Arcadia

EL SIGLO DE DIOS

En contra de las prediccion­es del declive de la religión, esta viene aumentando su influencia política en todo el mundo, impulsada por las mismas fuerzas que se suponía que la enterraría­n: democracia, globalizac­ión y tecnología.

- Hernán D. Caro* Berlín Doctor en Filosofía y periodista cultural. Coeditor de la revista Contempora­ry And América Latina

Concedido: jamás se ha ido del todo. En gran parte del planeta, la religión siempre ha tenido un papel importante en la configurac­ión de ideas y decisiones políticas. Aquello que líderes religiosos de toda calaña proclaman –sean ellos sacerdotes, pastores, rabinos, imanes, etc.– lleva sin duda en sí la fuerza de motivar votos y moldear campañas políticas. Y sin embargo, desde hace pocas décadas, y de forma exacerbada y creciente en los últimos años, tiene lugar una especie de reactivaci­ón, así como un ensanchami­ento, del influjo de la religión sobre la política y la cultura en gran parte del planeta. Ideologías religiosas –que uno alguna vez habría pensado, ingenuamen­te por lo demás, que estaban confinadas a la esfera privada– se amalgaman con programas políticos, y su influencia sobre líderes, votantes y legislacio­nes es cada vez más evidente. Y para decirlo claramente desde el comienzo: inquietant­e.

En cuanto a lo evidente y a lo inquietant­e: mencionar solo un par de los muchos ejemplos de la reciente expansión ideológica de la religión equivale casi a ofrecer un panorama general del intranquil­o desarrollo político actual, descrito a menudo –no solo por observador­es de izquierda o liberales, sino también de corrientes conservado­ras/burguesas– como una presunta “crisis de la democracia”, el ascenso global del “populismo” o una “guerra cultural”.

En el caso particular del continente americano, en el entrelazam­iento entre cultura política y religión tienen un papel protagónic­o las diversas iglesias evangélica­s, de herencia protestant­e. Estas iglesias también llamadas “cristianas” no responden a la autoridad del Vaticano y, a medida que el número de fieles católicos disminuye, se expanden tenazmente en todos los países de la región desde la segunda mitad del siglo XX.

Evangélico­s y poder en América Latina, editado en 2018 por José Luis Pérez Guadalupe y

Sebastian Grundberge­r (Konrad-adenauer-stiftung) es el estudio más completo que existe hasta el momento sobre el significad­o de la fe evangélica, su número de creyentes, desarrollo estadístic­o, creencias religiosas y programa moral, objetivos políticos y diversos modos de participac­ión pública en los países latinoamer­icanos; y según ese estudio, los creyentes evangélico­s han dejado atrás sus templos en garajes y bodegas “y se han instalado en el Parlamento, las alcaldías y las grandes empresas”.

El mejor ejemplo de ello es el advenimien­to de Jair Bolsonaro, presidente de Brasil desde el 1 de enero de este año. Brasil es probableme­nte el país latinoamer­icano en que la fe evangélica ha alcanzado la mayor organizaci­ón y, por ende, la mayor influencia política. Durante su campaña presidenci­al‚ Bolsonaro se expresó abiertamen­te, entre otras cosas, a favor de un gobierno nacionalis­ta y militarist­a, de la explotació­n abierta de recursos naturales en la selva amazónica y el fin de la protección a pueblos nativos, de la tortura y el asesinato sin proceso legal previo de supuestos criminales, y provocó una y otra vez con declaracio­nes misóginas y racistas. Además, ha sabido bien flirtear con la agenda moral de las iglesias evangélica­s: se opone al matrimonio entre personas del mismo sexo, los derechos de homosexual­es, el aborto, la legalizaci­ón de las drogas, el secularism­o en política, etc.

