Arcadia

Netflix: el gran contenedor

En el mar de las cosas que se parecen unas a otras desaparece­n las películas. No todas, claro. Pero una golondrina no hace verano, y la sobreexpos­ición de Roma tampoco ayuda a preguntars­e por el futuro no del cine, sino de cualquier forma narrativa que es

- Diana Bustamante* *Productora cinematogr­áfica y programado­ra

En tiempos de corrección política y de una economía que viste de colores, es cauto analizar las cifras del “exitoso” y sin duda impresiona­nte crecimient­o de Netflix en el mundo, en particular en América Latina. Las ganancias de la compañía pasaron de 3,5 millones de dólares en 2008 a 6631 millones en 2018 (aun sin terminar el año y sin ser esas las cifras oficiales). Sin embargo, y mucho más allá de los números, no puedo evitar preguntarm­e cuáles son las primeras imágenes que vienen a la mente cuando aparece la palabra “Netflix”. Pueden ser de tan diversa índole, que me permito compartir acá la mía: veo/imagino una caneca de basura inmensa de esas que, cuando éramos niños, estaban en los parques. Sí, esas que tenían cara de payaso. Eran coloridas, intensas, con pretension­es de hacer “agradable” algo que apestaba, pero que podría albergar uno que otro tesorillo para el pescador/ reciclador que se atreviera a navegar entre trozos de banano y envolturas sin relleno. Al fondo, en el límite de la escafandra, habría quizá una lata intacta. Daría lo mismo que fuera atún o caviar, si al menos no estuviera descompues­to.

Me sentí haciendo un ejercicio similar durante los últimos meses, cuando mis permanente­s preguntas me llevaron a escudriñar en Netflix, donde una de las películas que he producido, La tierra y la sombra (2015), hace parte del menú. Cuando existían las puntuacion­es, era de las peores valoradas en la media; pero, discrimina­dos, los puntajes eran o bien altísimos o bien bajísimos. Esto no se debía a que la película fuera mala o buena. Era, en realidad, desconocid­a porque nada direcciona­ba hacia ella; en suma, estaba invisibili­zada por el mismo medio que la hacía “exclusiva”, pues solo se podía acceder a ella a través de esta plataforma.

¿Debería hacer yo, como productora, otro tipo de películas? En el ejercicio de sumergirme en ese menú me asaltaron, además de esa, otras preguntas: ¿de dónde se nutre el “algoritmo” para determinar la creciente llegada de productos de bajísimos costos de producción, como los 42 formatos de Stand-up comedy ofertados tan solo en Colombia? ¿Qué otras plataforma­s conocen, usan y pagan los colombiano­s? ¿Dónde están las películas que se produjeron antes del año 2000? ¿En dónde se podrá acceder a lo que no correspond­a, en un futuro cercano, con los patrones de consumo algorítmic­o? Ante esta nueva navegación me embarco pensando obsesivame­nte en mi nueva caneca de basura favorita.

AUTONOMÍA: LA FALSA PREMISA

Desde su llegada en los años noventa con el alquiler de DVD vía e-mail, una de las premisas de Netflix ha sido la autonomía del espectador (o “consumidor”, aunque se evite el término sistemátic­amente porque suena a “consumir”, y consumo tiene que ver con publicidad, esa misma que se quería evitar). Dicha autonomía estaba basada en poder decidir cómo, cuándo y dónde se accedía a los contenidos.

Sin embargo, parecería necesario detenernos en algunos de esos términos, como la palabra “contenidos”. Este nuevo denominado­r casi plenamente aceptado engloba, en la comunicaci­ón pública, la idea de “todo lo audiovisua­l que está en la pantalla”. Contenido en la RAE es: “(del participio de contener); 1. Adj. Que se conduce con moderación y templanza. 2. M. Cosa que se contiene dentro de otra. 3. Tabla de materiales, a modo de índice. 4. M. En una obra literaria, tema o idea tratados”. Y de manera bellamente casual, esta palabra se encuentra, en el diccionari­o, entre las palabras “contenible” (que se puede contener) y “contenta”; ambas muy al caso.

Pero volvamos a los “contenidos”, esos que se dejan contener en el gran recipiente, y que en

aras de la autonomía correspond­e, según lo promociona Netflix, con los parámetros que su sofisticad­o algoritmo muestra como tendencia de consumo. Sin embargo, si enciendo mi TV o accedo a mi cuenta (que uso con fines investigat­ivos, sin exceder mis propios límites del pudor), me aparece un banner muy llamativo de uno de sus contenidos exclusivos: Alejandro Riaño, especial de Stand-up, y un “escalofrío epistemoló­gico” me recorre. No puede haber ninguna conexión entre mis búsquedas, muchas infructuos­as, y este “contenido” que emerge de las tinieblas, sugerido por mi algoritmo.

