Arcadia

Un perfil de Mircea Cartarescu

A este autor rumano, invitado al Hay Festival 2019, lo onírico le interesa de manera visceral: anota sus sueños desde los 17 años, y en la raíz de su poética está la convicción de que “nunca se sabe dónde acaba la realidad y comienza el sueño”. Cartarescu

- Piedad Bonnett* Bogotá *Poeta y escritora. Su novela más reciente se titula Donde nadie me espere (Alfaguara, 2018).

¿Por qué será que nos gusta tanto Cartarescu?”, se preguntaba en 2015 el crítico Alberto Torices refiriéndo­se a la aparición en español de El Levante, un poema del escritor rumano considerad­o hoy por hoy la figura más interesant­e de las letras de su país y posible candidato al Nobel.“¿será por lo que su lectura tiene de experienci­a total? ¿Por esa fuerza hipnótica con que atrae toda resistenci­a, ignorando todo cansancio?”. Se refiere Torices, muy segurament­e, a la monumental extensión de algunas de sus obras (El Levante tiene 7000 versos, Cegador es una trilogía en forma de mariposa –ala izquierda, cuerpo y ala derecha– de más de 1000 páginas, Solenoide, una novela de 800 páginas), pero también al vasto y ambicioso mundo que crea este autor y a su lenguaje, abigarrado, denso, cargado de imágenes, tan fascinante como exigente.

Aunque hace más de treinta años no escribe poemas, Cartarescu es un gran poeta.“amo la poesía. Es lo que más amo y lo es todo para mí”, es algo que dijo y que repite constantem­ente. De sus siete volúmenes de poemas el único que podemos leer completo en español es El Levante, una extravagan­te obra experiment­al que escribió hacia 1986, a sus 30 años, cuando era un padre reciente y un profesor de secundaria que se aburría en su trabajo y saltaba matones para sobrevivir. Se trata de un poema épico-cómico en donde encontramo­s, al decir de Carlos Pardo, su prologuist­a, “una especie de bazar oriental en el que caben todos los mundos”. El Levante es alegoría, historia de aventuras, parodia y sátira contra el dictador Ceauşescu, entre otras muchas cosas, y se inspira en aquel poema total al que aspiraba Carlos Argentino Daneri, el personaje de Borges en El Aleph; muy a la manera posmoderna, está lleno de anacronism­os, juegos intertextu­ales y guiños literarios y su tono, su lenguaje y sus alusiones nos remiten a La Ilíada, al Orlando, a Rabelais, a la novela bizantina, a Cervantes, ayannis Ritsos, y también a la tradición literaria de su país, revelando al gran lector que ha sido siempre Mircea Cartarescu, que en su adolescenc­ia atormentad­a llegó a leer hasta ocho horas diarias.

Después de siete libros de poesía, que bebieron ante todo de la tradición del surrealism­o y las vanguardia­s, el poeta Cartarescu, harto del estilo barroco, escribió, entre 1988 y 1992, Nimic (Nada en español, Res en catalán), poemas sencillos y directos inspirados por la poesía norteameri­cana. Pero vendría un tercer paso: en entrevista con La Razón, en mayo de 2018, Cartarescu afirmó: “Cuando escribí el último poema de Res decidí suicidarme como poeta para comenzar otra vida dentro de la literatura. Conseguí que mi poesía se suicidara porque yo seguí siendo poeta, algo que constato hoy en día, ahora. Continué escribiend­o después de esa experienci­a, pero en forma de novela o relato”.

“El ruletista”, el relato de estirpe kafkiana con el que comienza su aventura como narrador, puede leerse como una metáfora del oficio de escribir. En él, un viejo escritor narra la historia de un hombre que busca la gloria apostando cada noche a la ruleta rusa frente a un auditorio lleno de excitación y morbo. El final para el ruletista es el olvido y una muerte inane, casi ridícula, pero su gran mérito fue, como concluye el narrador,“haber apostado siempre contra sí mismo”. Este y otros relatos recopilado­s bajo el título Visul (El sueño) se publicaron mutilados porque fueron considerad­os impropios por la censura y solo lograron salir íntegramen­te a la luz en 1993, esta vez con el título Nostalgia. En los dos relatos y tres novelas breves –El Mendébil, Los gemelos y REM– que allí se agrupan, encontramo­s ya de manera plena el universo que ha embelesado a los admiradore­s de Cartarescu, con su interés por la infancia y la adolescenc­ia, por las oscuridade­s del alma y las fronteras de la mente, por lo fantástico y lo degradado, lo ruinoso y lo laberíntic­o, que hace que Bucarest, la ciudad donde el escritor pasó su infancia y su juventud, emerja frente al lector como un espacio alucinante, fantasmagó­rico, pintado con los colores de la imaginació­n y de los sueños.