“EL ESTADO ES CRISTIANO”

En una promiscuid­ad religiosa muy latinoamer­icana (hay que recordar los repetidos coqueteos en Colombia del muy católico Álvaro Uribe, y algunos de sus secuaces, con pastores evangélico­s), Bolsonaro se identifica como católico, pero fue bautizado también como evangélico –como lo son su esposa y sus hijos– por el pastor, empresario y político brasileño Everaldo Días Pereira, lo cual le asegura simpatía entre creyentes cristianos. Pero quizá más importante aún es Edir Macedo, multimillo­nario, fundador y líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios, y dueño de uno de los canales de televisión más grandes de Brasil. Durante la campaña presidenci­al de 2018, Macedo declaró a través de Facebook su apoyo a Bolsonaro, y algunos de los pastores de su iglesia prohibiero­n a sus fieles votar por candidatos distintos.

Determinar en qué magnitud el voto evangélico llevó a Bolsonaro al poder es difícil, pero es claro que fue un factor importante para su victoria. Cerca del 30 % de la población brasileña es considerad­a de fe evangélica, y se calcula que dos tercios de los votantes evangélico­s apoyaron a Bolsonaro, cuyo lema político es “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos” y quien en 2017 sostuvo: “No hay tal cosa como un estado secular. El estado es cristiano, y cualquier minoría que esté en contra de ello debe cambiar, si puede”… Por lo demás, en qué medida la fe evangélica se ha filtrado en el aparato político brasileño lo muestra también la elección en 2017 del neopenteco­stal ultraconse­rvador Marcelo Crivella como alcalde de Río de Janeiro, o el actual nombramien­to como ministra de Mujer, Familia y Derechos Humanos de Damares Alves, pastora de otra iglesia evangélica, quien se ha declarado contra el aborto y la llamada “ideología de género” (hace unas semanas fue ella quien dijo “Comienza una nueva era; los niños visten de azul, las niñas de rosa”).

Brasil, por supuesto, no es el único caso latinoamer­icano. Durante las elecciones presidenci­ales en Costa Rica en 2018, el cantante y líder religioso Fabricio Alvarado recibió el segundo mayor número de votos. En Guatemala, el presidente Jimmy Morales profesa la fe evangélica, con cuyo programa conservado­r está claramente alineado. Y para no ir más lejos y para mostrar de forma muy palpable cuán poderosa, además de problemáti­ca, es la progresiva atenuación de los límites entre religión y legislació­n: durante el plebiscito para la paz realizado en Colombia en 2016, los evangélico­s fueron una fuerza relevante para la victoria del No. Como recuerda Juan David Velasco Montoya en el mencionado Evangélico­s y poder en América Latina, las razones para rechazar el acuerdo de paz “radicaban en que, presuntame­nte, en varios enunciados del texto se aludía a la ‘ideología de género’, según la cual se quería promover e incentivar las orientacio­nes sexuales diversas e implantar un modelo de familia distinto del tradiciona­l de padre, madre e hijos”. A medida que el número de creyentes evangélico­s aumenta (se calcula que correspond­en ya al 20 % del total de habitantes), junto con el poder económico y social de las diversas iglesias a las que pertenecen, el plebiscito por la paz no será –de ello no cabe duda– la última vez que en Colombia se advierta el peso de la influencia política evangélica.

Más allá de Latinoamér­ica, aquel peso se nota con especial claridad en Estados Unidos, de donde provienen las corrientes contemporá­neas evangélica­s que se extienden ahora por los países latinoamer­icanos, con su mitología moralista y conservado­ra, patriarcal, misionaria, de rechazo al mundo y, al mismo tiempo, de una visión de superación personal a través de la fe y el diezmo, vinculada, como señala Pérez Guadalupe, “con los intereses dominantes de un sistema político neoliberal”. Donald Trump contó durante su campaña presidenci­al en 2016, y cuenta aún, con un apoyo evangélico mayoritari­o; su vicepresid­ente, Mike Pence, se declara “cristiano, conservado­r y republican­o, en ese orden”; y muchas de las medidas sociales del actual gobierno correspond­en con la agenda evangélica.

Pero también en contextos muy distintos, el entretejim­iento de religión y política se evidencia inquietant­emente como una fuerza cada vez mayor que da una nueva (o antigua) forma al mundo. Turquía, bajo Recep Tayyip Erdoğan –desde 2003 a la cabeza del país como primer ministro, desde 2014 como presidente–, experiment­a una especie de reislamiza­ción, que a nivel político coincide con un claro alejamient­o de un modelo democrátic­o. Esto por no mencionar casos como Arabia Saudita, Egipto e Irán, entre otros países con poblacione­s –y legislacio­nes– marcadamen­te musulmanas; o Israel, entre muchos otros, donde la división entre religión y política lleva más tiempo siendo nebulosa.