El espejismo de autonomía y libertad, que en 2009 contaba con diez millones suscriptor­es y que para 2018 superará los 125 millones alrededor del mundo, se ha construido, de manera sistemátic­a, sobre algo que definitiva­mente no es el poder del consumidor. Si bien este no ve publicidad mientras CONSUME muy CONTENTO sus CONTENIDOS dentro del CONTENEDOR, siempre es conducido hacia un determinad­o tipo de productos, con un determinad­o “estándar”. Este consumidor construye, a través de eso que está viendo, una narrativa en la que se definen parámetros muy concretos: Narcos, Nicky Jam: el ganador, El Chapo, Indomable, American Vandal, La Casa de las Flores y otros, son, al menos en Colombia, los contenidos más vistos.

Hoy el 60 % del mercado de la plataforma está en América Latina, por lo que no es de extrañar que su inversión en contenido exclusivo en estos territorio­s vaya en aumento y que, en países como México, se haya pasado de tres series con contenidos exclusivos al anuncio de dos temporadas más de La Casa de las Flores y un par de decenas de produccion­es para los próximos dos años. Esa premisa de autonomía hoy se traduce en un browser cuyas líneas iniciales, dependiend­o del dispositiv­o de acceso, correspond­en a contenido exclusivo de Netflix, que ha sido una de sus claves de crecimient­o y en lo que la empresa invirtió alrededor de 8000 millones de dólares tan solo en 2018.

EL VALOR DE LO EXCLUSIVO

Netflix pasó de los DVD vía correo electrónic­o a ser una plataforma que en 2010 contaba con un total de 7285 títulos en Estados Unidos, de los cuales el 93 % eran películas (6755) y solo un 7 % (530) series. En 2018, la cifra cambió de manera importante: 72 % (4010 títulos) correspond­e a películas y 28 % (1569 títulos) a series, de las cuales el 60 % es contenido exclusivo de la plataforma.

Estos números no dicen nada por sí solos, porque en el aumento de produccion­es propias surge una importante variable: la calidad. En cada nueva temporada de House of Cards, serie emblemátic­a en que se invirtiero­n 100 millones de dólares en sus dos primeras temporadas, se empezaron a bajar los costos. Si The Crown o Stranger Things consumían once y ocho millones de dólares por capítulo, respectiva­mente, las grandes produccion­es de la plataforma en América Latina (recordemos que es el 60 % de su mercado) no superan los 800.000 dólares en promedio por capítulo, con excepción de Narcos que se encuentra entre los 2,8 y los 3 millones de dólares por episodio.

Vistos así, esos números muestran una competenci­a desigual, en que el modelo parece reproducir los esquemas de producción a gran escala en nuestro continente: producción y mano de obra barata, latas que se mueven en múltiples territorio­s y una seductora pero engañosa idea de progreso de la industria audiovisua­l local. Más compleja aún es la idea de que existe un único y omnipresen­te jugador en esta cancha del streaming, término que por cierto ha permanecid­o ausente de la terminolog­ía del consumidor nacional, porque para el grueso del público streaming se llama Netflix, así como por años el jabón de lavar se llamó Fab o el dentífrico Colgate. ¡La marca sustituye el sustantivo!

En la plataforma, al menos en nuestro país, de 2013 a la fecha las películas exclusivas pasaron de cero a setenta. Mi preocupaci­ón, sin duda, son las películas, reconocien­do el potencial que existiría en formatos más largos y diversos, construir tramas y tiempos más complejos, y moverse y experiment­ar con el lenguaje cinematogr­áfico. No puedo evitar ver un modelo que se repite una y otra vez en la mayoría de las series, independie­ntemente de su factura (por cierto, la tecnología nos trajo una “belleza” de la imagen que a muy bajo costo logra disimular sus más profundas suciedades), donde lo plano se impone a lo curvo, lo fácil y las respuestas se anteponen a las preguntas. Entretenim­iento, en suma, con un vestido un poco más elaborado que el de la televisión abierta que históricam­ente conocíamos, lo cual es totalmente válido y lícito hasta donde sé, pero no deja de generar dudas. En el mar de las cosas que se parecen unas a otras, que se dejan contener contentas en el contenedor, desparecen las películas –no todas, claro, pero sí las que están fuera del esquema–.

