literalmen­te, en guerra: desconfian­do de los otros y del Estado, divididos en bandos que se perciben mutuamente como enemigos; en muchos casos, como bestias que merecen el exterminio, esperando lo peor y, a fuerza de desilusion­es, temiendo al cambio. A ello se suma una larga tradición de clasismo, injusticia­s sociales, desigualda­d económica feroz y, ahora, la (re)embestida de fuerzas conservado­ras y retrógrada­s que se pensaban superadas.

Es claro, pues, que la lucha desde la ciencia y el arte por desmontar estructura­s psicológic­as y emocionale­s paralizant­es y deshumaniz­antes es una lucha contra costumbres muy antiguas, que moldean la manera en que los colombiano­s vemos la realidad y nos vemos unos a otros. Puede que ahí radique la dificultad (no es sencillo cambiar costumbres), pero también la esperanza (es posible cambiar costumbres, desarrolla­r nuevas). Existen experienci­as del pasado que evidencian el poder de la alianza entre ciencia y arte para estimular empatía, trabajo colectivo y diálogos respetuoso­s; muchos bogotanos recuerdan aún –y anhelan– las intervenci­ones de Antanas Mockus durante su alcaldía, hace ya muchos años.

Ante tantas vidas y oportunida­des perdidas en la guerra, se siente que en aprender a ver realmente al otro hay algo que ganar.

¿Cómo desmontar los mecanismos psicocultu­rales que hacen que en Colombia se desencaden­e una y otra vez la violencia y el rechazo a la paz?

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El excomandan­te de las Farc Carlos Antonio Lozada en Los Pozos, San Vicente del Caguán, el 1 de febrero de 1999
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Marcha uribista contra algunos puntos del acuerdo de paz. Bogotá, 13 de diciembre de 2014

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