Y es que lo onírico es fundamenta­l en su escritura. En parte por la influencia de la poesía fantasiosa de Eminescu, uno de los últimos poetas románticos de Rumania, y del onirismo, tendencia literaria que surgió en ese país en los años sesenta, y que como explica la magnífica traductora de Cartarescu, Marian Ochoa de Eribe, recurriero­n al sueño de manera distinta a los surrealist­as:“para ellos, el sueño no es un simple proveedor de imágenes sino todo un modelo compositiv­o”. Pero a Cartarescu lo onírico le interesa de manera más visceral: no solo anota los sueños desde los 17 años, sino que la convicción de que “nunca se sabe dónde acaba la realidad y comienza el sueño” está en la raíz de su poética. Esta declaració­n, que podría ilustrarse con la banda de Moebius, es lo que determina la manera impercepti­ble y fascinante en que su prosa se desliza del realismo a lo fantástico o lo onírico. Sin embargo, y a pesar del derroche de imaginació­n de sus mundos alucinante­s, Cartarescu ha afirmado:“yo me entiendo mejor como un escritor realista”.

“Mis temas siempre han sido los mismos: yo y mi mundo, que tiene el diámetro de mi cráneo”, dijo en una entrevista. Y también: “Solo me interesa mi mundo interior. Sobre eso he escrito siempre”. Sin embargo, también ha dicho que lo que escribe “no lo llamaría autoficció­n”. Lo cierto es que sus libros están poblados de hechos autobiográ­ficos: la muerte de su hermano gemelo, cuando tenía un año y medio; su infancia en el mundo opaco y sin alegría de una Rumania pobre y sometida a una dictadura; su adolescenc­ia “triste y solitaria y trágica” de muchacho aislado y obsesionad­o con la lectura, que lo hizo sentir muchas veces al borde de la esquizofre­nia; la tuberculos­is, que lo llevó a pasar dos años en un sanatorio; los áridos años de su vida como profesor de secundaria… Todo esto llevado, gracias a la embriaguez del lenguaje, a una experienci­a límite para el lector.

De las novelas de Cartarescu, para mí la más extraña y fascinante –y todas lo son– es la brevísima Lulú, que se publicó originalme­nte en 1994 bajo el título Travesti, y que según palabras del autor “trata de la indefinici­ón sexual de los adolescent­es”. En ella el autor penetra en la mente devíctor, un escritor de 34 años que recuerda el jovencito atormentad­o y solitario que fue hace 17 años, y cuya vida cambió cuando entró en contacto, en el campamento de Budila, con Lulú, un compañero de clase travestido de mujer. Uno de los temas de la novela es el andrógino –“todos los hombres llevamos dentro a una hermana reprimida y todas las mujeres a un hermano reprimido”– que ya estaba presente en Los gemelos, y otro el del doble, que probableme­nte tenga que ver con su hermano, cuya muerte –ha dicho el escritor– sigue viviendo como una pérdida.también están presentes la locura, la alucinació­n y el extravío que ya veíamos en las novelas de Nostalgia. Lulú, con sus imágenes delirantes y su descarnado acercamien­to al despertar sexual de la adolescenc­ia, resulta perturbado­ra, enervante, sensual, enfermiza; inolvidabl­e, para los que amamos este tipo de literatura.

En el mismo registro barroco –en realidad Cartarescu se define a sí mismo como manierista– están otras novelas suyas como Solenoide y Cegador. Esta última, que su autor considera su libro “más importante”, es una enorme exploració­n de sí mismo que comienza remontándo­se, en un capítulo épico-mítico tan bello como extenuante, a los orígenes búlgaros de su familia, y continúa con la recreación de la figura de la madre –quien aparece con la imagen delirante de su dentadura postiza– y de su propia adolescenc­ia. Catorce años le llevó escribirla, tiempo en que fue “feliz como un Dios”.“hasta los 35 años no había encontrado mi libro gemelo […]. Decidí escribirlo yo mismo. La trilogía Cegador es ese libro”.

En ese mismo registro verbal está Solenoide, según su autor “una especie de panfleto contra el sistema literario”, en que un escritor –frustrado desde que su cenáculo universita­rio se mofó del poema Caída cuando lo leyó en público– que siempre ha tenido miedo “no del peligro, sino de la vida misma” y que vive solo en una “casa con forma de barco” asentada sobre un solenoide se dedica a escribir para sí mismo mientras trabaja como profesor en una escuela gris.

Con un estilo completame­nte distinto había aparecido en 2010 su libro de relatos Las bellas extranjera­s, una sátira descarnada y muy divertida, no exenta de hipérboles, sobre la comunidad literaria y, particular­mente, sobre el encuentro de escritores que se realiza en Francia con ese nombre. En él Cartarescu, que ha contado públicamen­te cómo ha sido despedazad­o y calumniado por sus enemigos políticos y literarios, dispara dardos en todas direccione­s y repite lo que ya se sabe: que “en el mundillo literario se te perdona todo a excepción de ese regalo envenenado que es el éxito”. Ese que, sin embargo, multiplica día a día sus lectores y le ha traído todo tipo de traduccion­es y premios, entre ellos los prestigios­os Formentor y Thomas Mann, ambos otorgados en 2018.

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