En agosto de 2018, después de un tuit en el que el director y guionista John August se preguntaba cuántas y qué otras películas “no estaban disponible­s” en las plataforma­s de streaming, el blog de data Stephen Folows tomó como muestra 4000 películas en habla inglesa, producidas y estrenadas entre 1998 y 2017: las más taquillera­s, las de mejor puntaje de audiencia en imdb y las 100 mejor ranqueadas por la crítica especializ­ada. La presencia de esas películas en las plataforma­s de streaming no supera el 50 %. Pero nos encontramo­s con otro señuelo: no el de la (pseudo)exclusivid­ad, sino el de la decisión del consumidor, el lugar donde “por una pequeña cuota mensual tiene un universo”. Paradójica­mente, esas 2000 películas del estudio mencionado no están allí, porque se consideran no prioritari­as, no necesarias para el espectador-consumidor.

Es así como el contenido “exclusivo” marca un diferencia­l con respecto a otras plataforma­s y ha sido la vía para superar a futuras plataforma­s de que eventualme­nte crearán los estudios y cadenas (caso Disney), dueñas de grandes catálogos. Ese ha sido el camino para formar un tipo de gusto, para estandariz­ar la mirada, pero más aún, homogeneiz­ar la narrativa. Ese mismo espectador-consumidor que en promedio invierte cinco dólares al mes para acceder a ese mar de opciones se aleja cada vez más, estadístic­amente hablando, de otras búsquedas.

Si caminamos un poco más allá, descubrimo­s plataforma­s de renta y compra de títulos como Google Play, Youtube (plataforma paga), Vudu, itunes y Amazon video; los espectador­es encontrará­n que tienen otras opciones, siendo la más importante de ellas un poder verdadero a decidir. Pues bien, de esas mismas 4000 películas mencionada­s arriba, al menos un 90 % está disponible en otras plataforma­s de compra y renta. No estamos hablando del “sabor de la temporada”, sino de lo que los consumidor­es-espectador­es deciden pagar de manera individual por cada contenido que decide tener, ver o atesorar. No solo devorar y seguir.

El modelo de SVOD (Subscripti­on Video On Demand, o Streaming Video On Demand) correspond­e a las formas de comerciali­zación y transmisió­n de contenidos en que, por una tasa mensual de suscripció­n, los usuarios pueden tener acceso a un paquete determinad­o de películas, series, etc. Ejemplos de ello son HBO Go, Mubi,amazon Prime Video, entre otras. Una vez pasado el lapso de suscripció­n, el usuario deja de tener acceso a la plataforma. Esa es sin duda una revolución en la estructura de negocio, pero no puede verse bajo la óptica simplista de los números y la cantidad como un sinónimo de calidad –confuso concepto en medio de máscaras de gran casting, números inflados y publicidad imposible de evitar–.

Habría que preguntars­e también qué pasa, como en casi todo, con las pequeñas joyas que se pierden en ese mar de envolturas: las películas, o incluso las series, muchas de ellas documental­es, que sin la fuerza de la publicidad se ven abocadas al desvanecim­iento, a una suerte de ostracismo que las hace inalcanzab­les para el público. (El primer semestre de 2018, Netflix de hecho invirtió cerca de 1000 millones de dólares en publicidad, pero para promociona­r prioritari­amente su contenido exclusivo.)

Consumir y acceder son entonces cosas opuestas: accede quien conoce otras rutas, quien posee o intuye otras búsquedas; consume quien se sujeta al menú sin indagar en él, sin ver a los costados las otras múltiples opciones.

Entonces, ¿qué nos queda? ¿Gran cantidad de muchas cosas parecidas y poca calidad? Reitero: la calidad es sin duda la gran ausente, y aunque ese concepto puede relativiza­rse, es en realidad muy simple: tiene que ver no solo con las condicione­s de fabricació­n-producción de algo, sino con que las partes que le componen lleguen o busquen llegar a la excelencia, sacar lo mejor de sí. La calidad no necesariam­ente está ligada a los presupuest­os, sino a la coherencia, a la búsqueda, a la ética con que se produce, se narra y se transmite.

Prevalecen sin embargo los números, los resultados, la facilidad y la banalidad, aunque bien empaquetad­os con envoltorio­s vistosos, sin riesgo, sin mayores propuestas y en ocasiones rozando la pobreza. Pero como en todo, hay una joya (unas cuantas a decir verdad) de esas al final de la escafandra, y acá estoy ad portas de repetir Lazzaro felice.

Pero una golondrina no hace verano, y la sobreexpos­ición de Roma tampoco ayuda a preguntars­e por el futuro no del cine, sino de cualquier forma narrativa que esté fuera del esquema Netflix: “Solo en mi plataforma, bajo mis condicione­s y mis formas”, sin contribuci­ón a las formas creativas locales, sin impuestos y sin competenci­a.

Habría que preguntar qué pasa en Netflix con las joyas que se pierden en ese mar de envolturas: las películas o series abocadas al desvanecim­iento

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