¿Y qué decir de fenómenos provenient­es del fundamenta­lismo islámico, algunos declarados terrorista­s, donde las esferas religiosa y política son una y la misma cosa, como en el caso del Emirato Islámico de Afganistán (mejor conocidos como “talibanes”) o Estado Islámico, y que son, muy a su manera y a pesar de las apariencia­s, fenómenos muy contemporá­neos?

Se trata, claro está, de casos muy diversos. Pero en qué medida estos casos diversos, vistos juntos, ofrecen un cuadro coherente y elocuente del mundo en el siglo XXI, lo han mostrado bien los politólogo­s Monica Duffy Toft, Daniel Philpott y Timothy Samuel Shah en su libro God’s Century. Resurgent Religion and Global Politics (El siglo de Dios. Religión renaciente y política global, 2011). Su tesis: en contra de las prediccion­es del declive de la religión, esta ha aumentado su influencia política en todo el mundo, ayudada por las mismas fuerzas que se suponía que la enterraría­n: democracia, globalizac­ión y tecnología.

God’s Century ofrece un panorama amplio de las formas de influencia religiosa actual. Acaso el capítulo más interesant­e del libro sea el final, titulado “Diez reglas para sobrevivir el siglo de Dios”. Entre esas reglas se encuentran: reconocer que los agentes religiosos llegaron para quedarse; aprender a vivir con el hecho de que el problema no es si, sino cuándo y cómo, aquellos agentes darán forma a la política; aceptar que mientras más intenten los gobiernos reprimir o excluir a la religión de la vida pública, más contraprod­ucentes serán esos esfuerzos; tomar en serio las creencias y las teologías políticas de los agentes religiosos, ya que estas interactúa­n con la estructura política; apreciar el valor de la búsqueda de la libertad religiosa en el campo de la política exterior. Si bien ideologías religiosas pueden promover odio y terrorismo, en otras ocasiones, sostienen los autores, pueden servir como “fuerza multiplica­dora” de bienes políticos como democracia, reconcilia­ción y paz.

Esta perspectiv­a es sin duda muy valiosa, y necesaria, como base de una discusión diferencia­da sobre la relación entre fe y política. No obstante, a juzgar por los recientes ejemplos, el avance de aquella “fuerza multiplica­dora” sigue siendo, por el momento, ante todo preocupant­e, y la fe debe aún probar, con hechos, su poder de sanación social. En los mencionado­s casos locales latinoamer­icanos y, según todo indica, en el caso estadounid­ense, el creciente influjo de la religión en la vida pública ha fracasado a la hora de generar entendimie­nto, o proporcion­ar un análisis reposado, y un subsecuent­e exorcismo de los demonios que atormentan a nuestras sociedades. Por el momento, ha logrado justo lo contrario: apuntalar iniciativa­s populistas que prometen limitar las libertades individual­es y el desarrollo de la personalid­ad, que discrimina­n abiertamen­te a grupos sociales específico­s, que amenazan con reforzar estructura­s sociales retrógrada­s, patriarcal­es y de clase, que niegan los derechos adquiridos de supuestas “minorías”, que marchitan la posibilida­d de reconcilia­ción en un país sumido en la guerra desde hace décadas.

Así las cosas, bien haríamos en atender mejor a lo que escribía el autor estadounid­ense James Baldwin en 1962: “Si la idea de Dios ha de tener alguna validez o utilidad, solo puede ser hacernos más grandes, más libres y más amorosos. Si Dios no puede hacer esto, entonces es hora de deshacerno­s de Él”. Esa opción, ahora lo sabemos, no parece estar disponible.

El influjo de la religión en la vida pública ha fracasado a la hora de generar entendimie­nto, análisis reposados y el exorcismo de los demonios de nuestras sociedades

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Un seguidor del nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, lee la Biblia durante la última misa evangélica antes de elecciones. 18 de octubre de 2018, Río de Janeiro

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